martes, 27 de mayo de 2008

Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal


T.O: Indiana Jones and the Kingdom of the Cristal Skull
Dir: Steven Spielberg
Int: Harrison Ford, Cate Blanchett, Shia LaBeouf, Karen Allen
EEUU, 2008, 125'

La aventura
En 1975, John Houston dirigió la última película de aventuras que se haya realizado (probablemente, también el último relato de aventuras que se haya narrado). “El hombre que pudo reinar” ("The Man Who Would Be King") se basaba en el relato del mismo título escrito por Ruyard Kipling, el escritor más representativo de la literatura colonial británica. Ese era exactamente el origen de estos relatos, la gran aventura colonial: el descubrimiento de las tierras vírgenes, habitadas por tribus extrañas y belicosas, fauna que ni siquiera se había imaginado antes, y tesoros que no se tenían ni que buscar, porque andaban tirados por cualquier parte. Como sabemos, esa leyenda provocó que las colonias se convirtieran en el sumidero de la metrópoli, lugares a los que fluían toda clase de rufianes de la peor calaña sabiendo que el asesinato y la rapiña estaban cuidadosamente cubiertos por la bandera del patriotismo. El nuevo género de la novela de aventuras lo convirtiría en épica, y posteriormente el cine también se apropió de ello, en las películas coloniales realizadas en los años 30 y 40, una época en la que el flujo migratorio entre la metrópoli y las colonias era aún considerable.

Cualquiera de estos relatos resulta hoy día indisimuladamente racista, crónica de la superioridad de la civilización occidental. Por ello, en la película de Houston, Sean Connery y Michael Caine interpretan a dos descarados rufianes que pretenden simplemente aprovecharse de la estupidez de los nativos para llevarse sus tesoros. El propio Kipling aparece en la película como un melifluo periodista masón que prefiere mantenerse alejado de los nativos y sus costumbres. Obra maestra crepuscular, “El hombre que pudo reinar” no sólo señalaba el declive de un género, sino también de las circunstancias que lo habían originado.

Porque desde mediados del siglo XX, especialmente a partir del fin de la segunda guerra mundial, quedaban pocos lugares por descubrir. Había desaparecido esos espacios en blanco de los mapas que eran el comienzo de más de una peripecia, el mundo estaba ya completamente cartografiado. Los viajes a lugares lejanos dejaron de ser peligrosos para convertirse en travesías confortables. Y, desde luego, quedaban ya pocos tesoros por encontrar, la mayor parte ya se encontraban almacenados en el Museo Británico. Por otra parte, el proceso descolonizador y la emancipación de los pueblos del tercer mundo hizo cada vez más difícil mantener la idea de la superioridad de la civilización europea, mientras que los crímenes de la colonización quedaban al descubierto. Durante un par de décadas, la carrera espacial mantuvo la llama de la aventura, esta vez en manos de los avances científicos y la posible colonización de otros mundos, pero esa posibilidad se desvaneció definitivamente con el fin de la guerra fría. Al final, nos quedamos en nuestro planeta, que a esas alturas ya teníamos bastante visto, y además se nos quedaba pequeño.

Toy Story
En 1977, dos años después de la película de Huston, George Lucas estrenaba “La guerra de las galaxias”("Star Wars"). En ella, el sentido de la aventura cambiaba: para crearla el director había recurrido a sus recuerdos de infancia de viejos seriales y naves espaciales de plástico. La aventura como viaje de descubrimiento quedaba muy lejos de las posibilidades de un niño criado en un rancho de Modesto, California, en la década de los cincuenta. Solo quedaban sus fantasmas, capturados en comics y series de televisión. Cuando, ya adulto Lucas quiso crear su propia aventura, lo que narraba era una sublimación del paraíso perdido de la infancia. De esta manera la narración aventurera pasó de ser una narración exterior (de un viaja hacia tierras desconocidas) a una narración interior (porque sus referentes están en nuestra mente y no en el mundo exterior: son las historias que nos han emocionado, los héroes a los que quisiéramos parecernos o los villanos que nos enseñaron lo que era la maldad). Que el pensamiento de Lucas estaba en la misma longitud de onda que el resto de su generación quedó demostrado con el inusitado éxito de su película, cuyas proporciones ni el mismo esperaba. Normalmente, se suele contar la anécdota de que Lucas renunció a su participación en los beneficios de la película a cambio de controlar el merchandising, que hasta entonces no valía nada, como una muestra de intuición comercial y poco más, pero por eso mismo, se olvida lo esencial: Lucas sabía que en una película que no remite a experiencias reales sino a experiencias de la imaginación, desarrolladas a través del juego, los propios juguetes generados por la película iban a ser un elemento fundamental en la experiencia que el público tendría de ella. Al fin y al cabo, era la primera vez que se realizaba una película sobre juguetes.

