martes, 25 de diciembre de 2007

El bosque del luto




T.O: Mogari no mori.


Dirección y guión: Naomi Kawase


Intérpretes: Shigeki Uda, Machiko Ono, Makiko Watanabe.


Japón-Francia, 2007, 95 min.




Si por algo se caracteriza nuestra sociedad ultramoderna es por la pérdida de confianza en todos los metarrelatos de los que la humanidad se ha valido para dar sentido a la vida, es decir, para rellenar los huecos del conocimiento a los que nuestra limitada experiencia es incapaz de llegar. A lo largo del siglo XX, las diversas mitologías, la religión, el progreso científico o las utopías políticas, estructuras de pensamiento que ponían los fines de nuestra vida más allá de la misma, (bien en un más allá espiritual o simplemente en un futuro mejor) se han derrumbado estrepitosamente, con violencia en muchos casos.

La consecuencia es que ya no creemos en las propias creencias, la espiritualidad se ha convertido en una disciplina a la carta, donde cada uno puede elegir lo que le convenga en el amplio mercadillo de las religiones, la ideología se ha vuelto blanda y amorfa, desprovista de contenido. Esto, por supuesto, nos ha vuelto más libres, ha reforzado nuestra individualidad y nos ha hecho estar menos condicionados por estructuras que gobiernen nuestros sentimientos, como antes lo hacían la iglesia y el estado; pero, en contrapartida, nos ha dejado solos ante muchos de los misterios que nos rodean, algunos de ellos, como la muerte, esenciales para definirnos a nosotros mismos.

La japonesa Naomi Kawase (Nara, 1969) se encontró en esa situación cuando Kawase Uno, tía de su madre y que había sido una especie de madre adoptiva tras convivir ambas tras el divorcio de sus padres, empezó a mostrar los síntomas de una demencia senil. “Me di cuenta de que no sólo era yo preocupándome por mi madre adoptiva, sino que en ocasiones ella me daba paz espiritual.” Sus interrogantes sobre los ritos del luto la llevaron a descubrir los funerales de la región de Tawara: “Me sorprendió la resistencia de una gente que está fuertemente conectada a los que se van, incluso tras la muerte. La gente del pueblo realiza un acto de enterramiento y réquiem por sus propios vecinos sin contar con servicios funerarios convencionales o comerciales de ningún tipo” El cementerio de la región se extiende por todo el bosque de Mogari (El bosque del luto en la traducción castellana del título), y las tumbas se encuentran integradas en la naturaleza, con arboles creciendo a sus pies y cubiertas por la maleza, como si los habitantes de la región buscasen que sus difuntos volviesen a integrarse en la naturaleza tras su muerte.

La naturaleza es, pues, la respuesta para Kawase, y la solución para nuestras derivas espirituales, volver a ella: “La naturaleza existe de manera pura, más allá de cualquier especulación humana. Hay una sensación de seguridad que puede ser abrazada a una escala enorme. En un soleado día de invierno, a menudo miro los árboles que se agitan con el viento y los pequeños capullos empezando a florecer. A veces me sorprendo derramando una lágrima por esta belleza. Cuando quiero expresar esta sensación de seguridad de ser abrazado por una fuerza que no es visible, utilizo imágenes de la naturaleza.” Consecuentemente, la puesta en escena se centra al principio en los campos, el bosque y la plantación de té que rodea al asilo, mientras que los personajes parecen desubicados, como si no acabasen de encontrar su lugar.

Para ello, Kawase alterna la cercanía de sus primeros planos con la distancia de planos generales. A medida que la película avanza y los personajes recorren el camino que les acerca a la liberación de su dolor, perdidos en el bosque, la cámara se detiene más en ellos, y su lugar en el espacio se hace más claro, como si fuesen descubriendo paulatinamente su papel dentro de la naturaleza que les rodea. Clave en la propuesta es la cámara de Hideyo Nakano, una cámara en mano que sigue de manera espontánea a los personajes, resultando suavemente abrupta sin perder nunca la elegancia de la composición, cómplice de la puesta en escena espontánea de Kawase, en la que nada parece preparado de antemano.

martes, 16 de octubre de 2007

Promesas del este

T.O: Eastern Promises
Director: David Cronenberg
Intérpretes: Viggo Mortensen, Naomi Watts, Vincent Cassel, Armin Mueller-Stahl
EEUU, 2007, 98 min.



La doctora interpretada por Naomi Watts se hace cargo de la hija que una prostituta rusa muerta en el parto deja en un hospital londinense, lo que le lleva a ponerse en contacto con un misterioso chófer interpretado por Viggo Mortensen. La niña es la excusa argumental para que entremos, de la mano de Watts, en el turbio mundo de los vori v zakone, una cerrada mafia rusa con un rígido código de conducta, y que, al igual que los yakuza, se distinguen por sus vistosos tatuajes. Desde un tranquilo restaurante étnico, Semyon, interpretado por Armin Mueller-Stahl, gobierna cómo un anciano rey en su trono. El problema es que el heredero, Kirill, (Vincent Cassel nunca ha estado mejor), no es muy de fiar. Maneja su homosexualidad reprimida con arrebatos de furia sádica o de un sentimentalismo bastante sospechoso. A su lado, Nikolai, interpretado de manera pétrea por Viggo Mortensen, parece más de fiar, una máquina siempre dispuesta a cumplir órdenes con eficacia. Además, aprovecha la atracción sexual que Kirill siente por él para manipularle, y así acercarse más al poder.

Reyes sin reina.
El guión de Steven Knight, firmante de “Dirty Pretty Things”, filmada por Stephen Frears y que se adentraba en submundos similares, sugiere temas candentes en la discusión social actual, sobre cómo la inmigración crea mundos cerrados dentro de culturas ajena, sobre el tráfico de seres humanos en sus diferentes formas, y cómo reacciona la clase media ante los horrores que ocurren a escasos metros de sus casas.



El enfoque seco y sinuoso de Cronenberg pone el acento, por el contrario, en temas más generales: una reflexión sobre la cotidianeidad del mal y las confusas fronteras morales. Para ello se apoya, al igual que en “Una historia de violencia”, el protagonismo de Viggo Mortensen, uno de los pocos actores del Hollywood actual capaces de afrontar esta clase de desafíos. Mortensen crea a un tipo de rostro impenetrable tallado en piedra, un enigma que al final de la película quedará irresuelto.

A estas alturas de su carrera, David Cronenberg ha depurado su estilo de una manera radical. Nada falta y nada está de más en una narración implacable. Ver a Armin Mueller-Stahl enseñándole a tocar el violín a una niña provoca tensión porque sabemos qué oculta debajo de esa afabilidad familiar. La debilidad de Vincent Cassel está a punto de provocarnos compasión hasta que recordamos el sadismo con que suele reaccionar a ella. La atmósfera, elaborada cuidadosamente por el habitual Peter Suschizski, consiste en una penumbra de tono ambarino que envuelve todos los ambientes, excepto los interiores de la casa familiar de Naomi Watts, que pertenece a otro mundo.

Cuerpos rigurosamente vigilados.
Cuando hablamos de Cronemberg, hablamos de una manera especial de filmar el cuerpo, y aunque ya no dé tanto trabajo como antes a los departamentos de maquillaje y caracterización, el cine del canadiense sigue siendo un fenómeno principalmente físico. En “Promesas del este” vemos cuerpos tatuados con una hoja de servicios criminal sobre la piel; el cuerpo vulnerable de un recién nacido abandonado en tierra extraña por una madre que murió buscando una vida distinta, algo mejor que la que le ofrecía su pequeño pueblo minero en Rusia; cuerpos ofrecidos como mercacía de placer que necesitan entonar una vieja canción infantil para seguir recordando que son humanos; el cuerpo congelado de un mafioso ejecutado, almacenado en un arcón industrial a la espera de que un profesional elimine sus señas de identidad; y el momento más espectacular, esa lucha cuerpo a cuerpo entre un Viggo Mortensen desnudo y dos matones con cazadoras de cuero negras y armados con cuchillos de linóleo curvos de la que el protagonista sale con unas cuantas cicatrices más, el precio de ascender al trono.

