lunes, 16 de abril de 2007

Robert Altman (y II)


El fracaso de “Popeye” le sugirió a Altman que era hora de un cambio de aires, y decidió irse a Nueva York a trabajar en el teatro. Indirectamente, eso le llevó a filmar algunas de las obras que había montado, con pequeños equipos. Este modo de trabajo le permitió tomarse mayores libertades expresivas, sin embargo, ninguna de las obras con las que trabajó fue especialmente destacada, por lo que estos trabajos no se movieron más allá de un reducido espacio. Con excepción, quizá, de “Secret Honor”, monólogo de Donald Freed y Arthur M. Stone en el que Phillip Baker Hall interpreta a Richard Nixon la noche antes de destaparse el escándalo Watergate. Sus otros trabajos destacados de esa década son en televisión. “Tanner on tanner” traslada el método Altman a la política, siguiendo las andanzas del congresista Jack Tanner en su empeño de ser el candidato demócrata a la presidencia, mientras su hija Alex realiza un documental sobre su figura. La novedad aquí es que el rodaje se realizó durante la auténtica campaña, y delante de la cámara de Alex pasan auténticas figuras de la política de la época. De esta manera, la habitual sátira altmaniana se combina con el documental. En “Vincent y Theo”, de producción europea, repasa la relación entre el famoso pintor Vincent Van Gogh y su hermano.

Pero tras pasar una temporada a la sombra, Altman no tardaría en volver a la primera del cine mundial. La razón era que sus innovaciones dramáticas y estilísticas de los 70 habían sido asumidas en gran medida por el cine de Hollywood y la televisión “de prestige”. Por otra parte, su actitud outsider y el contenido ácido y crítico de sus películas le convirtieron en el cineasta emblema de toda una nueva generación de cineastas (más o menos) independientes surgidos a partir de la década de los 90, como Paul Thomas Anderson y David O. Russell. Es más, la característica narrativa Altmaniana de historias entrecruzadas y dramas corales prácticamente se convierte en un cliché en la primera década del siglo XXI, como muestran títulos como Babel, Crash, Syriana, etc.

Y Altman regresó en plena forma, con dos de sus películas más memorables, “El juego de Hollywood” (1991) y “Vidas cruzadas” (1993). La primera era una sátira del mundillo del cine, en el que aparte del impresionante reparto aparecen numerosas estrellas interpretándose a si mismas. La película chorrea mala leche, aunque a Altman se ocurre decir que en realidad es una comedia amable, y el Hollywood real es infinitamente peor. “Vidas cruzadas” lleva un título que podían llevar casi todas las películas de Altman, y de hecho, se trata casi de un compendio de su obra. Está basado en relatos del escritor Raymond Carver, creador del llamado realismo sucio, con el que, a través de una técnica despojada, pone de relieve el vacío de la vida cotidiana, un material que le viene como un guante al estilo de Altman. En vez de ampliar un relato, Altman decide coger nueve de ellos y un poema y entrecruzarlos, creando un caleidoscopio de vidas cuyo único nexo en común es vivir en Los Ángeles y cruzarse de vez en cuando. Con otro de sus repartos estelares (según Altman, utiliza actores muy conocidos porque de otra manera, con tantos personajes, el público podría olvidarse de sus caras), la película lleva casi hasta sus últimas consecuencias el vaciado dramático, con especial atención a la captación de los gestos menos relevantes (que otros llamarían vulgares).

Tras esas dos películas Altman se sentó cómodamente en su sillón del Olimpo, disfrutando de su nueva condición de viejo maestro, que le permitía hacer a su manera proyectos más o menos extravagantes, con su habitual irregularidad en los resultados, con la red de seguridad que le daba su condición de Leyenda Americana, sección Rebeldes e Inconformistas. Tras el fiasco de “Pret-a-porter” (1994), comedia sin demasiada gracia sobre el mundillo de la moda, se resarce con “Kansas City” (1996), en la que compone un fresco a partir de sus recuerdos infantiles de la ciudad en la que nació y su pasión por el mundo del Jazz. La película es una de las manifestaciones más explícitas de la manera que tiene Altman de entender la relación entre la música y el cine, puesta de manifiesto, además en “Nashville” y en “El último show”. Para Altman, la música no ejerce solo de acompañamiento, sinó que conforma la estructura de sus películas. Cada uno de los personajes sería un instrumento solista que, a partir de una melodía, improvisaría e iría evolucionando la pieza en colaboración con los otros personajes. De esta manera, el nutrido tapiz dramático altmaniano tiene un claro paralelismo con la sonoridad de una pieza jazzistica, con su desarrollo aparentemente caprichoso y una enorme sensación de libertad. En “Kansas city”, este planteamiento es evidente a través del paralelismo que se establece entre la historia del personaje de Jennifer Jason Leigh, una mujer que intenta liberar a su marido, secuestrado por unos matones; y la evolución de las actuaciones de unos músicos en un club de Jazz, con momentos tan increíbles como la batalla entre los saxos solistas.

Con “La fortuna de cookie”, Altman tocó un palo que no había probado antes. Se trata de una tierna y sencilla historia sobre la vida de unos extravagantes personajes en un pequeño pueblo del sur que da un paso más en la reconciliación con sus raíces que comenzaría con “Kansas City” y culminaría con “El último show” (2006). Por una vez la mirada de Altman se hace tierna y desaparece su humor agrio habitual. La muerte también hace acto de presencia, quizá como consecuencia de los problemas de corazón del director, que le llevaron a tener que recurrir a un trasplante dos años antes. El mayor éxito de sus últimos años lo consiguió con “Gosford Park” (2001), sátira sobre las convenciones clasistas británicas con elementos sacados de Ágata Christie, las producciones de qualité de la BBC o de Merchant/Ivory, todo ello aliñado con unas ácidas gotas de “La regla del juego”, el clásico de Renoir. El impresionante reparto de primeras figuras de la escena británica hizo a la película conectar con el público y la academia, pero por lo demás, formalmente es 100% altmaniana, el norteamericano se deleita defraudando las expectativas del público, desvelando falsas apariencias que recubren otras falsas apariencias, ironizando sobre la poca importancia de los asuntos graves y la trascendencia de los pequeños detalles.

Su última película, “El último show” (2006), estrenada hace apenas un mes en nuestro país, reafirma esa tendencia hacia la reconciliación con su país a la vez que aparece una insospechada vena humanista en el tratamiento de los personajes. Basada en un famoso programa de radio, “The Prairie Home Companion”, que parodia los típicos espectáculos radiofónicos propios de los años 40, con un presentador de verbo incontenible y actuaciones en directo de música folk, Altman la convierte en una meditación serena sobre la muerte, que aparece incluso en pantalla bajo los rasgos poco amenazantes de Virginia Madsen. El show está en sus últimos minutos, amenazado por una corporación que ha comprado, la emisora que lo emite, pero sus responsables no saben otra cosa que seguir con sus números, como si no hubiese mejor manera de morir que haciendo lo que mejor sabe hacer cada uno. La película es una celebración de la vida a través de la rememoración de las cosas buenas que se pierden, como los cowboys cantantes y los anuncios cantados de pastel de ruibarbo. Difícilmente imaginar una despedida mejor, estando además acompañado de talentos como los de Lily Tomlin, Glenn Close, Kevin Kline, John C. Reilly, Woody Harrelson, Tommy Lee Jones y el resto de la banda.