Por todo ello, no hay nada de extraño en que uno de los mayores logros de la nueva aventura se gestara mientras sus creadores, Lucas y Spielberg, se relajaban construyendo un castillo de arena en una playa de Hawai, durante unas vacaciones. Lucas narró a Spielberg la historia de la Arca de la Alianza, y le explicó su intención de crear a partir de ella una aventura al estilo de los viejos seriales que había visto en su infancia. A Spielberg, los seriales no le entusiasmaban demasiado, pero se interesó cuando Lucas le describió al protagonista: un arqueólogo granujilla con sombrero de fieltro, cazadora de piel marrón, barba de tres días y un látigo con el que asaltaba ciudades perdidas en busca de tesoros ocultos. Al director ese perfil le recordó más a las películas aventureras de actores como Bogart o Spencer Tracy, con un toque del Cary Grant de las comedias románticas,y decidió unirse al proyecto. En palabras de Lucas: “Empecé preguntándome: Cuando era niño ¿Qué me gustaba realmente?”

Las películas de Indiana Jones encajan como un guante con las habilidades de Spielberg como director: son el tapiz perfecto para que el norteamericano despliegue su estilo. Aquí la aventura se desarrolla a la manera de un parque de atracciones, desde luego el viaje más emocionante para un chaval de la época. El programa incluye montañas rusas, ruinas oscuras repletas de pasadizos, rápidos y cataratas; y persecuciones una tras otra. Cine de atracciones al cien por cien. Nada más adecuado para que Spielberg luzca su abigarrado sentido de la composición, llenando constantemente el encuadre de artefactos diversos, recorriéndolo con caligráficos movimientos de cámara, que en sus dramas más serios pueden restar naturalidad a la escena, pero aquí estilizan elegantemente la narración. El frenético montaje de Michael Kahn convierte las películas de la saga en agotadoras experiencias físicas, y nos cuesta unos segundos reponernos de ellas al salir del cine, como si hubiésemos estado unas cuantas veces boca abajo en una montaña rusa.

Además, sus obsesiones personales encajan en la mitología del arqueólogo con una increíble naturalidad: su gusto por las mujeres independientes y en cierto modo masculinizadas (La saga está repleta de ejemplos, buenas y malas, pero nos quedamos con la Marion Ravenwood de Karen Allen y la Irina Spalko de Cate Blanchett), que hacen avanzar la acción tanto como el protagonista y que no se limitan a ser “la chica” de la película; y las conflictivas relaciones paterno filiales, motor dramático de casi todas las películas de Spielberg y que nunca encontró mejor expresión que en “Indiana Jones y la Última Cruzada”("Indiana Jones and the Last Crusade", 1989), en la que la competencia entre padre e hijo, los reproches por el abandono en la infancia y la posibilidad de recuperar la relación perdida tantos años después se exponen de manera más directa que en otras películas que tratan precisamente de eso, como “Atrapame si puedes” ("Catch Me If You Can", 2002), quizá porque bajo la máscara de la leyenda el director se permitía ser mas sincero. Por otra parte, hay que reconocer que el personaje de Indiana, interpretado por Harrison Ford con su característica media sonrisa, es alguien con quien el director debe sentirse bastante identificado: nunca nos queda claro si es un científico respetable o un ladrón de tumbas, al igual que a Spielberg nunca le queda del todo claro si es un cineasta respetable o un simple entertainer. ¿Indy o Dr Jones? El mismo Spielberg acostumbra a darnos alguna clase entre aventura y aventura (Ahora mismo nos está preparando otra, sobre Lincoln).