Para Cronenberg, el cuerpo y la mente son la misma cosa, el ser humano es primordialmente físico, y la identidad se expresa ante todo a flor de piel. “Mucha gente me ha dicho, y lo entiendo perfectamente, que la escena del baño turco les había parecido bizarramente erótica y que los había perturbado enormemente. Y me pareció fantástico, porque me parece que hay un componente erótico en el asesinato. Si te interesa, puedes ver decapitaciones en Internet y también films snuff. Lo puedes ver gracias a los extremistas islámicos. Y cuando lo ves, eso te genera sensaciones extrañas. Por un lado te enoja mucho, pero también te genera otras cosas. Muchas veces una decapitación parece una violación homosexual en grupo. Estoy seguro de que los extremistas islámicos jamás lo van a admitir, pero yo, que soy documentalista del alma humana, puedo verlo claramente. Si puedo transmitir algo de esa manera de ver las cosas a mi público, será estupendo. Es bueno que la gente sepa lo que un ser humano es capaz de hacer…”

domingo, 23 de septiembre de 2007

Naturaleza muerta



T.O.:Sansia Haoren
Director: Jia Zhang-Ke
Intérpretes: Tao Zhao, Han Sanming
China, 2006, 108'


El chino Jia Zhang Ke es uno de los directores encumbrados últimamente a la categoría de imprescindibles del cine contemporáneo por la mayor parte de la inteligentsia cinematográfica mundial, que últimamente está por los tiempos muertos y los silencios.
Su cine se caracteriza por un tono marcadamente político, enfocado especialmente a la crítica de la imagen oficial, tanto la estandarización holliwoodiense como el nacionalismo épico de los hace unos años idolatrados directores de la quinta generación, con sus dagas voladoras y flores doradas.

Distancia e ironía
La principal arma de Jia para ello es la ironía, el distanciamiento con el que observa la realidad. A los protagonistas de “Unknown pleasures” (Ren xiao yao, 2002), unos jóvenes con ínfulas rebeldes más o menos delictivas, les hubiera gustado que sus andanzas estuviesen filmadas con el brío y la energía de un Tony Scott o de un John Woo (por citar a un compatriota), en vez de eso, la cámara se mantiene alejada y generalmente inmóvil, para no perderse ningún detalle del poco alentador ambiente en el que viven, y rehúsa cualquier tentativa de identificación, manteniendo una distancia neutra desde la que se permite contemplar a los protagonistas con cierta sorna. Jia se centra en los momentos intrascendentes y se esmera en captar en sus rostros el aburrimiento. De esta manera, los aspirantes a rebeldes quedan reducidos simplemente a jóvenes aburridos y desubicados ante una china que se debate entre la fidelidad a sus tradiciones milenarias y las promesas del nuevo capitalismo, algunas de cuyas manifestaciones les parecen bastante excitantes, como por ejemplo, las películas de Tarantino.

En su película más reciente, “Naturaleza muerta” (Sanxia haoren, 2006), con la que ganó el Festival de Venecia del año pasado, el realizador enfoca su cámara hacia las obras de construcción de la presa de las tres gargantas, una de esas faraónicas obras de ingeniería civil con la que los países en vías de desarrollo intentan reivindicarse a menudo en el panorama internacional. A Jia debió de resultarle bastante atractivo que unas obras de construcción supusiesen, en realidad un enorme esfuerzo de demolición: más de 140 pueblos y ciudades han quedado sumergidos por las aguas, y casi dos millones de personas han tenido que ser desalojadas. La construcción de la presa es bastante sintomática del estado actual de la sociedad china, un país que como otros de la zona, duda dejarse seducir por las sirenas de la cultura occidental aún a costa de perder su personalidad. La peculiaridad china, a este respecto, es bastante notable, puesto que su apertura a un capitalismo cada vez más desenfrenado se ha llevado a cabo sin que el partido comunista deje el poder. Un poder, además totalmente centralizado, con lo que eso supone teniendo en cuenta la enorme extensión del territorio chino.

Paisaje y figuras
Jia Zhang Ke es, sobre todo, un paisajista. En sus películas, las composiciones se organizan en función del escenario, y los personajes figuran en ellas como si fueran en elemento más. En “The World” (Shijie, 2004), un parque temático a las afueras de Beijing donde el visitante puede recorres en escasas horas las principales maravillas del mundo (la torre Eiffel, el Tah-Mahal, las pirámides, etc) fielmente reproducidas a escala, funcionaba como escenario perfecto para poner en escena algunos de los interrogante provocados por ese fenómeno conocido como globalización. En “Naturaleza muerta”, la construcción de la presa ocupa una función similar: el propio lugar es en sí mismo un comentario sobre la china actual, y Jia se desplaza allí para intentar desentrañar sus paradojas. (Por desgracia, Jia no resulta tan gran retratista como paisajista, y sus personajes suelen tener la sempiterna inexpresividad que de un tiempo a esta parte se ha convertido en un cliché de profundidad y reflexión.)

Pero al contrario que esos cineastas ultramodernos que creen que basta con encender la cámara para que la verdad se revele por sí sola, Jia Zhang Ke es un aplicado explorador de la realidad, interesado en el aspecto más paradójico de ésta. La revelación, en su cine ocurre por el asombro ante lo imprevisible que ocurre en medio de la más absoluta cotidianeidad. O quizás sea esa cotidianeidad lo realmente imprevisible. El cine de Jia nos obliga a dudar de lo que consideramos habitual, de lo contrario, corremos el peligro de perder toda nuestra capacidad de asombro y asistir, como los protagonistas, absolutamente indiferentes, al vuelo de ovnis a edificios que despegan o al intento de un funambulista de cruzar el río Yang-Tse andando sobre un cable.

jueves, 6 de septiembre de 2007

"Death Proof"


Director: Quentin Tarantino.


Intérpretes: Kurt Russell, Rosario Dawson, Zoe Bell, Vanessa Ferlito, Tracey Horms.


EEUU, 2007, 114 min.
Si el fetichismo fuese tabú en nuestra cultura, “Death Proof”, la nueva película de Quentin Tarantino, sería lo más pornográfico que ha pasado por nuestras pantallas en muchos años: todo en ella obedece a la desviación del afecto hacia los objetos. Fetichismo automovilístico, fetichismo por los viejos discos de vinilo en una gramola vintage con los títulos de las canciones escritos a mano por el propio Tarantino, fetichismo por los pies femeninos, sensualmente mostrados ya desde la primera secuencia, y por último, lo mas importante: el fetichismo de la propia película como objeto físico, con sus rayas y suciedad, su condición de “copia frankenstein”, con una bobina en blanco y negro y otras con el color hiper-saturado, exhibiendo orgullosamente su condición de espectáculo de ínfima categoría.

La mitad del proyecto “Grindhouse” correspondiente al norteamericano es una revisión de un sub-sub-género típicamente norteamericano que floreció en los peores cines de sesión doble durante los años setenta: las películas de duelos al volante, como “Punto límite: cero” (“Vanishing Point”, Richard C. Sarafian, 1971, versión existencial) o “Los locos del Cannonball” (“Cannonball!” Paul Bartel, 1976, versión cafre). Por supuesto, Tarantino fagocita todos los tópicos del tema para elaborar una película que solo podría hacer él, esa especie de “collage pop” en el que parece haberse especializado tras “Kill Bill”. La película se centra en dos grupos de cuatro chicas cada uno que tienen un encuentro con Stuntman Mike, un psicópata armado con un coche “a prueba de muerte”, con el que se divierte estrellándose a 200 por hora contra sus víctimas.

