domingo, 4 de enero de 2009

El intercambio


T.O: Changeling
Dir: Clint Eastwood
Int: Angelina Jolie, John Malkovich, Jeffrey Donovan, Colm Feore
EEUU, 2008, 141'

Se suele hablar bastante de política con respecto a Clint Eastwood, aunque no siempre desde las coordenadas adecuadas. Pocos saben, por ejemplo, que el actor y director norteamericano se declara “libertarian”, una doctrina política norteamericana que defiende la libertad individual frente a la intromisión de cualquier institución: el Libertarian Party se muestra a favor del libre mercado sin leyes ni controles; es contrario a la guerra y a los ejércitos, aunque defiende el derecho de cada ciudadano a defenderse con sus propias armas. En sus tres últimas películas, Eastwood ha puesto su concepción de la relación entre el individuo y las instituciones en el primer plano de su filmografía.

Hay un momento determinante a ese respecto en “Banderas de nuestros padres” (“Flags of Our Fathers”, 2006): mientras la flota avanza hacia Iwo Jima, unos soldados se divierten jugueteando por la cubierta de su buque. Accidentalmente, uno de ellos cae al agua. Los demás, inmediatamente intentan avisar a alguien para que lo rescate, pero el silencio es la única respuesta. Inmediatamente, Eastwood filma uno de esos planos cenitales que se están convirtiendo en frecuentes en esta última parte de su filmografía, y nos muestra el avance de la flota al completo, decenas de barcos en perfecta formación. Imposible que se detengan por una simple vida humana.

“Banderas de nuestros padres” se desarrollaba en el seno del ejército norteamericano durante la segunda guerra mundial, de ahí algunas de sus irregularidades (y riquezas), porque el discurso de Eastwood sobre la institución que ahoga al individuo se enfrentaba al respeto con que la cultura norteamericana trata a su ejército y especialmente a sus soldados. En cambio, en “Cartas desde Iwo Jima” (“Letters from Iwo Jima”, 2006) esto se plasmaba con total claridad: al fin y al cabo, el ejército imperial japonés no necesita de demasiados matices. En “El intercambio”, este conflicto se analiza a través del enfrentamiento de una madre con la corrupta policía de Los Ángeles.

La cinta se centra en el personaje de Christine Collins, (Angelina Jolie), una madre soltera e independiente, una de esas mujeres que comenzaron a emanciparse personal y profesionalmente en la década de los 20, que denuncia la desaparición de su hijo de diez años. La policía, mas preocupada por otros asuntos, le devuelve un niño que no es el suyo. Cuando la mujer protesta, comienza una especie de drama del absurdo: el responsable policial le asegura que ese niño es su hijo porque “ha sido identificado por los mayores expertos en el campo de la identificación”. Además, su opinión como madre es subjetiva y está condicionada por las emociones, le asegura un psiquiatra, frente a la de los expertos, que es objetiva y se basa en los hechos. Cuando ella sigue insistiendo, el siguiente paso es internarla en un psiquiátrico.

En su cruzada por recuperar a su hijo, el personaje de Angelina Jolie se verá desafiada no solo por la fuerza coercitiva de las instituciones, sino por los instrumentos que estas adoptan para modelar la realidad. La policía dispondrá de un arsenal de argumentos técnicos, científicos y médicos de supuesta objetividad con los que intentará demostrar a la protagonista que el niño es su hijo. Frente a eso, a ella sólo le quedarán sus percepciones subjetivas y sus sentimientos. Algo parecido les pasaba a los soldados de “Banderas de nuestros padres”, que veían como a través de un medio aparentemente objetivo (la fotografía) el ejército crea una historia de patriotismo con el objetivo de utilizarla como propaganda bélica. En ese sentido, “El intercambio” es un estudio bastante implacable de los medios a través de los cuales el poder puede modificar la realidad en el que el realizador deja clara su aversión por cualquier clase de corporativismo.

En cierto modo, racionalismo y objetividad frente a subjetivismo y emotividad significa también hombre frente a mujer. El personaje de Christine Collins forma parte de esas primeras mujeres que en la década de los 20 desafiaron la primacía masculina sobre la sociedad. No sólo emancipándose de la presencia masculina en lo afectivo y desafiándola en lo profesional, sino además intentando socavar sus valores tradicionales: la frialdad, racionalidad y objetividad comienzan a ser puestas en duda. Quizá por eso el departamento de Policía de Los Ángeles se tomó tantas molestias para hacer callar a esta mujer: su reivindicación era mucho más subversiva que la simple reclamación de un error policial.

Por todo ello, Clint Eastwood, que siempre ha estado del lado de la individualidad, en esta película, se pone del lado de la subjetividad y de la emotividad. Por algo nos recalca que el prestigioso abogado que acepta ayudar gratis a la protagonista lo hace llevado por sus emociones: ha perdido una hija y sabe por tanto del dolor al que ella se enfrenta. Por algo nos muestra cómo el férreo policía Ybarra reacciona (le basta el inserto de una colilla de cigarrillo para constatar la impresión que le produce al duro policía una historia atroz) antes de que decida investigar por su cuenta desafiando el férreo corporativismo policial. Y quizá por eso nos muestra, durante una de las escenas del pabellón psiquiátrico, las dudas que asaltan a una de las enfermeras que parece debatirse, en un momento determinado, entre rechazar algo que cree que está mal o seguir siendo un engranaje de un mecanismo, renunciando a su responsabilidad personal.

Con un guión de J. Michael Straczynski (conocido como guionista de comics y de la serie de ciencia ficción “Babylon 5”) más rígido que de costumbre, (algo lógico por otra parte en una película cuyo conflicto es más político que dramático), Eastwood vuelve a mostrar en esta película el absoluto desprecio de la economía narrativa que le caracteriza como director. Extiende el tempo de la narración para excrutar todos los matices de sus actores: sólo de esa manera puede filmar el proceso por el cual los personajes toman sus decisiones, y cómo más tarde se ven obligados a afrontar las consecuencias de las mismas. No se olvida de ninguno de los recovecos de la trama, y se detiene con personajes aparentemente secundarios para darles entidad y no reducirlos a un mero mecanismo narrativo.

Si el ritmo es cada vez más lento, la fotografía de Tom Stern cada vez se vuelve más oscura, y a veces se convierte casi en una graduación de penumbras. La reconstrucción de época de James J. Murakami (en sustitución del fallecido Henry Bumpstead) es más detallista que ampulosa (aunque varios planos delatan que estamos sin duda ante una gran producción), centrándose en los pequeños detalles que tienen importancia para los personajes en vez de reconstruir un mundo. Pocos directores de Hollywood poseen un estilo más pronunciado que Eastwood, que ha ido desarrollando y refinando sus señas de identidad de manera constante desde hace más de treinta años. Un estilo que se basa en la modulación, en el despliegue de matices. Quizá por eso, en su análisis sobre el conflicto entre el individuo y las instituciones no deje de señalar, en las extraordinarias secuencia finales, una zona de sombra que revela los límites del individualismo, especialmente a la hora de relacionarse con otros.