martes, 28 de abril de 2009

Déjame entrar

T.O: Lat den ratte komma in
Dir: Thoma Alfredson
Int: Kare Hedebrant, Lina Leandersson
Suecia, 2008, 115'

La gran sorpresa del cine europeo de este 2009 es esta cinta sueca de vampiros
que ha conseguido poner de acuerdo tanto a los fans del cine fantástico como a los amantes del cine de autor europeo. En el festival de Sitges recibió el Melies de Oro a la mejor película europea de género fantástico.

Desierto blanco

Durante el primer tercio de su metraje, “Déjame entrar”, la cuarta cinta del director sueco Thomas Alfredson nos recuerda al paisaje y a las figuras de muchos de los dramas nórdicos a los que estamos acostumbrados: frío, soledad, personas que se recluyen en sus casas huyendo del clima y del contacto humano, refugiándose en el alcohol o en la locura. Feos edificios de ladrillo ubicados en barrios cuya planificación pudiera haber sido funcional y racionalista, pero por la noche, entre la nieve y el silencio, se vuelven hostiles y terroríficos. La idea del novelista y guionista John Ajvide Lindqvist ha sido introducir un vampiro en ese mundo donde se suelen desarrollar los conflictos minimalistas de Aki Kaurismaki o Lukas Moodysson, por ejemplo.

Oskar (Kare Hedebrant), un preadolescente bastante andrógino, lleva una vida bastante solitaria en un suburbio del norte de Estocolmo. Sus compañeros de clase le atormentan, y su madre le ignora. Le vemos amenazar a un imaginario rival antes de clavar un cuchillo en un árbol. Es entonces cuando aparece Eli (Lina Leandersson). Eli, aparentemente, es una niña de doce años, aunque desde el principio, y gracias en gran parte a la excepcional actuación de la jovencísima actriz, percibimos algo extraño en ella. Por ello no nos sorprende descubrir que en realidad se trata de un vampiro, que además mantiene una extraña relación con un hombre de mediana edad que se encarga de conseguirle la sangre que necesita para sobrevivir. Entonces comienza lo que el director ha descrito en las notas de producción como “una historia de amor romántica con un final esperanzador y feliz”, aunque en realidad se trate de algo bastante más oscuro.

Con una puesta en escena sorprendente, basada en una profundidad de campo extremadamente limitada y en la expresividad de los continuos movimientos de foco, Alfredson crea la atmósfera de aislamiento e incomunicación en que se mueven los personajes. El director renuncia a uno de los recursos básicos de la puesta en escena habitual: el eje de miradas. Los personajes de “Déjame entrar” casi nunca se miran, se dan la espalda unos a otros continuamente. El uso de la profundidad de campo restringida aísla a las figuras, mientras que los cambios de foco sirven para presentar la relación de los personajes entre ellos, sin que salgan de su aislamiento.

Crecer con el monstruo
Por ello, cuando Eli y Oskar aparecen cada uno en la vida del otro, deberán descubrir cómo pueden conocerse, desplegar una serie de estrategias para acercarse el uno al otro. A partir de ahí la puesta en escena desarrolla la evolución de su relación de manera dinámica, tomándose su tiempo mientras ellos van aprendiendo a dejar de darse la espalda y mirarse a la cara. Todo ello culmina con una secuencia en la que Eli busca la mano de Oskar mientras se encuentran tendidos en la cama de éste, bañados por una luz blanca y difusa.

La fotografía del holandés Hoyte Van Hoytema es otro de los elementos clave de la propuesta. La luz de toda la película es difusa y blanquecina, como corresponde a un paisaje nevado y permanentemente nublado, aunque el director de fotografía respeta estas características también en las escenas de interiores. El reflejo de las luces sobre la nieve ilumina a los personajes desde abajo, por lo que sus rostros resplandecen en plena noche, lo que, sin dejar de ser realista, provoca una atmósfera extraña, que contribuye a mantener las imágenes de la película en esa difusa frontera entre el realismo y lo fantástico.

Una de las elecciones narrativas de la película es la elipsis. Hay muchas cosas que no sabemos sobre los personajes, y los curiosos que necesiten completar el universo de la película deberán recurrir a la novela en que se basa, más profusa en cuanto a los detalles. En el film, nos quedamos sin saber cual es la naturaleza de la relación entre Eli y el hombre con el que vive, y tampoco se nos explicitan los orígenes del vampiro, ni siquiera su naturaleza concreta. También se nos muestran fuera de campo la mayor parte de las actividades puramente vampíricas, siendo una película de terror bastante poco explícita con respecto a las últimas propuestas del género.

Sin embargo, la violencia tiene una presencia importante. La violencia real que sus compañeros de clase ejercen sobre Oskar, y su reflejo, la violencia fantástica, monstruosa que ejerce Eli para alimentarse. En una película que funciona narrativamente a través de oposiciones de contrarios (el día y la noche; el humano y el monstruo), la violencia vampírica aparece como el reverso de los actos de violencia vulgares y cotidianos que puntúan la vida de Oskar. Es sintomática, a ese respecto, la escena de la aparición de Eli: justo cuando Oskar fantasea con responder de manera violenta a sus agresores aparece de la nada este personaje, un ser fuerte y violento capaz de llevar a cabo los actos que Oskar sólo se permite en su imaginación.

La interpretación psicoanalítica sería clara: Eli como la proyección de los deseos violentos de Oskar, un alter ego violento sin problemas morales, puesto que sus actos se hallan guiados por el instinto de supervivencia. Sin llegar a esos extremos, podemos considerar la relación entre Eli y Oskar como una exploración de la relación entre el hombre y el monstruo, entre una humanidad civilizada y un instinto violento atávico. Todo esto se halla expuesto con notable ambigüedad, en el que los límites entre la inocente historia de amor pre-adolescente y la iniciación al crimen y a la locura nunca están del todo bien definidos.