Con la complicidad de un Kurt Russell dispuesto a reírse de si mismo, Tarantino crea un personaje opuesto a los míticos Snake Pillsen o Jack Burton que el actor interpretó a las órdenes de John Carpenter. El héroe macarra con chupa de cuero ha envejecido y se ha convertido en alguien que parece hecho a medida para ilustrar la palabra “rijoso”: ridículo con sus ínfulas de seductor y tipo duro mientras las chicas no dejan de mostrar su sensualidad naturalmente a su alrededor, y al que sólo le queda dar salida a sus pulsiones sexuales asesinando a chicas guapas con su Chevy Nova del 70. Pero con lo que no cuenta el bueno de Mike es que las chicas no sólo han comenzado a manejar los hilos en el terreno sexual; sino que también son capaces de derrotarle con sus mismas armas.

En el fondo, “Death Proof” es un cuento moral sobre el desconcierto masculino ante el cambio de los roles sexuales tradicionales, la caída de los atributos de la masculinidad, una película de coches, persecuciones y accidentes donde ellas tienen la última palabra. Todo ello al ritmo de una banda sonora tan espectacular como siempre, con el conocido talento de Tarantino para descubrir viejos temas que inexplicablemente no se convirtieron en clásicos. Como película de acción, “Death Proof” es tan sensual como una sinuosa y solitaria carretera de montaña.

martes, 19 de junio de 2007

Takeshis´


T.O: Takeshis'

Director: Takeshi Kitano.

Intérpretes: Beat Takeshi, Kotomi Kyono, Kayoko Kishimoto, Ren Osugi, Susumu Terajima.

Japón, 2005, 108'


Después del enorme éxito en Japón de su anterior película, “Zatoichi”, Takeshi Kitano recibió el consiguiente cheque en blanco de sus financieros para hacer lo que le viniera en gana. Así que decidió sacar el máximo partido a su parálisis facial interpretando a dos versiones de si mismo en esta comedia negra que trata de lo absurdo que resulta ser Kitano.

Por un lado tenemos a Beat Takeshi, famoso actor especializado en películas yakuza que suele resolver eliminando fríamente a todos sus oponentes, que resulta una parodia de la imagen pública del director, y por otra, Takeshi Kitano, modesto dependiente de supermercado con aspiraciones de actor y con sueños de emular a la gran estrella Beat Takeshi, un personaje que refleja lo que pudo ser de Kitano de no haberse hecho famoso con su grupo cómico unas décadas atrás. Y, para terminar, controlándolos a todos desde detrás de las imágenes, tenemos al tercer Takeshi, el Takeshi Kitano director, un bicho raro que ha evolucionado desde humorista popular hasta presentador de programas grotescos que le convirtieron en una celebridad, para luego dirigir e interpretar películas de género que hicieron de él la epítome de lo cool, y que por uno de esos giros del destino imposibles de prever, se vió considerado como auteur por la inteligentsia cinematográfica mundial, capaz de hacer una película como esta, que gira alrededor de sí mismo y de sus obsesiones personales.

La película, lejos de todo afán de trascendencia, es una muy divertida autoparodia repleta de ero-guro-nansensu, ese sentido de lo grotesco, lo absurdo y lo erótico que surgió en los años 20 como protesta ante la rigidez social y de las convenciones y que desde entonces se ha filtrado en toda la cultura japonesa, resurgiendo especialmente en los años 60 en el cine de género negro, del que Kitano es explícito deudor. Durante todo su metraje, Kitano ridiculiza todas las marcas de su estilo: los tiroteos imposibles en los que él solo se carga una mafia, los arranques melodramáticos tras los estallidos de violencia para reflejar la soledad del pistolero, los momentos de relajación en playas solitarias entre una matanza y otra….

PD: Si a alguien le parece demasiado la nueva propuesta de Kitano, que se vaya preparando porque la siguiente, “Kantoku! Banzai” promete ser todavía más absurda, visto el trailer japonés.


sábado, 9 de junio de 2007

Memorias de Queens

T.O: "A guide to recognizing your saints"
Dir:DitoMontiel.
Intérpetes: Chazz Palminteri, Shia LaBeouf, Melonie Diaz, Rosario Dawson, Robert Downey Jr.

EEUU, 2006, 98'


El denominado “cine independiente americano” (algún día nos pararemos a explicar qué tiene de independiente y en todo caso, qué mas da que lo sea) se diferencia de su homólogo Hollywoodiense por prestar a tención a grupos sociales que normalmente no tiene presencia en los medios de comunicación, y a problemáticas alejadas del debate propiciado por éstos. La convivencia entre diferentes grupos étnicos en una sociedad multicultural y la redefinición del concepto de familia tras la irrupción de diferentes opciones sexuales son los temas mas frecuentes en la programación de Sundance, el festival bandera de esta tendencia.

Para ello, los cineastas optan por los recursos más clásicos de la narración, especialmente buscando la identificación del espectador a través de historias de maduración personal generalmente autobiográficas, narradas con un tono claro y accesible, resaltando la autenticidad y cercanía con lo que se cuenta. En las últimas temporadas, “Raising Victor Vargas”, de Peter Sollet, sobre la adolescencia en los barrios latinos de Nueva York, “Transamerica”, de Duncan Tucker, sobre el encuentro de un adolescente con su padre, un transexual, antes de su operación, o “Quinceañera”, de Richard Glatzer y Wash Westmoreland, sobre el encuentro de diferentes culturas en un barrio de Los Ángeles, son ejemplos de esta tendencia.

“Memorias de Queens” cumple con todas estas características (De hecho fue cocinado en el Sundance Lab, en el que directores noveles con proyectos seleccionados son asesorados por cineastas más veteranos). Es la historia de la adolescencia de Dito Montiel en el áspero barrio de Queens, antes de abandonarlo para convertirse en modelo de Calvin Klein y autor de una autobiografía convertida en bestseller que ha dado pie a la película. En ésta, el narrador se lamenta por todo lo que dejó atrás, empezando por sus padres y siguiendo por sus amigos y también la chica de la que estaba enamorado.

Lo que hace destacar a “Memorias de Queens” de otros títulos parecidos es el énfasis en el tiempo y la memoria, a través de los recuerdos de un Montiel adulto que regresa a Queens años después y tras su éxito, para comprobar que es lo que queda del barrio en que creció y en que se han convertido las personas con las que compartió su adolescencia. La película se convierte en un discurso sobre la dificultad de abandonar las raices, así como lo duro que puede llegar a ser recuperarlas más tarde, por difíciles que hayan sido los orígenes de cada uno.

Como suele ocurrir en este tipo de cine, aquí hay lugar para que actores conocidos desplieguen sus no siempre bien aprovechadas capacidades: Chazz Palminteri, como el padre de Dito se convierte en la presencia más destacada, con Robert Downey Jr como Dito adulto y Rosario Dawson como su antiguo amor. Tambén, por supuesto, hay lugar para las caras nuevas, con Shia Labeouf intentando quitarse la imagen de ídolo infantil, y Melonie Diaz reemitiendo más o menos su papel en “Raising Victor Vargas”

sábado, 26 de mayo de 2007




"Zodiac"


Dir: David Fincher


Int: Mark Ruffalo, Jake Gyllenhall, Robert Downey Jr.


EEUU, 2007, 156'




1969. El Apolo XI alcanza la Luna. Charles Manson acaba con el sueño hippie con sus asesinatos. Mientras tanto, en San Francisco, meca de la contracultura y sede tan sólo un año antes del “verano del amor”, alguien intenta más modestamente encontrar su lugar dentro de la cultura popular. Asesinando a cinco personas entre diciembre de 1968 y octubre de 1969, sin dejar prácticamente pistas y sin que se haya podido descubrir su identidad hasta la fecha, los crímenes del “asesino del zodiaco” (como él mismo se presentaba) no son tan impresionantes como los de otros notorios asesinos en serie, como Harold Shipman, que aprovechó su profesión de médico para asesinar a 250 personas hasta que fue descubierto en 1989, o Ted Bundy, que terminó con la vida de decenas de compañeras de campus que tuvieran algún parecido con una novia que le había abandonado. Pero Zodiac destaca por su empleo de la “puesta en escena”, con su logotipo, su vestuario y su relación con los medios de comunicación. Aficionado a la notoriedad, no duda en mandar cartas a los periódicos de la región, con extraños criptogramas, e incluso disfruta de una aparición en televisión. En una de sus cartas, bromea sobre quien será el actor que le interprete en una posible película, pensamiento que ha pasado por la cabeza de la mayor parte de los criminales en masa recientes, incluyendo a los asesinos del instituto Columbine. (Estos querían a Spielberg o Tarantino como directores de la película). De esta manera, Zodiac redefine la figura del asesino para convertirlo en proveedor de contenidos para espectáculos, función que sigue desempeñando en la actualidad.

