lunes, 25 de febrero de 2008

"Pozos de ambición"

T.O: "There Will Be Blood"
Dir: Paul Thomas Anderson
Int: Daniel Day-Lewis, Paul Dano.
EE.UU, 2007, 158'

Érase una vez en América.
En 1991, el dibujante norteamericano Don Rosa comenzó a publicar la serie “The Life and Times of Scrooge McDuck”, una biografía del Tio Gilito. En ella, nos narra los antecedentes del famoso personaje de la factoría Disney (Creado por Carl Banks), desde sus míseros orígenes como vástago de una arruinada saga escocesa hasta convertirse en “el pato más rico del mundo”. El Tío Gilito es el arquetipo del emprendedor individualista que construyó América, imbuido de la ética del trabajo protestante. Mitad empresario, mitad vagabundo, buscó su fortuna a través del esfuerzo y la iniciativa personal. Su objetivo es la riqueza por sí misma, no como método de elevación social; su mayor logro es la acumulación de dinero en un depósito gigante mientras sigue vistiéndose con una levita que compró en Escocia por 5 centavos en 1902. Por supuesto, esta clase de personajes desapareció con el desarrollo social e industrial de los Estados Unidos, donde las corporaciones tomaron la batuta y la iniciativa individual se veía subordinada a las dinámicas de grupo, pero el mito pervivió, y actualmente está en la base de muchas de las actitudes sociales y políticas de la nación más poderosa del mundo. En “Pozos de ambición” (o “There Will Be Blood”), Paul Thomas Anderson narra otra cara de la misma historia, en la que desaparece el sentido aventurero y la ambición se convierte en la fuerza dominante, convirtiendo el individualismo en aislamiento sociopático.

Anderson nos presenta a Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis) hundido en un pozo, mientras excava una mina de plata. La oscuridad y el sucio trabajo físico nos lo asemejan más a un animal que a un ser humano, aspecto reforzado por el hecho de que no pronuncie ni una palabra durante los primeros diez minutos de la película. La gravedad de las imágenes, extraordinariamente subrayada por la banda sonora de Jonny Greenwood, nos anuncia que estamos ante una tragedia aún antes de que nada haya sucedido. Lo vemos caerse en la mina y romperse una pierna, tras lo cual no dudará en ir reptando con una piedra de plata hasta el pueblo más cercano para registrar la mina. Durante el resto de la película, a pesar de su progresivo éxito con la extracción de petróleo, Plainview no dejará de ser un vagabundo y asesino, sucio y de escasos modales, con cierto grado de alcoholismo y que se siente más cómodo durmiendo en el suelo que en cualquier cama. Day-Lewis le aporta otra de sus estudiadas e intensamente físicas interpretaciones, con un grado de exceso que está en línea con la propia naturaleza del personaje.

Cuando Plainview consiga su golpe de fortuna, encontrando una enorme reserva de petróleo bajo unas áridas tierras en California, cambiará por completo la vida de Little Boston, el pequeño pueblecito en que se encuentran. Con el dinero del petróleo, pueden construir escuelas e iglesias, pero para ello, Plainview tiene que llegar a un acuerdo con Ely Sunday (Paul Dano), un joven predicador que se convertirá en la fuerza política más importante de la comunidad. A partir de ahí, el enfrentamiento entre Plainview y Sunday, en el que los elementos económicos y religiosos se mezclaran de una manera no siempre clara, dominará el resto del metraje, hasta llegar a un terrible desenlace. Plainview civilizará el lugar, creando una comunidad allí donde sólo había un páramo improductivo, pero será el carismático predicador quien cohesione a los miembros de esa comunidad a través de su iglesia de la tercera Revelación. Pero para un personaje como el de Day-Lewis, cuyo individualismo llega a ser patológico, la autorrealización está peligrosamente cerca de la autodestrucción.


Creciendo en Hollywood
La primera vez que oímos hablar de Paul Thomas Anderson fue con “Boggie Nights” (ídem, 1996), un fresco épico sobre el mundo del porno en los setenta que causó el asombro entre la crítica norteamericana, ávida en calificar al ambicioso joven con el título de “nuevo Tarantino”. Anderson jugó bien su papel de enffant terrible y abrió su película con un virtuoso plano secuencia que había tomado prestado de “El juego de Hollywood” (“The Player”, Robert Altman, 1991), pero más allá del sensacionalismo de su tema y de una puesta en escena pirotécnica, la película no conseguía levantar el vuelo. Su siguiente paso, “Magnolia” (ídem,1999) era un poco disimulado remake de “Vidas cruzadas” (“Short Cuts”, Robert Altman, 1993), aunque a pesar de tener tan presente la huella de su declarado mentor, la personalidad del director conseguía abrirse paso entre las tres horas de metraje y la maraña de hilos narrativos de su película. Las relaciones paterno-filiales, tanto biológicas como adoptivas, eran el eje de gravedad sobre el que descansaba toda la narración, un tema que retoma en “Pozos de ambición”. También aparecía su gusto por los embaucadores carismáticos, como el gurú sexual que le valió una nominación al oscar a Tom Cruise.