No son los años, cariño, son los kilómetros
Últimamente, Spielberg se encontraba algo confuso con respecto al cine de aventuras. Alguien podría pensar que no se encuentra demasiado cómodo con el giro que ha dado el género en la última década, abandonando el parque de atracciones y tomando el videojuego como modelo. De esta manera la aventura dejaba de ser física y pasaba a ser puramente virtual. Pero desde luego, Spielberg siempre ha sido aficionado a los videojuegos, y la próxima película que afrontará será la versión en píxeles de la línea clara de Hergé en una nueva trilogía sobre Tintín, realizada con las mismas técnicas de Motion Capture que ha venido perfeccionando su discípulo Robert Zemeckis en “The Polar Express”(2005) y Beowulf”(2007). No. La desorientación tenía que ver, más bien, con que su condición de Cineasta Importante, siempre con algo que decir sobre La Situación Mundial empezaba a interferir con lo que se suponían simples u divertidas historias de aventuras.

En teoría, “La guerra de los mundos” ("War of the Worlds", 2006) tendría que ser una refréscante película de ciencia-ficción veraniega, con Tom Cruise intentando huir de unos marcianos destrozones, más en la línea de la película de George Pal que de la novela de H.G. Wells, pero en algún momento la realidad se cruzó en su camino. Las habituales imágenes de caos y destrucción que nos muestran habitualmente este tipo de producciones recordaba más de la cuenta a las imágenes de los telediarios, y no era difícil reconocer aquí y allá referencias a catástrofes reales como los atentados del 11 de septiembre. Las imágenes hiperbólicas que venía creando el cine de acción, con sus catárquicas destrucciones y masacres, se habían hecho reales. ¿Podía una película de ciencia ficción ser inocente en esas condiciones, mostrarse como un simple entretenimiento? La verdad, Spielberg no conseguía responder a esta pregunta en “La guerra de los mundos”, quizá porque al no haber leído a Marx no supiese que “el límite de la imaginación es siempre la realidad”, aunque puede que la precipitación con la que se llevó a cabo para cumplir la fecha de estreno, que afectó sobre todo a un guión al que le faltaba algo más de tiempo en el horno.

Dos años después, Spielberg se enfrenta a la recuperación de las aventuras del famoso arqueólogo. La operación tiene algo de revival, como si Spielberg, Ford y Lucas fueran viejos músicos que se vieran obligados a desempolvar antiguos éxitos para volver a llenar un estadio. Cuando se anunció el proyecto, era inevitable preguntarse que demonios iba a hacer Ford con el papel de un héroe de acción a sus 65 años, y cómo iban a situar la narración, ya que con el tiempo transcurrido se desvanecía también la característica ambientación años 30 de la serie. Para resolver todos esos problemas, llamaron a David Koepp, el guionista de cabecera de Spielberg, para que elaborara el libreto refundiendo las mejores ideas de todos los guiones que habían escrito, entre otros, Frank Darabont o M. Night Shyamalan durante los años que el proyecto estuvo en desarrollo.

La vida privada de Indiana Jones
Estamos en 1957, gobierna Eisenhower, Elvis arrasa con “Houng Dog”, y Indy, como Spielberg últimamente, se encuentra algo confuso respecto al mundo que le rodea. Los nazis, que eran los malos en “En busca del arca perdida” ("Raiders of the Lost Ark", 1981) y “La última cruzada”, ahora trabajan para el gobierno de los Estados Unidos. Uno se encuentra por todas partes con tipos de traje oscuro y gafas de sol que nunca se sabe si son de la CIA o del KGB. En una de las primeras escenas Spielberg nos muestra al héroe perdido en un pueblo que parece salido de una ilustración de Norman Rockwell si no fuera porque sus únicos habitantes son maniquíes en una fantasmagoría del American Way of Life que evoca un famoso episodio de “Twilight Zone”. El mundo ha cambiado, pero Jones no. Él sigue dando clase de la misma manera que en los años 30, sólo que ahora las caras de sus alumnas ya no reflejan deseo, sino aburrimiento. Y durante estos años, ha tenido que afrontar pérdidas dolorosas, cómo la de su padre o la de su compinche Marcus Brody. La primera media hora, en la que nos sitúa en esas circunstancias mientras Indy va viéndose implicado en una nueva aventura, es vertiginosa y sorprendente, lo malo de la nueva película es que decae a partir de ahí. Si fuera al revés, si la cinta tuviese un inicio mediocre y un final extraordinario, probablemente estaríamos hablando de una obra maestra, al fin y al cabo, en esta clase de películas-experiencia es muy importante la sensación que uno tiene cuando sale del cine.

