miércoles, 20 de mayo de 2009

Ponyo en el acantilado

T.O: Gake no ue no ponyo
Dir: Hayao Miyazaki
Animación, Japón, 2008, 100'

En estos momentos en los que la tecnología digital ha permitido un acercamiento más directo a la realidad y ha propiciado nuevas formas cinematográficas basadas en métodos naturalistas de filmación, existe, sin embargo, un poderosos grupo de cineastas que prefieren encerrarse en mundos cerrados, creados por ellos mismos, con las únicas reglas que les dictan sus fantasías. Para autores como Tim Burton, Tarsem Singh, Guy Maddin, Bill Plympton, o Jean-Pierre Jeunet (con o sin Marc Caro), la fantasía y las ilusiones contienen más verdad y ofrecen una visión más auténtica del ser humano que una observación mas o menos conductista de la realidad. Muchos de ellos han utilizado la animación como medio de expresión, no por casualidad la herramienta cinematográfica más alejada de lo que André Bazin llamaba “la huella de lo real”.

Sin ninguna duda, el japonés Hayao Miyazaki, cabeza visible del Studio Ghibli, ocupa un lugar determinante en esta tendencia. Veterano del anime, con series como “Arsenio Lupin” o “Sherlock Holmes” a sus espaldas antes de dedicarse al largometraje, la llegada de Miyazaki al primer plano de la escena cinematográfica mundial (el Oso de oro que recibió en Berlín, en 2001, por “El viaje de Chihiro”, su obra maestra) fue recibido con el consabido arqueo de cejas por parte de la crítica tradicional, algo reacia a que un tipo que hacía películas de dibujos animados se colase en el panteón de los autores consagrados. Casi diez años después, la obra de Miyazaki se contempla como una de las más importantes dentro del panorama cinematográfico actual, de animación o no.

Miyazaki posee una forma personal de entender la animación, con un dibujo muy característico, que, si bien se asienta sobre las bases del anime tradicional, con su técnica de animación limitada y su cromatismo claro y contrastado, las trasciende con su inventiva en la creación de personajes y una concepción narrativa única, dominada por mundos fantásticos en perpetua transformación. Sus personajes se apartan de los animales antropomorfos de la animación al uso: son espíritus etéreos, dioses animistas o niñas asexuadas, todos ellos en esencia fluidos y maleables, (como si se dijera, “animados”), siempre a punto de convertirse en otra cosa, con identidades también fluidas: lo heroico y lo malvado, lo infantil y lo adulto son conceptos que se desplazan a lo largo de la narración, como si no fueran categorías estables.

Mundos animados
Como suele ser habitual en el cine del japonés, la película adopta el punto de vista de su protagonista principal, en este caso un niño de cinco años, Sosuke. Sosuke vive con su hiperactiva madre en una casa sobre un acantilado; en uno de sus juegos junto al mar descubre un curioso pez rojo al que decide llamar Ponyo. Pero Ponyo no es un simple pez, sino una extraña criatura, hija de una especie de mago que hace años abandonó la vida terrestre para sumergirse en las profundidades del mar y de una diosa del océano. Cuando descubra la vida humana a través de Sosuke, Ponyo deseará convertirse en una persona, y poco después aparecerá convertida en una niña de cinco años, lo que afectará al precario equilibrio entre la tierra y el mar.

Como corresponde a una narración que adopta el punto de vista de un niño, el estilo visual de la película resulta sencillo y claro. Miyazaki, partidario de la animación tradicional frente a las técnicas digitales, utiliza el pastel y la acuarela (algo que resulta lógico teniendo en cuenta el ambiente acuático de gran parte de la trama) y dibuja con un trazo claro que no renuncia de ninguna manera a la expresividad. La sencillez del trazo, el tono naïf del dibujo, resultan un prodigio de despojamiento y expresividad. No es una renuncia a la complejidad, sino la conquista de un artista mayor que ha logrado, tras años de paciente control de su medio expresivo, la capacidad de amplificar los más mínimos recursos creativos, creando resonancias universales.

Lo líquido y lo sólido
En Miyazaki, la animación se vuelve animista. Todo está animado, todo tiene vida propia. Ponyo, el pececito de extraños orígenes, se transforma ante nuestros ojos en una niña aunque su esencia resulte bastante elástica durante toda la película. Sosuke y su madre se convierten inesperadamente en criaturas acuáticas y viven el desenlace de la aventura bajo el mar. Las olas se convierten en enormes peces que rompen contra el acantilado, convirtiéndose de nuevo en agua. Una misteriosa diosa acuática, que parece ser el espíritu mismo del mar, reconcilia el enfrentamiento entre Ponyo y su padre en lo que puede decepcionar a algunos como un deux ex machina al uso, pero que resulta coherente dentro del universo narrativo de la película.

Es lógico que para un creador de mundos cuya principal característica es la permeabilidad de sus límites y la indefinición de sus criaturas, atenerse a las reglas de la narración pueda resultar algo artificial y forzado. Una de las críticas que se le suele hacer es la precipitación con que remata sus historias, como si en un determinado momento decidiese que ya nos ha mostrado todo lo que quería del extraño mundo que ha creado y necesitase terminar la película de alguna manera. Algo así le ocurría a su anterior película, “El castillo ambulante” (“Hauru no ogoku shiro”, 2004), y se repite, en menor medida, en “Ponyo en el acantilado”. Pero por otra parte, dada la inestabilidad del universo narrativo, nunca podremos estar seguros de que la estabilidad alcanzada tras la conclusión se mantenga durante mucho tiempo.

En realidad, la narrativa de Miyazaki consiste en desencadenar en un universo que podríamos considerar familiar, cercano a nuestra realidad, la irrupción de otro mundo, del que no conocemos los orígenes ni los límites, y cuyas leyes nos resultan extrañas. La clave consiste en el equilibrio de los dos mundos, el pluriforme y mágico y el sólido y terrenal. Mientras Sosuke y su madre descubren (y aceptan con bastante facilidad) el mundo marino, Ponyo descubre y queda fascinada por el mundo terrenal, cuyas leyes, para ella son tan inescrutables como para los humanos la del océano.

Por supuesto, nos sumergiremos (literalmente) en un mundo cuyos principios siempre nos resultarán desconocidos: nunca sabremos cual es la exacta naturaleza de Ponyo, que demonios se propone su padre en su extraño submarino, de donde ha conseguido ese poder sobre la naturaleza acuática y cual es su grado exacto de maldad, si es que tiene alguno. Por todo ello, antes de perdernos por la exhuberancia de la historia sin saber muy bien adonde nos conduce la narración, debemos contemplar “Ponyo” como el relato de las relaciones y conflictos entre un mundo sólido y un mundo líquido, entre un mundo estable y otro fluido. Identificar uno de ellos con nuestra vida cotidiana y el otro con los mundos poderosos de la imaginación quizá sería llevar las cosas demasiado lejos.