Embriagado de amor” (“Punch-Drunk Love”, 2002), a pesar de que pasó completamente desapercibida, superó algunos de sus defectos, como su exagerada tendencia a hacerse notar y lo visibles que eran las referencias que empleaba. Adam Sandler interpretaba a un pequeño comerciante pasivo-agresivo cuyo entorno familiar (siete insoportables hermanas) parece empujar a un estallido de violencia. Pero Anderson decide dejar al espectador con un palmo de narices y hacer que los personajes resuelvan sus conflictos de manera pacífica, en un cuestionamiento de la lógica belicista que imperaba tras los atentados del 11-S, lo que no le ayudó de cara a la taquilla. Anderson es uno de esos escasos directores cuya carrera (hasta ahora) ha ido en progresión ascendente, película a película. En ese sentido, “There Will Be Blood” supone una auténtica puesta de largo: nunca se había atrevido con un tema tan ambicioso, y hasta ahora, no había conseguido articular su estilo de una manera tan coherente y aparentemente sencilla. Parece que por fin ha conseguido hablar con propiedad y ambición, como si quisiera demostrar a todo el mundo que tenían toda la razón quienes le consideraban un genio a los 25 años.

El tono de la película lo el diseño de producción de Jack Fisk y la música de Jonny Greenwood. Fisk, habitual de Terrence Malick y David Lynch, crea unos decorados físicos y rugosos, nada espectaculares, como las casamatas de madera del poblado montado apresuradamente tras el descubrimiento del petróleo, o los vagones del tren, con sus asientos de madera en los que se puede sentir la incomodidad y el lento traqueteo. Huyendo de la exhibición espectacular de los decorados, un cliché en casi cualquier film de época, Fisk recrea un entorno agresivo y duro, reflejo del estoicismo de sus pobladores. Greenwood, por su parte, se revela como un compositor de primer orden con una banda sonora grave y atmosférica que sobrevuela las imágenes de manera libre.Como ya hemos destacado, Anderson pule y perfecciona su estilo en esta película. Ya no necesita que los grandilocuentes planos secuencia se hagan notar por sí solos, pero sí que mantiene el uso del plano largo para describir ambientes, como la primera vez que Plainview y H.W. llegan a Little Boston, en el que la cámara sigue su llegada mientras nos describe el desolado lugar. Los colores están menos saturados que en anteriores ocasiones, recordando a fotos de época, decoloradas por el paso del tiempo. Predominan los tonos terrosos, reduciendo el cromatismo al rojo y al negro en los momentos en los que la ambición del personaje de Plainview le domina, en un recurso que puede resultar excesivo.

Tras ver “Pozos de ambición”, se hace bastante difícil intentar adivinar hacía donde irá la carrera de Anderson. Por primera vez, la película no se ambienta en una época que conozca bien, ni se desarrolla en el californiano Valle de San Fernando, donde creció. Su personalidad comienza a afianzarse tras las referencias y los excesos de wunderkind con los que había entusiasmado al principio de su carrera. Aun así, resulta extraño contemplar una película como esta, que no trata de manera simpática precisamente a la ambición personal ni al individualismo, venir firmada por alguien que se creyó un genio a los 25 años y ha utilizado todas las armas que ha tenido a su alcance para llegar a la cima de Hollywood.

viernes, 8 de febrero de 2008

Hacia rutas salvajes



T.O: "Into the Wild"
Director: Sean Penn
Intérpretes: Emile Hirsch, Marcia Gay Harden, Katherine Keener, William Hurt, Vince Vaughn, Hal Holbrook.
EEUU, 2007, 140'

A principios de los 90, el recién graduado Christopher McCandless abandonó a su familia sin mirar atrás, donó sus ahorros a una ONG y se embarcó en un vagabundeo por los estados unidos en busca de sí mismo que le llevó primero hacia el oeste, luego, hacia el sur, llegando a tierras mexicanas, y finalmente, a Alaska, donde encontró la ultima tierra virgen con la que había soñado a través de sus lecturas de Thoreau y Jack London. Pero sus planteamientos filosóficos sobre el poder de la naturaleza no estaban acompañados de los conocimientos prácticos para sobrevivir en unas circunstancias extremas, y el joven falleció de inanición a mitad del invierno.

Sobre este personaje, el escalador y reportero Jon Krakauer escribió un libro que se convirtió en bestseller en 1998, y que ahora ha servido de base al actor Sean Penn para su cuarta incursión en la dirección. Famoso por su activismo liberal, se podría pensar que Penn plantea el tema como un cuestionamiento de la sociedad estadounidense, cuya falta de valores hace que un joven algo idealista y romántico tenga que huir radicalmente de ella para buscar su propia identidad, pero en realidad, Penn, cuyo trabajo es más valioso por lo que sugiere que por lo que muestra, y, desde luego, por las ideas que expone más que por los recursos que emplea, va más allá de un planteamiento tan superficial para plantearse ideas sobre la relación entre el hombre y la naturaleza, el individualismo y sus contradicciones y las formas de organización de la sociedad humana que se remontan a Thoreau e incluso a Rousseau.