Dejando de lado leyendas judías, paganas o cristianas, el argumento pisa el territorio más moderno de las leyendas urbanas, y nos sirve una Roswell, extraterrestres cabezones y esos signos tan extraños que aparecieron en una montañas de Perú y que sólo se pueden ver desde el cielo. A muchos viejos fans de la serie eso les resulta decepcionante, pero a un cronista tan iconoclasta como quien escribe no deja de hacerle gracia. Además, le han buscado un nuevo acólito a Indy, un jovenzuelo rocker y motero que aspira a ser mecánico, y que como a estas alturas todo el mundo sabrá, resulta ser su hijo. Lo interpreta Shia LaBeouf, con lo que algún amante de las genealogías culturales podría decir que Indy, que ya era hijo de la aventura clásica (la que encarnaba Sean Connery en “El hombre que pudo reinar”), resulta ser aquí el padre de la aventura virtual, representada por la joven estrella de “Transformers” (ídem, Michael Bay, 2007) (Otra película sobre juguetes). Lucas amenaza con convertir al chaval en el protagonista de las nuevas aventuras, aunque una vez vista la película, nos parece que los cachivaches que más le interese encontrar serán piezas de recambio.

En esta ocasión a Spielberg y a Koepp se les ha olvidado meter a los protagonistas en situaciones verdaderamente peligrosas: Indy esquiva los peligros con el oficio adquirido de tres décadas de correrías, como si ya se las supiese todas, y nosotros echamos en falta la emoción de temer por su integridad física. Por su parte, Spielberg parece aburrirse bastante con la mecánica de trampillas y pasadizos que forma parte de la imaginería de la serie. En cambio, se han acordado de mostrar las consecuencias del tiempo (y de la vida que ha llevado) en el personaje principal. No sólo que el personaje de Ford esté constantemente teniendo que soportar bromas sobre su edad, sino que tiene que enfrentarse a viejos amores olvidados y a un hijo perdido en una de las vueltas del camino. La relación entre Jones y Marion Ravenwood es la relación de pareja más auténtica que el cineasta haya reflejado jamás. Marion es una de esas mujeres independientes de los años treinta que tanto florecieran en la screwball comedy, pero que en la década de los 50, con la sumisa Doris Day como modelo femenino de comportamiento, resulta tan ancrónica como Indy.

O sea que la vida privada le va a traer a Indy más peligros que las serpientes, hormigas carnívoras o las persecuciones de los malos, a pesar del acierto de Spielberg con la caracterización del personaje de Irina Spalko, y la sutil tensión sexual que provoca en el arqueólogo. Como suele pasar, esta nueva experiencia resultará decepcionante para los viejos seguidores, pero con cosas tan fuertemente unidas a la memoria sentimental, habrá que recordar que no sólo el personaje ha cambiado en estos diecinueve años, también lo hemos hecho nosotros.

viernes, 2 de mayo de 2008

La familia Savage

T.O: The Savages
Dir: Tamara Jenkins
Int: Laura Linney, Philip Seymour Hoffman, Philip Bosco.
EEUU, 2007, 113'

Mierda
En su libro “Patrimonio”, en el que relata la enfermedad y muerte de su padre, Philip Roth relata cómo se vió en la necesidad de tener que limpiar el cuarto de baño cuando la progresiva decadencia física de su padre le hizo incapaz de controlar sus esfínteres: “Uno limpia la mierda de su padre porque no hay más remedio que limpiarla, pero después de hacerlo, todo lo demás que hay que sentir se siente cómo jamás antes se había sentido (….). Ese era mi patrimonio: no el dinero, ni los tefelines, ni el cuenco de afeitar: la mierda.” Algo parecido experimentarán Wendy y Jon Savage (Laura Linney y Philip Seymour Hoffman, extraordinarios) cuando su padre, Lenny (Philip Bosco), se dedique a hacer garabatos con sus propios excrementos en el cuarto de baño.

La vejez y decadencia humanas están íntimamente ligadas a los excrementos y otros de nuestros fluidos desde que la longevidad alcanzada por nuestra especie hace que las diversas formas de demencia y pérdida de facultades mentales que conlleva una prolongada existencia sean moneda corriente. En nuestra sociedad hedonista y de culto a la juventud, eso supone un problema, claro. Para la directora norteamericana Tamara Jenkins ya era hora de hacer una comedia sobre todo esto: ¿De que manera nos las arreglamos para tratar con nuestros mayores, teniendo en cuenta que éstos nos recuerdan la inevitable decadencia de nuestra condición, y en última instancia la inevitabilidad de la muerte, aspectos que nuestra sociedad intenta mantener a toda costa fuera de campo?

