domingo, 20 de julio de 2008

Margot y la boda

T.O: Margot at the Weding
Dir: Noah Baumbach
Int: Nicole Kidman, Jack Black, Jennifer Jason Leigh
EEUU, 2008, 91'

 
El Norteamericano Noah Baumbach entra la élite del cine independiente de su país con esta extraña propuesta, que no fue muy bien recibida en su tierra.

Una mujer desesperada

“Margot y la boda” es, por encima de todo, el retrato de una mujer, Margot (Nicole Kidman) a través principalmente de las relaciones que mantiene con su hijo Claude (Zane Pias), un preadolescente inseguro emocionalmente que comienza a descubrir por su propia cuenta el aterrador mundo de los afectos. El entorno que rodea a estos personajes consiste principalmente en la pareja formada por la hermana de Margot, Pauline, interpretada por Jennifer Jason Leigh y su prometido, Malcolm, Jack Black en un registro nuevo para él y que demuestra dominar a la perfección. El retorno de Margot al hogar familiar para asistir a la boda de su hermana se revelará traumático.

Todo esto no tendría nade de especial si no fuera porque, con su personaje protagonista, y apoyado por la intensa inmersión que hace Nicole Kidman en un papel que le viene como anillo al dedo, Baumbach consigue retratar una figura contemporánea perfectamente reconocible y relevante. Margot es una mujer dividida, en dos mitades irreconciliables. Paradigma del individuo moderno hasta un extremo patológico, Margot oscila entre, por un lado, su exacerbado egoísmo, que la lleva a una tensión competitiva constante y a una relajación de sus vínculos personales, incluso hacia su propio hijo; y por otra parte, la angustia que le provoca esa ausencia de vínculos, esa soledad auto-impuesta. La tensión entre estos dos polos es la energía que mantiene en movimiento al personaje durante toda la película, para desgracia de quienes la rodean, tal y como se muestra en la sobrecogedora escena final.

La relación materno-filial es clave en este entramado emocional, y la película aprovecha para definir el estado de la cuestión entre madres e hijos. Para una urbanita triunfadora como Margot, la maternidad puede presentarse como un obstáculo, algo que le impida realizar de manera plena sus ambiciones. Pero por muy egomaníaca que sea, (y lo es, y mucho: su emoción más intensa es la envidia) Margot también siente que la vida humana no puede reducirse a un mero cálculo de posibilidades, consistente en escoger en cada situación lo que mejor convenga a nuestras intenciones. Tiene que haber acciones gratuitas, que tengan sentido por si mismas sin contar con los posibles beneficios que obtengamos de ellas, y nada encaja mejor con este perfil que la paternidad y la maternidad.

Hijos y amantes
Sospechamos que a Margot le gustaría a veces que la relación con su hijo fuese parecida a la que se tiene con un amante ocasional: alguien a quien se pueda despedir temporalmente cunado uno necesita concentrarse en otras cosas, como una exitosa carrera literaria o un poco de vida familiar. Pero por otra parte, necesita a su hijo como esa presencia incondicional de la que recibir afecto y en la que volcarlo, cuando todo lo demás, sus amantes o su carrera, puede derrumbarse. A todo ese conflicto se añade, además, la tensión competitiva constante que mantiene con su hermana, a la que considera una perdedora por no haber sido capaz de dejar atrás el entorno familiar y terminar casándose con un grandullón sin oficio ni beneficio.

Este planteamiento se ve realzado por el estilo radical que Baumbach emplea para ponerlo en imágenes. El guión, para empezar, está estructurado de una manera muy particular que diluye la habitual distinción entre secuencias y escenas. Se compone de breves viñetas o fogonazos que provocan una gran indeterminación, pues el espectador nunca puede saber si se trata de momentos o gestos aislados o tienen sentido dentro de una estructura superior. Esta indeterminación también la comparten los personajes, puesto que, librados de marcos de referencia estables, son incapaces de comprender globalmente la trascendencia de sus acciones, teniendo que reformular sus horizontes constantemente. La cámara sigue a los personajes inestable y nerviosa, escrutándolos desde cerca o alejándose de ellos para mostrarnos su entorno. En todo caso, la puesta en escena nunca termina de situarnos, nunca acaba de presentarnos un lugar de manera completa. Quizá porque en estos tiempos volátiles, ningún lugar se nos aparece como un entorno realmente sólido donde podamos sentirnos seguros, ni siquiera la casa donde hemos crecido.

El relato comienza de manera bastante indeterminada y no deja que nos situemos cómodamente en él por completo. Tardamos bastante tiempo en descubrir a qué se dedica Margot y llegamos a sospechar que pueda no ser tan triunfadora como aparenta. La tensión de la vida familiar nos hace preguntarnos si hubo algún acontecimiento desencadenante, pero la película nos mantiene en el misterio. Vagamente se nos habla de un padre no precisamente ejemplar, pero no se nos da mas detalles. Además, a esas alturas ya hemos aprendido a no fiarnos demasiado de nada de lo que diga ningún personaje. Margot pasea modelos más propios de un barrio elegante de Nueva York en un entorno rural poco refinado. Como contrapunto a su presencia, los vecinos, de quienes la película no nos da ninguna información concreta, resultan ser una misteriosa presencia atávica, empeñados en extraños ritos sangrientos como la matanza del cerdo. Privilegiando la atmósfera sobre la narración, con su delicado equilibrio entre cotidianeidad y misterio, “Margot y la boda” se parece más a las propuestas de un David Lynch o de una Lucrecia Martel que a un convencional drama costumbrista norteamericano.

Ruidos y susurros

Al comenzar la película, situados en un ruidosos vagón de tren siguiendo a Claude mientras busca a su madre, la banda sonora nos golpea de forma abrupta con el sonido del tren y los pasos que se acercan sobre el suelo metálico. Esa será una constante durante toda la película, que además no cuenta con acompañamiento musical. Una mezcla de sonido áspera, que expresa roces entre los personajes y de estos con su entorno, incluso en los momentos de relajación, como mostrando los conflictos latentes. El roce de las ropas, de los cuerpos, del viento en las ramas de un árbol adoptan una actitud agresiva, advirtiéndonos de las asperezas de cualquier contacto.
El montaje de Carol Littleton sigue la misma estrategia. Acompañando perfectamente la construcción del guión, con cortes abruptos e inesperados, a veces a mitad de una conversación, es explícitamente discontinuo, como la experiencia de la vida de los personajes.

Todo este arenal estilístico no es gratuito ni está empleado de acuerdo a alguna arcana consideración teórica, sino que es coherente con el retrato de un personaje escindido, incapaz de crear vínculos sólidos, cuya capacidad de comunicación está dañada. En este sentido, el estilo de “Margot y la boda” continúa la clásica tradición del drama familiar norteamericano, que comenzó con O’Neill y su “Largo viaje hacia la noche” y que en cine se había consagrado gracias a las películas que John Cassavettes rodó con la complicidad de su mujer Gena Rowlands. El giro que Baumbach da a esta tradición, la acerca algunos de los fenómenos sociales más frecuentes de las últimas décadas, como la disolución de los vínculos tradicionales como la familia o las relaciones de pareja. El logro de Baumbach consiste en haber encontrado una expresión justa y original a ese drama, lejos de las estrategias manidas del tradicional drama costumbrista norteamericano, lo que da a esta película una entidad considerable, a costa de resultar, sin duda extraña y áspera para el público mayoritario.