miércoles, 30 de noviembre de 2011

Un método peligroso

T.O: A Dangerous Method
Dir: David Cronenberg

Int: Keira Knightley, Viggo Mortense, Michael Fassbender, Vincent Cassel

Canadá, Alemania, 2011, 94'


Estamos en 1902, un carruaje atraviesa una colina boscosa cerca de Zurich, Suiza. Se dirige al hospital Burghölzli, dentro viaja Sabina Spielrein, (Kiera Knighley) una joven de diecisiete años que sufre un violento ataque de histeria. Su cuerpo se contrae violentamente, en agotadoras convulsiones, como si sintiera la necesidad de decir algo indecible, y al mismo tiempo hiciera agotadores esfuerzos para evitar que las palabras lleguen a salir de su boca. Su estado la incapacita para llevar una vida normal, y por ello es internada en el sanatorio. Allí, un joven doctor, Carl Gustav Jung (Michael Fassbender) piensa que Sabina es la persona adecuada para probar una nueva terapia basada únicamente en conversaciones. Un método desarrollado unos años antes por un doctor vienés, Sigmund Freud, pero que hasta entonces nunca se había llevado a cabo. Jung, con sus rígidos cuellos de camisa, sus impecables modales burgueses y su voz atildada parece encarnar la esencia de la sociedad de la época, definida por la arquitectura neoclásica y el respeto a las costumbres burguesas. Un joven algo remilgado para enfrentarse al monstruo de la represión sexual que estaba a punto de salir de debajo de la cama para cambiar para siempre la concepción del individuo. Pero en unas pocas sesiones Jung consigue descubrir el origen de la histeria de su paciente: los golpes que su padre le daba le provocaron excitación sexual. Una vez hecho el descubrimiento, la enfermedad, provocada por sus emociones encontradas respecto a sus tendencias masoquistas, se desvanece y Sabina puede llevar una vida normal. Jung ve potencial en la chica y la anima a estudiar psiquiatría.

Michael Fassbender y Keira Knightley

El éxito con su paciente lleva a Jung a conocer a Sigmund Freud (Viggo Mortensen). El doctor vienés, al contrario del suizo, resulta mercurial y carismático. Tiene una numerosa familia y perpetuas necesidades financieras, y dirige como un príncipe a un grupo de acólitos agrupados bajo el paraguas del psicoanálisis, todo ello de sin dejar de dar caladas a su perpetuo cigarro. Impresionado por el trabajo y las opiniones de Jung, se establece entre los dos una relación de maestro y discípulo. Al volver a Suiza, se encuentra con que sabina desea superar la teoría sexual y pasar a los hechos. Jung, siempre algo mojigato, duda, y cuando accede a sus deseos, lo hace como si estuviera llevando a cabo una exploración científica: la relación entre los dos se va convirtiendo en una especie de psicodrama, que amenaza con llevarse por delante las convicciones sociales de Jung. Aparece Otto Gross (Vincent Cassel), un psicoanalista renegado que propugna la anarquía sexual y el abandono de todas las convenciones respecto a las relaciones íntimas. Gross le sugiere a Jung que practique con ella experiencias sadomasoquistas: es un pequeño placer que podría proporcionarle, le dice. Jung, aunque no está del todo convencido, así lo hace.

Esta es una película de ideas, o cómo la ha definido su realizador “un menage a trois intelectual”.Lo irónico es que los propios personajes se vayan enredando en esas ideas: Freud y Jung escenificarán su peculiar complejo de Edipo, la relación entre Jung y Sabina avanzará a golpe de transferencia y contratransferencia y cuando se siente abandonada por Jung, Sabina escribirá a Freud para contarle la situación, escenificando el papel de una hermana enfadada que se chiva al padre. Todo se desarrolla en medio de salones burgueses, corsés apretados y cuidada caligrafía. Hay un contraste entre ese mundo de convenciones en el que viven los personajes y sus ideas sobre represión, sadomasoquismoe impulsos eróticos incontrolables. Freud, Jung y Spielrein atisbaban la naturaleza de los instintos por debajo del disfraz de la civilización, pero intentaban arreglárselas para vivir unas vidas perfectamente respetables. La sobriedad y la fidelidad a los detalles con las que Cronemberg filma ese mundo no hace más que añadir profundidad a la ironía.