Creando reductos para mantenerlos apartados, disfrazados de paraísos para la vejez, cómo por ejemplo el casi surrealista “Sun Valley” en el que arranca la película, una especie de oasis construido en medio del desierto de Arizona donde los ancianos de familias adineradas van decayendo mientras juegan al golf o ensayan números musicales. O en una fortaleza de aspecto aristocrático, cómo “Green Hill Manor”, que a pesar de su excelso aspecto, sirve por igual para ocultar el dolor, la soledad y la muerte, cómo subraya el personaje de Philip Seymour Hoffman. Si uno no tiene un nivel económico tan alto, puede aspirar a una residencia más modesta cómo la que eligen finalmente los protagonistas, en la que a pesar de que no se maquillan tanto las apariencias, la muerte queda, una vez más, a distancia.

Los siguientes
Claro que enfrentarse con la muerte, para Wendy y para Jon, significa también otra cosa: reconocer que ellos se encuentran en la mitad del camino. Y para ellos, eso es bastante parecido a estar en ninguna parte. Probablemente, cuando el viejo Jenny enterrara a su padre se encontrara con su vida en cierta medida encarrilada, con sus aciertos y sus errores (de los que no se habla en la película, aunque nos hace entender que la vida familiar no fue muy plácida), mientras que sus hijos, recién comenzada la cuarta década de su vida, aun no saben demasiado bien que demonios están haciendo con ella.

Ambos son intelectuales neoyorquinos con aire de estar pidiendo constantemente perdón por ser tan snobs. Jon, profesor universitario especializado en Bretch, no se decide a mantener una relación seria con su novia polaca antes de que ésta vuelva a su país, mientras se concentra en un interminable ensayo sobre el dramaturgo alemán. Wendy, por su parte, no es capaz de sacar adelante su carrera como autora teatral mientras mantiene una relación irrespirable con un hombre casado. La evolución de sus historias personales va íntimamente unida a la trama principal y se retroalimenta de ésta: por primera vez se ven obligados a considerar la posibilidad de su propia muerte (son los siguientes en la fila, como se suele decir) y eso les obliga a considerar con más madurez las decisiones que toman en sus vidas, y dejar de lado el infantilismo con el que actuaban hacia ese momento.

Una estilización sutil
A pesar de que pueda parecer una película realista, incluso con toque costumbristas, la inteligencia de la puesta en escena de Jenkins consiste en emplear sutiles elementos antinaturalistas, a veces llegando a entrar en el campo de la caricatura, pero sin que esos elementos nos produzcan demasiado extrañamiento, más bien un ligero distanciamiento que la directora emplea para llevar su película al terreno de la comedia. Jon y Wendy, para empezar, son personajes presentados como caricaturas tiernas, exagerando una serie de rasgos cómo la dejadez y el descuido personal de Jon o la manía de Wendy por llevarse a la boca cualquier pastilla que se encuentre a lo largo del metraje.

Gran parte de la eficacia dramática de la película se debe a las excelentes composiciones de lugar: Jenkins es una directora que sabe el valor que tienen los escenarios en los que se desarrolla la acción a la hora de crear una atmósfera o sugerir sentimientos. El contraste con el que pasamos del cálido y marciano “Sun valley” a la fría y prosaica residencia de ancianos donde acabará sus días Lennie es un ejemplo muy claro de cómo dos ambientes distintos sirven para definir dos estados de ánimo, pero también funcionan de manera semejante las descripciones del apartamento de Wendy (esforzadamente cálido) o de la casa de Jon (una pocilga, cómo podemos imaginar, aunque con su pequeño rincón donde alejarse del mundo y dedicarse a sus cosas)a la hora de definir sus personalidades.

Mención especial requiere el apartado del sonido, donde la directora se explaya con efectos poco realistas que efectúan un comentario caústico sobre la acción: la sonido repulsivo con al que oímos a Wendy masticar cereales (en la presentación del personaje) cómo antes habíamos oído hacerlo a su padre; la furia animal que va apropiándose poco a poco del sonido de sus pasos a medida que se abalanza una anciana que le ha quitado un cojín a su padre…Mediante el uso de la banda sonora, Jenkins se aleja más aun del realismo para emplear un tono irónico y distanciador que mitigue la dureza de las situaciones a las que se enfrentan los personajes, unas situaciones que al fin y al cabo no están demasiado lejanas de lo que podría vivir cualquiera de nosotros.