Por otra parte, el caso del “asesino del zodiaco” contribuyó a delinear el estereotipo del asesino en serie, figura que había existido desde siempre, pero que no conforma un arquetipo dentro de la cultura popular hasta esos años. El asesino en serie se presenta como una mutación del progreso, una persona culta, educada y sociable, pero que por debajo de esos rasgos presenta muestras de un atavismo que le resulta imposible de dominar, poniendo en cuestión la civilización en la que vive. A veces, es asesino en serie se presenta como fruto de las tensiones de la sociedad, bien como víctima de una situación injusta que le lleva al crimen o bien como resultado del odio por la sociedad que le rodea, a la que considera corrompida, lo que le llevará a iniciar una carrera de vengador indiscriminado. El “asesino en serie” es el espejo oscuro en el que se mira una sociedad cuyos valores giran alrededor del progreso, del éxito, de la exaltación de la individualidad.

“Zodiac”, la película, está basada en las investigaciones del policía David Toschi (Mark Ruffalo), el periodista de sucesos Paul Avery (Robert Downey Jr.) y el dibujante Robert Graysmith (Jake Gyllenhalll), que fue obsesionándose progresivamente por el caso hasta el punto de poner en peligro su vida privada. Así, evita la espectacularización de los crímenes y se centra en los hechos conocidos, las pistas falsas y las dudas que genera el caso. Parece como si David Fincher quisiera desprenderse de su imagen de wunderkind visual de Hollywood y labrarse una reputación de narrador sólido. En todo momento, su puesta en escena está atenta a los actores y a los detalles de caracterización, evitando los recursos típicos del género como utilizar el punto de vista del asesino, y optando por una narración lo más objetiva y transparente posible.

Para ello, el director se ha apoyado en el director de fotografía Harris Savides y en la cámara Thompson Viper Filmstream, capaz de capturar imágenes sin comprensión, en lo que es hoy día el sistema de filmación digital con más calidad. Los cineastas se han servido de este aparato para lograr la extrema definición de la película, en aras del realismo, lo que no impide que se haya trabajado la atmósfera, como es habitual en Fincher: destacan, a ese respecto, la escena del primer asesinato y la del secuestro de la mujer con el niño, quizá todavía más terrible, bajo un cielo de un gris plomizo que amenaza una tormenta inminente. La película tiene una textura que pretende recordar a los años setenta, con una gama de color en la que predominan los ocres, para lo que se ha tomado como referencia la obra de fotógrafos como Stephen Shore y William Eggleston.

Fincher, al igual que el otro gran creador del thriller contemporáneo, Michael Mann, es un director especialmente atento a la arquitectura de los espacios donde filma. Sus películas son paisajes urbanos contemporáneos, en las que inciden una y otra vez en la manera en la que el entorno influye en la vida de los personajes. Al principio de “Zodiac”, vemos a través de la ventanilla de un coche una panorámica sobre las viviendas de un tranquilo barrio residencial de San Francisco donde se celebran las festividades de 4 de Julio: Barbacoas en el jardín, fuegos artificiales, luces de fiesta…una imagen de “american way of life” que se impuso desde principios de los cincuenta: los suburbios como un lugar idílico donde la convivencia se alía con el progreso. Este mito estaba siendo puesto en cuestión por sucesos como la lucha por los derechos civiles, la resistencia contra la intervención norteamericana en Vietnam y los diferentes movimientos juveniles como el movimiento hippie, hasta llegar a esa especie de catarsis colectiva que supuso el caso “Watergate”. La ciudad se estaba transformando en un espacio para la alienación, en el que miles de individuos aislados intentan evitarse mientras desarrollan su frenético día a día. La película termina en una sala de espera de un aeropuerto, uno de esos no-espacios tan comunes en la arquitectura actual, lugares de paso idénticos unos a otros aunque se encuentren a miles de kilómetros de distancia, y entre un lugar y otro, la película ha levantado acta de esta transformación de una ciudad y del modo de habitarla.

El asesino en serie podía ser un personaje marginal dentro del espacio mítico de la comunidad suburbial de los cincuenta, (Como se puede ver en varios episodios de la influyente serie “Twiligh Zone”, y es que por muy edénico que sea un espacio, siempre tendrá sus amenazas exteriores, sean los ovnis, los comunistas o ciertos ciudadanos perturbados) pero desde luego, se mueve a sus anchas en las urbes modernas: la paranoia creciente y la desconfianza de cada individuo por sus conciudadanos hacen aumentar el mito. “Zodiac” toma nota de esas transformaciones de una manera casi notarial, siempre mostrando la evolución de la sociedad en segundo término, a través de la utilización de la música, por ejemplo, a través de la cual van apareciendo los distintos temas sociales que no se mencionan explícitamente en la película. De esta manera, la crónica de la investigación de un asesinato se convierte en la narración de la transformación de unos hechos reales en un mito moderno, paralelo a la evolución de una sociedad que transforma sus formas de relación a través de una pérdida colectiva de la inocencia. Uno de los más grandes ejemplos del thriller de esta década.

jueves, 10 de mayo de 2007

Keane


Director: Lodge Kerrigan
Intérpretes: Damian Lewis, Abigail Breslin.
USA, 2004. 100’

Últimamente, se detecta en las pantallas de los festivales (y ocasionalmente en las de los cines), una cierta corriente entre conductista y trascendental, con claras reminiscencias bressonianas, que busca filmar la existencia de las Cosa en Sí para intentar captar la trascendencia de su propia realidad, por así decirlo. Debe ser una reacción a la pérdida de vigencia de los relatos clásicos, una vez puesta al descubierto toda su tramoya conceptual y su condicionamiento ideológico, pero este aspecto requiere una reflexión mas profunda, desde luego.

El caso es que este tipo de propuestas suelen caer en lo contrario de lo que pretenden, es decir, en la intrascendencia, en la nadería, mostrando la revelación de auténticas banalidades, como que la vida urbana es alienante, por ejemplo, cosa que sabe cualquiera que salga a menudo a la calle. Y es que hay que hilar muy fino manejando un estilo tan despojado, para alcanzar una verdadera expresividad con tan pocos discursos.

“Keane” se salva de la quema por la notoria ambigüedad con la que Lodge Kerrigan narra las andanzas de su protagonista, un vagabundo con problemas psiquiátricos que deambula por la estación de Port Autorithy de Nueva York buscando a su hija desaparecida, sin que en ningún momento estemos seguros de que la niña existe realmente, ni que intenciones tiene con la hija de una mujer divorciada y alcohólica de la que se hace amigo.