Viggo Mortensen es Sigmund Freud

Cronemberg no es ajeno al drama de cámara. El canadiense definió su mayor éxito de taquilla, “La mosca”, como una película en la que dos personas enamoradas se encierran en una habitación y una de ellas enferma mortalmente. Es una forma de destacar que por debajo de los efectos especiales, las convenciones del terror y la ciencia ficción y los excesos del maquillaje, lo que le preocupaba era un drama psicológico. En realidad, su puesta en escena siempre ha sido muy contenida, ha sido la enfermiza imaginería gótica que empleaba unos años atrás la que le ha dado fama de cineasta excesivo. En “Un método peligroso” no hay efectos especiales, y la única sangre que vemos mancha unas sábanas blancas en la escena en que el personaje de Kiera Knighley pierde la virginidad. El director ni siquiera se permite visualizar el sueño premonitorio en el que Carl Jung ve el lago cercano a su casa teñido de rojo, inundado por la sangre de Europa. Nada de extrañas aberturas corporales, órganos deformados, artefactos con partes mecánicas y partes biológicas. Pero a pesar de que falta toda la frondosa imaginería ampliamente influenciada por el psicoanálisis que ha venido a ser considerada como su seña de identidad más representativa, esta película no es por ello menos perturbadora ni sugerente.

A través de personajes enormemente inteligentes cuyas ideas sobre el papel del sexo en la mente humana les llevan a tomarse de otra manera sus propias relaciones sexuales, Cronemberg explora la difusa frontera entre el cuerpo y la mente, entre lo físico y lo intelectual. La manera en que el cuerpo de Kiera Knighley se tensa en su interpretación de Sabina Spielrein en una sobrecogedora manifestación de la debilidad de esa frontera. A través de la histeria, sus tormentos internos se hacen físicos, se exteriorizan de manera grotesca. Las convulsiones comienzan por su boca, que tiembla intentando expresar algo y reprimirlo violentamente en el mismo impulso, y van extendiéndose a partir de ahí al resto de su cuerpo. Aunque los síntomas desaparecen, las huellas de una pulsión intima que lucha por hacerse física continúan presentes en el personaje a lo largo de la película, y amenazan con aflorar en los momentos de mayor debilidad emocional del personaje. No se trata de que Sabina Spielrein resulte curada de su histeria, sino que consigue controlarla, al comprender y asumir sus causas.

Entre el deseo sadomasoquista y el estudio de la teoría sexual, el personaje de Sabina Spielrein es la piedra angular de la película, un cuerpo en constante tensión, agitado por los instintos y el intelecto a partes iguales. Mientras tanto, Freud y Jung intentan actuar con más cautela, aunque no podrán evitar resultar tambaleados por los mismos impulsos que están estudiando. El suizo abordará su relación con Sabina como si se tratase de un experimento clínico, o por lo menos eso se creerá él, ya que se dará cuenta demasiado tarde de la importancia de esa pasión en su vida. Freud aconsejará a Sabina que se olvide de Jung, y le sugerirá que su fijación por él no sería más que una fantasía a través de la cual intentaría revivir el mito de Sigfrido, la relación ideal con un príncipe ario y rubio. No podemos evitar pensar que en realidad Freud se lo está diciendo más bien a sí mismo, ya que el también buscaba un Sigfrido rubio y ario como heredero para darle al psicoanálisis un status aceptable dentro de la sociedad. Cuando las ideas de ambos se separen al derivar Jung hacia unos planteamientos místicos que Freud, completamente ateo, desaprueba, no lo vivirán como una disputa intelectual, sino como un drama de traiciones filiales y desafíos a la corona que no andaba demasiado lejos de las patologías que esos doctores describían. Debía ser bastante desconcertante para estos respetables caballeros de reconocido prestigio intelectual verse superados tan a menudo por las mismas fuerzas que luchaban por desvelar.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Melancolia

T.O: Melancholia
Dir: Lars Von Trier

Int: Kirsten Dunst, Charlotte Gainsbourgh, Kiefer Sutherland.