Alaska, la última frontera
El mito del explorador de las tierras vírgenes está desde luego, fuertemente arraigado en la cultura de los estados unidos, nada sorprendente por parte de un país originado por colonos. Una vez domesticada la mítica frontera en la que se basa toda la épica nacional norteamericana, el Oeste, que se recicló con éxito durante el siglo XX con las industrias del silicio y el entretenimiento, y cuyos máximos exponentes de libertad quizá sean las playas de Malibú; y una vez que la frontera mexicana, refugio de vagabundos y renegados por excelencia durante buena parte del pasado siglo se ha visto controlada férreamente por los nuevas políticas de inmigración; Alaska se ha visto convertida en el lugar de destino de los norteamericanos que pretenden renovar el mito en busca de su propia identidad y de las raíces de la aventura comunitaria de su país.

Allí, por ejemplo, se dirigian los hippies de la novela de T.C. Boyle “Drop City”, buscando en la soledad de los montes permanentemente helados recuperar la pureza de un movimiento que pretendía devolver el contacto con la naturaleza y que se vió arrinconado por una sociedad que se estaba dirigiendo hacia otra parte. También puso sus ojos en Alaska Timothy Treadwell, protagonista del documental de Werner Herzog “Grizzly Man” (2005), que prefirió vivir con los osos antes que con sus conciudadanos, buscando en la naturaleza una vida más auténtica. Para Herzog, en las imágenes legadas por Treadwell, encontramos “más allá del documental sobre la fauna (…) un ensayo sobre el éxtasis humano y oscuros trastornos, como si quisiera abandonar la reclusión que significaba su humanidad y crear un vínculo con los osos, buscando un encuentro decisivo, pero al hacerlo, cruzó una barrera invisible”

Pa ra Herzog, a Treadwell le faltaba formación filosófica, pues su concepción de la naturaleza parece sacada de los documentales Disney, como el desierto viviente (“The Living Desert”, James Algar, 1953), en el que los animales aparecen personalizados como si fueran dibujos animados de la célebre factoría. Sólo así se comprende que Treadwell les ponga nombres ridículos a los osos y se imagine ser su amigo, como si existiese algún vínculo de camaradería entre ellos. Por el contrario, no deja de sorprenderse de los aspectos menos infantiles de la naturaleza, como la existencia de depredadores o que los osos se devoren entre ellos en épocas de hambruna.

Vida en los bosques
Sean Penn, por el contrario, nos presenta a su héroe como un filósofo práctico, alguien que pretende encontrar en sus vagabundeos por el país y en la soledad de las montañas de Alaska la vida verdadera que intuye a través de sus lecturas de Thoreau, London y Tolstoi. Gracias a la excelente interpretación de Emile Hirch, McCandless se nos presenta como un personaje romántico y entusiasta, cuya ingenuidad resulta indudablemente carismática, pero que puede también tener un serio problema con respecto a la comprensión de la realidad. McCandless, en su intento de huir de una sociedad que considera corrupta, se comporta de manera casi autista con las personas que le rodean, siendo inconsciente del dolor que puede llegar a causar con su desapego. Por mucho que intentemos aislarnos, viene a decir Penn, nuestras acciones dejan huellas en las personas que nos rodean, incluso en aquellas con las que simplemente nos cruzamos en nuestro camino. “La felicidad no se encuentra en las relaciones personales”, le dice el jóven a otro personaje, el veterano interpretado por Hal Holbrook cuya intervención se convierte en lo más memorable de la película, “la felicidad nos rodea por todas partes en la naturaleza”.

Sin embargo, su formación filosófica, aunque valiosa, no era del todo completa: no había llegado a leer a Rousseau, uno de los inspiradores de Thoreau, quien afirmaba en “El contrato social” que el hombre no puede ser completamente libre en la naturaleza, puesto que ahí es esclavo de sus necesidades. También su idealismo le hace pasar por alto que Thoreau, cuando se retiró a su cabaña a las orillas del lago Walden, estaba a sólo un kilómetro y medio de Concord, la ciudad más cercana, y que su mujer se ocupaba de hacerle la comida y garantizarle lo necesario para su supervivencia, mientras el filósofo se limitaba a pasear y escribir sus impresiones. Al igual que Treadwell, las ideas de McCandless respecto a la naturaleza son bastante ingenuas. ¿Cómo puede sobrevivir un invierno en Alaska alguien para quien matar un reno supone la mayor tragedia de su vida?

La película de Penn, de este modo, sirve para poner en la arena pública temas que han estado presentes en la mayor parte de las mitologías americanas: la relación entre el individualismo exacerbado y el ideal de comunidad, ambos extremos igualmente primordiales en la cultura norteamericana. También sobre las tensiones entre el idealismo y el pragmatismo. Y al final, “hacia rutas salvajes” resulta un torrente de ideas esbozadas y sugeridas en las que Sean Penn no llega a ninguna conclusión definitiva. El director le regala a su protagonista al final de su película una epifanía en la que este comprende que la misantropía absoluta no es el camino a la felicidad, pero su muerte nos deja sin saber cuales son sus ideas sobre cómo compartir su vida con otras personas.