De esta manera, la película nos presenta un personaje cuya inocencia nos puede revelar un lado más oscuro, alguien de quien dudamos si considerar un ángel o un monstruo, aunque al final quizá lo que se nos está planteando es que ambas cosas sean idénticas.
Por la habilidad con la que Kerrigan plantea estas cuestione, y también por la excepcional interpretación de Damián Lewis en el papel protagonista, merece la pena prestarle atención a esta película.

lunes, 16 de abril de 2007

Robert Altman (y II)


El fracaso de “Popeye” le sugirió a Altman que era hora de un cambio de aires, y decidió irse a Nueva York a trabajar en el teatro. Indirectamente, eso le llevó a filmar algunas de las obras que había montado, con pequeños equipos. Este modo de trabajo le permitió tomarse mayores libertades expresivas, sin embargo, ninguna de las obras con las que trabajó fue especialmente destacada, por lo que estos trabajos no se movieron más allá de un reducido espacio. Con excepción, quizá, de “Secret Honor”, monólogo de Donald Freed y Arthur M. Stone en el que Phillip Baker Hall interpreta a Richard Nixon la noche antes de destaparse el escándalo Watergate. Sus otros trabajos destacados de esa década son en televisión. “Tanner on tanner” traslada el método Altman a la política, siguiendo las andanzas del congresista Jack Tanner en su empeño de ser el candidato demócrata a la presidencia, mientras su hija Alex realiza un documental sobre su figura. La novedad aquí es que el rodaje se realizó durante la auténtica campaña, y delante de la cámara de Alex pasan auténticas figuras de la política de la época. De esta manera, la habitual sátira altmaniana se combina con el documental. En “Vincent y Theo”, de producción europea, repasa la relación entre el famoso pintor Vincent Van Gogh y su hermano.

Pero tras pasar una temporada a la sombra, Altman no tardaría en volver a la primera del cine mundial. La razón era que sus innovaciones dramáticas y estilísticas de los 70 habían sido asumidas en gran medida por el cine de Hollywood y la televisión “de prestige”. Por otra parte, su actitud outsider y el contenido ácido y crítico de sus películas le convirtieron en el cineasta emblema de toda una nueva generación de cineastas (más o menos) independientes surgidos a partir de la década de los 90, como Paul Thomas Anderson y David O. Russell. Es más, la característica narrativa Altmaniana de historias entrecruzadas y dramas corales prácticamente se convierte en un cliché en la primera década del siglo XXI, como muestran títulos como Babel, Crash, Syriana, etc.

Y Altman regresó en plena forma, con dos de sus películas más memorables, “El juego de Hollywood” (1991) y “Vidas cruzadas” (1993). La primera era una sátira del mundillo del cine, en el que aparte del impresionante reparto aparecen numerosas estrellas interpretándose a si mismas. La película chorrea mala leche, aunque a Altman se ocurre decir que en realidad es una comedia amable, y el Hollywood real es infinitamente peor. “Vidas cruzadas” lleva un título que podían llevar casi todas las películas de Altman, y de hecho, se trata casi de un compendio de su obra. Está basado en relatos del escritor Raymond Carver, creador del llamado realismo sucio, con el que, a través de una técnica despojada, pone de relieve el vacío de la vida cotidiana, un material que le viene como un guante al estilo de Altman. En vez de ampliar un relato, Altman decide coger nueve de ellos y un poema y entrecruzarlos, creando un caleidoscopio de vidas cuyo único nexo en común es vivir en Los Ángeles y cruzarse de vez en cuando. Con otro de sus repartos estelares (según Altman, utiliza actores muy conocidos porque de otra manera, con tantos personajes, el público podría olvidarse de sus caras), la película lleva casi hasta sus últimas consecuencias el vaciado dramático, con especial atención a la captación de los gestos menos relevantes (que otros llamarían vulgares).

Tras esas dos películas Altman se sentó cómodamente en su sillón del Olimpo, disfrutando de su nueva condición de viejo maestro, que le permitía hacer a su manera proyectos más o menos extravagantes, con su habitual irregularidad en los resultados, con la red de seguridad que le daba su condición de Leyenda Americana, sección Rebeldes e Inconformistas. Tras el fiasco de “Pret-a-porter” (1994), comedia sin demasiada gracia sobre el mundillo de la moda, se resarce con “Kansas City” (1996), en la que compone un fresco a partir de sus recuerdos infantiles de la ciudad en la que nació y su pasión por el mundo del Jazz. La película es una de las manifestaciones más explícitas de la manera que tiene Altman de entender la relación entre la música y el cine, puesta de manifiesto, además en “Nashville” y en “El último show”. Para Altman, la música no ejerce solo de acompañamiento, sinó que conforma la estructura de sus películas. Cada uno de los personajes sería un instrumento solista que, a partir de una melodía, improvisaría e iría evolucionando la pieza en colaboración con los otros personajes. De esta manera, el nutrido tapiz dramático altmaniano tiene un claro paralelismo con la sonoridad de una pieza jazzistica, con su desarrollo aparentemente caprichoso y una enorme sensación de libertad. En “Kansas city”, este planteamiento es evidente a través del paralelismo que se establece entre la historia del personaje de Jennifer Jason Leigh, una mujer que intenta liberar a su marido, secuestrado por unos matones; y la evolución de las actuaciones de unos músicos en un club de Jazz, con momentos tan increíbles como la batalla entre los saxos solistas.

Con “La fortuna de cookie”, Altman tocó un palo que no había probado antes. Se trata de una tierna y sencilla historia sobre la vida de unos extravagantes personajes en un pequeño pueblo del sur que da un paso más en la reconciliación con sus raíces que comenzaría con “Kansas City” y culminaría con “El último show” (2006). Por una vez la mirada de Altman se hace tierna y desaparece su humor agrio habitual. La muerte también hace acto de presencia, quizá como consecuencia de los problemas de corazón del director, que le llevaron a tener que recurrir a un trasplante dos años antes. El mayor éxito de sus últimos años lo consiguió con “Gosford Park” (2001), sátira sobre las convenciones clasistas británicas con elementos sacados de Ágata Christie, las producciones de qualité de la BBC o de Merchant/Ivory, todo ello aliñado con unas ácidas gotas de “La regla del juego”, el clásico de Renoir. El impresionante reparto de primeras figuras de la escena británica hizo a la película conectar con el público y la academia, pero por lo demás, formalmente es 100% altmaniana, el norteamericano se deleita defraudando las expectativas del público, desvelando falsas apariencias que recubren otras falsas apariencias, ironizando sobre la poca importancia de los asuntos graves y la trascendencia de los pequeños detalles.

Su última película, “El último show” (2006), estrenada hace apenas un mes en nuestro país, reafirma esa tendencia hacia la reconciliación con su país a la vez que aparece una insospechada vena humanista en el tratamiento de los personajes. Basada en un famoso programa de radio, “The Prairie Home Companion”, que parodia los típicos espectáculos radiofónicos propios de los años 40, con un presentador de verbo incontenible y actuaciones en directo de música folk, Altman la convierte en una meditación serena sobre la muerte, que aparece incluso en pantalla bajo los rasgos poco amenazantes de Virginia Madsen. El show está en sus últimos minutos, amenazado por una corporación que ha comprado, la emisora que lo emite, pero sus responsables no saben otra cosa que seguir con sus números, como si no hubiese mejor manera de morir que haciendo lo que mejor sabe hacer cada uno. La película es una celebración de la vida a través de la rememoración de las cosas buenas que se pierden, como los cowboys cantantes y los anuncios cantados de pastel de ruibarbo. Difícilmente imaginar una despedida mejor, estando además acompañado de talentos como los de Lily Tomlin, Glenn Close, Kevin Kline, John C. Reilly, Woody Harrelson, Tommy Lee Jones y el resto de la banda.

martes, 20 de marzo de 2007

Robert Altman (I)




El caso de Robert Altman es singular dentro del cine norteamericano. Considerado una de las figuras mas importantes del “new hollywood” que renovó el cine USA de los 70, conoció el éxito y la notoriedad cuando ya contaba con mas de 40 años, y al contrario del resto de sus coetáneos como Scorsese, Coppola, Spielberg, Bogdanovich, De Palma, Friedkin, etc, no era un cinéfilo empedernido, y poco tienen que ver sus películas con las de este grupo de jóvenes mas o menos rebeldes junto a los que se le suele colocar en la historia del cine. Cineasta irregular, su importancia es mas reconocida dentro de los Estados Unidos que fuera de sus fronteras, prueba de ello es la influencia que ha tenido en la generación independiente de los años 90, reconocimiento al que no es ajeno su carácter contestatario y provocador.