Dinamarca, 2011, 136'

La nueva cinta de Lars Von Trier comienza con el fin del mundo. Suena la obertura de “Tristán e Isolda”, de Wagner, el planeta Melancolía se acerca a la tierra en su danza de la muerte. Imágenes de fina textura digital, a cámara lenta, muestran a Kirsten Dunst flotando por un arroyo, boca arriba, con todo su atuendo nupcial, el ramo en las manos. Charlotte Gainsbourgh, con su hijo en brazos intenta avanzar por un campo de golf, pero la hierba se los va tragando lentamente. Dunst, otra vez vestida de novia, intenta avanzar por un campo, pero unas hebras de lana gris que parecen surgir del suelo se enredan en sus pies, impiden su avance. Los pájaros caen muertos, la electricidad surge de las manos de la novia. Lentamente, Wagner va llevando la orquesta a su anticlímax, vemos cómo el planeta choca con la tierra, destruyéndola. La manera en que está construido este prólogo resume la película que se va a desarrollar a continuación, en que el fin del mundo, la aniquilación de la humanidad, es algo parecido al éxtasis. Mientras el personaje de Charlotte Gainsbourgh expresa desesperación, en el rostro de Kirsten Dunst encontramos calma, seguridad, confianza en la aceptación de lo inevitable. En estas imágenes, el Apocalipsis es una conclusión romántica y exaltada, el final feliz más grande posible.


Justine (Dunst) se va a casar. La boda ocurre en un palacete reconvertido en hotel, y todo sería perfecto sino fuera porque ella se siente profundamente deprimida. En realidad lo tiene todo para ser feliz: un novio guapo que la quiere, un buen trabajo en el que acaba de ser ascendida. Todo es perfecto, si crees que la felicidad depende de variables socioeconómicas. Pero lo que siente Justine es una desconexión con el mundo, una incapacidad de relacionarse con lo que la rodea. Su hermana Claire (Gainsbourgh) hace todo lo posible por que se encuentre feliz. Claire es una persona ordenada y tranquila, razonable. Se refugia tras las convenciones sociales, las rutinas, esas formas acordadas de sociabilidad le permiten aferrarse a la vida. Y eso es lo que le da a Justine: la boda perfecta. Un novio con quién bailar, una tarta que cortar, un ramo que lanzar, una noche de bodas para hacer lo que se haga en las noches de bodas. Pero Justine, que sonríe, y sonríe, y sonríe, como le dice a su hermana, a pesar de todo ello no es feliz. Cada ritual que tiene que cumplir le sirve de recordatorio de lo vacías y huecas que son las relaciones humanas, como si no fueran más que convenciones previstas de antemano, y detrás de eso nada. Por eso, huye de la recepción para ir a mear en medio del campo de golf cercano, decide darse un baño justo cuando tiene que partir la tarta, se niega a arrojar el ramo obligando a hacerlo a su hermana. Todo ello molesta a quienes la rodean. ¿Es que no sabe cuanto a costado todo aquello? Justine, por su parte, parece deleitarse en la crueldad, en algunos momentos no le importa nada ser abiertamente desagradable, como si el dolor que es capaz de provocar a los demás fuese una conexión más auténtica con ellos.