Nacido en Kansas dentro de una familia prominente de la ciudad, la infancia de Altman transcurrió entre ambientes de country club y campos de golf. Su padre era el modelo de hombre de negocios sureño, alcohólico, putero, jugador y con una actitud de macho bravucón que se convertiría en una referencia para Altman durante toda su vida. La segunda guerra mundial fue la primera ocasión en la que el joven salió de su ciudad natal: se alistó en la fuerza aerea y sirvió como copiloto en los ataques norteamericanos contra Japón. Volvió de allí con la vaga idea de ser escritor y con una fascinación por el mundo de Hollywood, adonde se fue a buscar su oportunidad. No la encontró, y de vuelta a Kansas, encontró trabajo en una compañía de películas publicitarias e industriales, donde aprendió el oficio.

Con ese bagaje, volvió a Los Ángeles seis años después, y esta vez encontró trabajo como director de televisión, ocupación que mantendría durante los siguientes diez años.
Pasó por programas como “Alfred Hitchcook presenta”, “The Whirlybirds”, “Maverick”, “Bonanza”, “Hawayian Eye” y “Combat”, producida por él mismo. Su trabajo en esa etapa se caracteriza por su constante pelea por desarrollar métodos innovadores en formatos rígidos, que no le motivaban en absoluto. Su explosivo carácter ya dejó huella en esa época, protagonizando desagradables enfrentamientos con cualquiera que se le pusiera por delante. Entonces fue cuando conoció a uno de sus colaboradores habituales, Tommy Thompson, su primer ayudante de dirección desde entonces hasta su muerte durante el rodaje de “The Company” en 2003. Thompson recordaba la rutina de un día de rodaje: “Yo lo metía en la ducha, lo vestía, bajábamos al coche e íbamos al lugar donde estuviéramos rodando. Él se sentaba en una silla alta de director, yo me quedaba de pie detrás. Mientras ensayaban, Bob se quedaba dormido y yo le daba un codazo; se despertaba y decía “¿Qué tal estuvo?”. Yo le decía “¡Que lo repitan!” Y él decía “De acuerdo, venga, a repetir”. Y volvía a quedarse dormido. Yo le daba un codazo y le decía “Que corten” “Corten” “Diles que vayan más rápido” “Más rápido, chicos”. Y así nos pasábamos el día”

Después de hacer dos películas sin ninguna repercusión “That cold day in the park” y “Countdown”, a Altman le salió la escalera de color cuando le llegó el guión de “Mash”, una sátira bélica sobre la participación americana en Vietnam, escrita por un guionista de izquierdas que acababa de salir de la lista negra, Ring Lardner Jr. La historia consistía en las peripecias de una unidad médica del ejército más preocupada por verle las tetas a la enfermera y tomarle el pelo a sus superiores que en conceptos como el honor o el heroísmo. Con el tratamiento que le dio a ese material, Altman comenzó a forjar su estilo personal. Decidió que todos los personajes iban a estar en todas las escenas, y amplió las frases de muchos de ellos, convirtiendo la narración en un tapiz discontinuo en el que las historias de unos y otros se entrecruzan. El diálogo de unos tapa al de otros, ensuciando las pistas de sonido, un procedimiento que ya se había hecho antes (En “Luna nueva”, de Howard Hawks, por ejemplo, o, sin ir mas lejos, en casi todas las películas de Luis García Berlanga), pero que Altman convirtió en una de las señas de identidad de su estilo. La cámara se libera también, con un encuadre fluido y libre, sin poner énfasis ni prestar atención a nada en concreto. “MASH” era posiblemente una de las visiones mas divertidas de la guerra, pero no por ello dejaba de ser amarga ni, desde luego nihilista.

La película capturaba completamente el espíritu contestatario y rebelde de la época, por lo que fue un gran éxito, circunstancia que no se volvió a repetir en la carrera de Altman. Además, ganó la Palma de Oro en el festival de Cannes, con lo que Altman se convirtió en uno de los directores mas valorados en Hollywood. Warren Beatty, una de las estrellas mas poderosas de la época, lo eligió para llevar a cabo “Los vividores”, un western al uso crepuscular de la época, cortado a medida del actor y de Julie Christie, interés romántico de Beatty dentro y fuera de la pantalla. Por supuesto, dos cineastas con personalidades tan fuertes e ideas tan claras no podían dejar de chocar, y las peleas entre Altman y Beatty fueron legendarias. Para empezar, Altman elimina de la película todos los elementos que la harían reconocible como western, comenzando por el vestuario y la escenografía. Excepto el personaje de Keith Carradine, todos van vestidos con ropas europeas, y hablan con acentos alemanes, suecos, etc, como corresponde a inmigrantes de primera generación. Hay nieve en vez de arena, y la imagen es lo más sucia posible: para conseguirlo, Altman y su director de fotografía Vilmos Zgismond hicieron un velado controlado del negativo antes del revelado. Con el uso del zoom, Altman lograba un encuadre constantemente dinámico, a la vez que despistaba a los actores, que nunca sabían si estaban en primer plano o solo eran una figura entre la multitud, consiguiendo de esta manera interpretaciones mas ingrávidas. En “Los vividores”, Altman llevó tan lejos la idea de ensuciar las pistas de audio que el diálogo de la película era prácticamente inaudible. Beatty creyó que esa fue la causa de su fracaso: “Si yo fuera el productor, habría matado a Robert Altman”

El simple y tópico argumento de la película (Un extraño con oscuro pasado llega a un pequeño pueblo minero donde se enamora de una puta de buen corazón) permitió a Altman concentrarse más en la atmósfera que en la narración, más en el fondo que en los primeros términos. Eliminando todos los elementos que la harían reconocible como western, Altman convirtió “Los vividores” en una balada fúnebre, perfectamente punteada por canciones de Leonard Cohen, en la que el destino trágico de los protagonistas está presente desde el primer plano. Es una obra maestra, pero su carácter oscuro, lento y experimental la alejó del público.

Tras in intento de elaborar un drama bergmaniano, “Imágenes”, Altman recibió la propuesta de adaptar “El largo adiós”, clásico de la novela negra de Raymond Chandler protagonizado por el detective mas famoso del género, Philip Marlowe. Todo lo que fuese un género canónico no le interesaba a Altman, pero en el guión, Leigh Brackett, escritora conocida por sus novelas pulp de ciencia-ficción y que había sido colaboradora habitual de Howard Hawks (Había escrito, entre otra, “El sueño eterno”, la mas famosa adaptación de Chandler con Bogart como Marlowe), hacía que Marlowe disparase al final contra el amigo que le había traicionado. “Estaba tan lejos de lo que se esperaba de Marlowe que dije: Haré la película, pero no se puede cambiar ese final, debe estar en el contrato.”. La idea de elegir a Elliot Gould para interpretar a Marlowe tampoco era demasiado ortodoxa, pero Altman no se proponía hacer un film noir al uso, sinó una sátira de la vida en Los Ángeles, actualizando la época de la novela, no así el personaje del detective, que está constantemente fuera de lugar en un mundo que no comprende.
En “El largo adiós”, la cámara no permanece quieta ni un momento, vagando de personaje a personaje, del primer plano al fondo. La cámara de Altman se había mostrado bastante inquieta en todas sus películas, pero es en esta donde se perfecciona el singular punto de vista del director: una omnisciencia caprichosa más atenta a nimiedades reveladoras que al centro del drama, en el caso de que lo haya. Por supuesto, Altman se divertía mucho demoliendo uno de los mitos fundacionales de la identidad masculina norteamericana, lo que hizo que llovieran ataques por parte del establishment cultural.

Si sus anteriores películas se distanciaban de sus géneros, “Nahsville” entra dentro de lo que podríamos llamar el género Altman: una cosmovisión heterogénea de un grupo de personas cuyas vidas se entrecruzan, sobre las que se posa una mirada satírica sobre la sociedad norteamericana. En este caso, aspirantes a cantantes que llegan con una guitarra y sus sueños a la capital del country a hacer fortuna. De fondo, el escándalo Watergate, y un poco mas allá, el asesinato de Kennedy. Altman hizo que cada actor compusiera y cantara sus propias canciones, porque se trataba de mostrar a músicos ingenuos, voluntariosos y torpes. Al frente de todo eso, puso a Geraldine Chaplin interpretando a una dudosa reportera de la BBC, que sirve de “guía turístico” entre la maraña de hilos narrativos de la película. Sería un recurso característico de las narraciones caleidoscópicas altmanianas, un personaje que sirve de unión entre los diferentes mundos que componen la narración, a veces muy separados entre si. Desarrolló una mesa de mezclas de dieciséis pistas con el fin de que cada personaje que apareciese en la escena fuese grabado con su correspondiente micrófono, y así elegir libremente lo que quería en la mezcla de la película. De esta manera, con la cámara moviéndose en total libertad y el sonido fluyendo caprichosamente, Altman culmina la búsqueda formal que había comenzado con MASH y crea su estilo más distintivo. Excepto para experimentos poco afortunados, no se saldría del mismo el resto de su carrera.

La película tuvo un gran éxito, y fue nominada a cuatro oscars, pero también señaló un punto de inflexión importante en la carrera de Altman. 1975 fue el año de “Tiburón” y “La guerra de las galaxias” estaba al caer: la segunda mitad de los años setenta no fue tan favorable como lo había sido la primera para los cineastas rebeldes e inconformistas. La carrera de Altman se fue diluyendo en trabajos menos importantes que fueron recibidos generalmente con indiferencia. Su propia irregularidad tampoco ayudaba, y menos que diese a veces la impresión de desentenderse demasiado del material que rodaba, como ocurre en “Buffalo Bill y los indios” (1976), donde la desmitificación de la conquista del oeste parece demasiado forzada. Sus experimentos narrativos como “Quinteto” tampo le salieron demasiado bien. Algunos de los títulos de esa época conservan los recursos del Altman más fresco como “Una boda”, pero la novedad ya no estaba ahí. “Popeye” pudo ser el intento de Altman de formar parte de Hollywood más espectacular que se avecinaba, pero en todo caso terminó en fracaso. A principios de la década de los 80 el director se vió desahuciado de Hollywood y se fue a Nueva York, a afrontar proyectos ultraindependientes. Pero la huella que había dejado fue seguida por las nuevas generaciones de cineastas independientes, y Altman pudo reclamar un lugar protagonista en el cine americano a principios de los 90.

martes, 6 de marzo de 2007

The Host


Dirección: Bong Joon-ho

Intérpretes: Song Kang-ho, Byun Hee-bong, Park Hae-il.

Corea del sur, 2006, 120'


La revelación de la pasada edición del Festival de Cannes fue esta cinta coreana de terror, que luego se convirtió en un impresionante éxito en su país de origen. La repercusión y las buenas críticas que ha tenido colocan a su director, Bong Joon-ho, en la primera plana de la actualidad cinematográfica mundial.

En su anterior película, “Memories of murder”, Bong narraba la investigación de un famoso caso criminal de su país a la vez que en tono de comedia negra y sin salirse del género, reflexionaba sobre la evolución histórica de la sociedad coreana, su paso de la dictadura militar de los ochenta a la democracia capitalista. En “The Host”, toma prestado el género de las películas de monstruos, con un ojo puesto en Godzilla y otro en Shyamalan/Spielberg para desarrollar otra comedia negra que deja bien claro lo que podemos esperar de las instituciones en el poder en un caso de emergencia.

La criatura surge debido a una mutación provocada por la mala costumbre de algunos de tirar porquerías al río, y deja claro ya desde el principio que no ha venido con muy buenas intenciones. Cuando la bestia se lleva a la pequeña Hyun-seo, su familia descubrirá que tendrán que ser ellos los que la encuentren y acaben con el monstruo, ya que las autoridades coreanas y norteamericanas están demasiado ocupadas escenificando el consiguiente yo-no-he-sido para la opinión pública internacional. Por supuesto, todo esto tiene las obvias implicaciones sobre la actualidad política, pero el film de Bong va mas allá de eso, demostrando una envidiable capacidad para cambiar de género, pasando de la comedia a la pura aventura y de ahí a la sátira o el terror a veces en la misma escena.

El bicho, diseñado por Jang Hee-chul, un creador de videojuegos, ya muestra con su extravagante aspecto por donde van los tiros. Una mezcla de dinosaurio y calamar, tan feo como torpe, que se mueve de manera patosa y que cuenta como rasgos distintivos con un sistema digestivo muy original, que le permite guardarse comida en el esófago sin digerirla y una larga cola multiusos que parece tener vida propia, resulta tan aterrador como ridículo. La animación de la criatura está a cargo de las empresas Weta Digital y The Orphanage, lo que garantiza un acabado técnicamente perfecto.

Bong vuelve a mostrarse como uno de los creadores de imágenes más potentes del cine actual, y la película es un espectáculo irreprochable. Su estilo es el opuesto del habitual en la clase de blockbuster americanos a los que el argumento puede recordar: usa especialmente planos generales, con coreografías dramáticas de la acción y un montaje menos frenético de lo habitual, alargando los planos para crear inquietud; emplea irónicamente el punto de vista para jugar de manera cómplice con las expectativas del espectador… Resulta ejemplar el aprovechamiento de la pantalla panorámica, mediante unas composiciones siempre dinámicas.

En ese sentido son especialmente brillantes las escenas que muestran al monstruo moviéndose por debajo del puente, o uno de las secuencias prólogo, el que un suicida a punto de tirarse al río es uno de los primeros en divisar a la criatura, por no mencionar la brillante secuencia final, en un paisaje helado, que deja abiertas todas las dudas sobre el futuro de los personajes.

martes, 27 de febrero de 2007

INLAND EMPIRE


"INLAND EMPIRE"
Dirección: David Lynch
Intérpretes: Laura Dern, Jeremy Irons, Justin Theroux, Harry Dean Stanton, Grace Zabriskie.
EEUU, 2006. 180'


Según cuenta en varias entrevistas, lo que mas le fascinó a David Lynch durante su estancia en México rodando “Dune” para Dino de Laurentiis fue contemplar la parte trasera de los decorados. En “Inland Empire”, su segunda reflexión sobre Hollywood tras “Mulholland Dr.”, retoma esa obsesión, desarrollando la historia entre las bambalinas de un rodaje. Protagonizada por Laura Dern en el papel de una actriz con el poco afortunado nombre de Nikki Grace, que acepta un papel en una película basada en una historia maldita: un anterior intento de llevarla a la pantalla terminó cuando los protagonistas fueron brutalmente asesinados. Como en anteriores viajes por territorio Lynch, la escisión de personalidad hará acto de presencia, y Nikki se confundirá con Susan Blue, el personaje que interpreta en un curioso melodrama sobre el adulterio que lleva el poético título de “On high and blue tomorrows”. A partir de ahí, la película se disocia de si misma, y se convierte en una sucesión de escenas que parecen funcionar en varios niveles de narración, sin que queden claros los limites que separan unos de otros.

El fantasma de Hollywood.
Cuando Lynch señala a Hollywood, no lo hace hacia el lugar físico, el barrio de Los Angeles que se ha convertido en el emblema de la industria del cine. A Lynch le interesa más bien el mito de Hollywood, ese lugar donde se construyen las historias, el gran narrador universal que provee de fantasía a todo el mundo. El lugar al que van las protagonistas de “Mulholland Dr.”, soñando con formar parte de esas fantasías, para descubrir la contradicción de querer vivir emociones en mundo hecho de imágenes. En “Inland Empire”, el realizador da un paso más y se cuestiona sobre el propio proceso de la narración. Cuando Nikki traspasa el límite de los decorados y se introduce en el “otro lado” se convierte en la protagonista no de una historia, sino de la creación de esa historia.

“Inland Empire” es un territorio flotante, difuso, en el que nos encontramos fragmentos de la vida de la actriz, del personaje, de sus proyecciones personales sobre ese personaje, de una anterior encarnación de ese mismo personaje, de la vida de la espectadora que ve la película, de sus proyecciones sobre el personaje interpretado por la actriz, y la transformación/catarsis que éste le revela. Por supuesto, todos estos niveles se desarrollan de una manera libre, sin causalidad ni continuidad espacio-temporal, aunque la película no deje de proponer de manera caprichosa extraños lazos entre ellos. Lo fundamental es el rol que da Lynch a la participación del espectador en la película, tanto dentro de la pantalla como fuera. Casi podríamos decir que en esta película el público es un personaje más, tan perdido como Laura Dern entre sueños y visiones propias y ajenas, y tan activo como ella buscando una explicación a todo lo que le rodea.

Improvisación
Para llegar a esa construcción Lynch ha desarrollado un proceso de trabajo diferente, partiendo de la improvisación, junto a su amiga Laura Dern, de escenas aisladas que luego descubrió que podía integrar en un conjunto. Ésta práctica es similar a la de sus creacciones experimentales para Internet, ya que al principio pensó que el proyecto podía encajar en su web de pago, www.davidlynch.com.

El uso de una cámara digital de baja definición realza la extrañeza de las imágenes. Lynch filma en primeros planos cercanísimos para aprovechar toda la distorsión que le proporciona el gran angular, fuerza la textura del video para que resulte más o menos granulosa según le interese, y no duda en utilizar el foco autómatico, con las imprecisiones en el enfoque que conlleva. El resultado es una imagen densa, casi opaca, muchas veces puesta al servicio de un diálogo prácticamente ininteligible, que además varía notablemente entre escena y escena, proporcionando un aspecto visual tan caprichoso como la propia trama.

A pesar de toda su densidad y gravedad, “Inland Empire” no deja de ser, como el resto de las películas de su director, irónica y juguetona. Lynch juega con la comprensibilidad de la historia y con las expectativas del espectador, creando pistas falsas y derivaciones de la trayectoria principal, ecos y repeticiones. Los personajes no dejan de preguntarse dónde demonios están, estallidos musicales cambian repentinamente el tono de la película, y Lynch demuestra que con sólo un decorado con sofá y unas risas de lata se puede hacer una sit-com. La mejor muestra de ello es el sorprendente estallido final al ritmo de “Sinnerman” de Nina Simone, y su desfile de fantasias, donde sólo falta que aparezca el propio Lynch, como una criatura más de la película.

sábado, 10 de febrero de 2007

Maria Antonieta


"Marie Antoinette"
Dirección: Sofia Coppola
Intérpretes: Kirsten Dunst, Marianne Faithful, Jason Schwartzman, Rip Torn, Judy Davis.
EEUU, 2006. 123 min.
En su excelente estudio sobre la moda “El imperio de lo efímero”, el sociólogo francés Gilles Lipovetsky señala que la práctica de ese fenómeno social, es decir, el cambio constante, la renovación por placer, la exacerbación de la individualidad a través del capricho, la frivolidad como manifestación exacerbada de la subjetividad, nacido históricamente a finales de la edad media, cuando el humanismo se abría paso proponiendo el antropocentrismo, se desarrolló primero en las capas aristocráticas de la sociedad, liberadas por sus privilegios del trabajo, y con el tiempo y el dinero suficiente para desarrollar un sistema social de frivolidad, diversión y placer que mas tarde, y con diferentes avatares de la historia, alcanzaría a todas las clases e incluso a todas las formas de relación. Si seguimos ese análisis, la “Maria Antonieta” que nos presenta Sofia Coppola en su nueva propuesta es la antecesora de la hedonista juventud actual, lo que explica gran parte del interés de Coppola por el personaje y las novedades de su propuesta.

La tercera película de la realizadora norteamericana continua, como se ha señalado abundantemente, en la línea de sus dos anteriores trabajos, “Las vírgenes suicidas” (“The virgen suicides”, 1999) y “Lost in translation” (2003), centrando sus intereses en adolescentes (o post-adolescentes) que tratan de encontrar su propia individualidad a la vez que sienten la angustia de tener que madurar. Pero su nueva propuesta es mucho más compleja que las anteriores, permitiendo varias lecturas complementarias, sin que ninguna de ellas anule a las otras. Podemos hacer abstracción de todo lo que sabemos del personaje histórico, y ver la película como si fuera un “Lost in Versalles”, con una atolondrada e impetuosa adolescente austriaca intentando adaptarse a la corte francesa mientras va descubriendo qué es lo que se espera de ella y que es lo que ella quiere en realidad. Por otra parte, podemos verla como una puesta al día del melodrama histórico cortesano tomando prestados los elementos kitch del movimiento neo-romantico de los años 80, como si estuviéramos viendo una nueva versión del videoclip de “Viena”, de Ultravox, ambientado en la Francia pre-revolucionaria. También podemos hacer caso al juego de paralelismos entre las reglas del juego cortesano y la sociedad donde vive la mayor parte del público al que se dirige la película, y entenderla como un juego de espejos sobre la frivolidad y la inconsciencia. En este caso, nos encontraríamos con el fuera de campo mas grande de la historia del cine, ese que todos conocemos por los libros de historia y que sólo aparece en pantalla fugazmente, en el clímax de la película, cuando la protagonista debe enfrentarse a todo lo que ha ignorado hasta entonces.

Por supuesto, tal variedad de enfoques complementarios no resulta lo usual cuando el cine más o menos convencional se acerca a una figura histórica de tal calado, y eso ha provocado el desconcierto del público ante la propuesta, ya sea por la ligereza con que se acerca Coppola a un momento histórico que comúnmente se considera como el inicio de la edad contemporánea, o bien por el extrañamiento de ver a los aristócratas dieciochescos repetir ceremonias sociales mas propias de la posmodernidad, como esa fiesta de disfraces al ritmo de Siouxie and the Banshees. Para dar cuerpo a tan poliédrico acercamiento, la californiana huye de las estrategias habituales una vez más, elaborando un acercamiento impresionista con escenas levemente conectadas, privilegiando tres elementos expresivos: por un lado, la gestualidad, el modo de expresión a través del que la protagonista expresa toda su inocencia, que la directora amplifica pegando la cámara como una lupa al rostro de una Kristen Dunst en estado de gracia. Por otra parte, los rotos y ceremonias del protocolo, autentico mediador social contra el que se estrella la protagonista en su intento de huir de alienación y el ensimismamiento, filmados por Coppola con especial atención al detalle y al gesto de todos los actores. Y por ultimo, las palabras, desprovistas de cualquier signficado, reducidas a meras convenciones sociales con las que es imposible comunicar nada. No es de extrañar que ante este panorama, el camino hacia la introspección de la protagonista sea cada vez más acusado a medida que avanza el metraje.

Pero nada de esta parafernalia teórica tendría sentido si no fuera por la enorme capacidad de la cineasta de extraer sensualidad de los encuadres, filmando cada hecho histórico, por conocido que resulte para el público, en riguroso presente, como si todo estuviese ocurriendo por primera vez; por el brío y dinamismo que aporta a la película cuando explora sus contradicciones, filmando en el auténtico palacio de Versalles mientras desubica temporalmente al espectador con el magnífico uso de la banda sonora; por la reconocida capacidad de la directora de extraer lo mejor de sus interpretes, individualizando y dando relieve de este modo a figuras secundarias que en este tipo de películas suelen confundirse con la ambientación; por su capacidad para conseguir que los elementos del decorado y el atrezzo aporten al estado de animo de la película, especialmente los cientos de zapatos que el español Manolo Blahnick diseñó especialmente para la producción o los pasteles que el celebre repostero francés Ladurée elaboró siguiendo las recetas de la época.

Por todo ello, “Maria Antonieta” se revela, cuanto menos, como una rotunda muestra del poderío visual de la realizadora, convirtiéndose en un completo placer para la vista y el oído, algo que incluso sus detractores no dejan de reconocerle cuando acusan a la cinta de superficialidad.