Entonces aparece el planeta Melancolía. Al principio parece una simple estrella, de un extraño resplandor rojizo. Pero su presencia se va haciendo cada vez más inescapable, y Justine comienza a sentir una notable fascinación por él. Parece como si lo hubiese invocado ella misma, para que con su marcha inexorable destruya un mundo con el que no es capaz de establecer ningún vínculo. Pasan unos meses y Melancolía se acerca a la tierra. Los optimistas como John (Kiefer Sutherland), el marido de Claire, dicen que pasará de largo sin afectar a nuestro planeta. Pero hay quien cuenta una historia distinta, y si buscas en Internet puedes encontrar gráficos que muestran una trayectoria catastrófica. Para entonces, Justine se encuentra en un estado casi catatónico. Como si quisiera dejar de tener cualquier relación con el mundo, es incapaz de cuidarse por sí misma, ni siquiera puede darse un baño sola. Se va a vivir al mismo castillo en que se celebraba la recepción de la boda, ahora descubrimos que es la casa de Claire y de su marido. La incertidumbre con respecto a Melancolía parece alterar a Claire, sin embargo. Es como si su existencia ordenada y previsible se derrumbara ante la posibilidad de la catástrofe, como si todas las certezas que basan su estabilidad emocional se revelaran inútiles, incapaces de protegerla ante el impacto de lo inexplicable. Su reacción serán unos ataques de angustia cada vez más fuertes, mientras que ahora es Justine quien recupera la calma, quien parece controlar la situación.

Como en Anticristo, la anterior película de Lars Von Trier, Melancolía se encuentra inspirada por la experiencia de la depresión. Si en aquella el danés exploraba, a través del género de terror más extremo, el horror ante la vida contemplada como una serie de procesos meramente físicos, ahora contempla la depresión como un asunto cósmico. Aunque el tema del fin del mundo es casi una anécdota, en realidad la muerte de cada uno de nosotros representa el fin del mundo por lo que a nosotros respecta. Justine y Claire representan dos actitudes distintas, aunque complementarias, ambas son ejemplos de enfermedades de nuestra época. Justine es incapaz de ver ningún sentido en las convenciones de la vida cotidiana, y se abandona a la inanidad, mientras que Claire se desespera al comprobar que esas mismas convenciones, en las que basaba toda su vida, no sirven para darle ningún sentido a la existencia, sino que simplemente sirven para llenar el vacío. Entonces se comprende por qué el cataclismo se convierte en una epifanía, o por lo menos por qué Justine lo ve así. La aniquilación de la humanidad puede ser una manera de conectar con el resto del planeta, con el resto del universo, aportando un atisbo de trascendencia a lo que de otra manera sólo sería una anécdota de la biología. Es puro romanticismo, en el sentido primigenio del término.

Las referencias al romanticismo alemán son notorias, empezando por el uso de la música de Wagner, y los aficionados podrán divertirse localizando las numerosas referencias pictóricas. (Por ejemplo, el cuadro “Cazadores en la nieve” de Peter Brueghel el viejo aparece citado unas cuantas veces. ). Pero el estilo de la película está más allá de eso. Aprovechando una vez más la extraordinaria definición del formato digital, Von Trier rueda la boda con la cámara en mano de movimiento continuo y foco caprichoso de los años del dogma, hace aparecer el planeta en majestuosas imágenes digitales, y cuando la película se centra en la intimidad de la vida familiar de Claire y Justine, adopta un estilo más relajado, con movimientos de cámara suaves y cortes menos abruptos. Desde luego Charlotte Gainsbourgh y Kirsten Dunst no parecen hermanas en absoluto, pero eso no importa demasiado, porque la elección de las actrices resulta estimulante en la medida en que contradice su imagen más habitual. Dunst, de rostro dulce y claro, ofrece un contraste entre la placidez de su rostro y el tormento interior que afronta Justine. Gainsbourgh, en cambio, presta sus rasgos angulosos a la convencional y discreta Claire. Toda la película reposa en los hombros de Dunst, que acepta el reto con una energía considerable. Cuesta imaginarse a otra actriz en este papel, a pesar de que originalmente fuera escrito para otra persona.

Lo más asombroso de Melancolía no es su articulación dramática, el empleo de imágenes simbólicas o su estética cinematográfica, sino la manera en que la película se articula como una experiencia. Es algo que surge de la unión de todos los elementos, del empleo recurrente de la pieza de Wagner; la atmósfera de sutil extrañamiento creada por el empleo del espacio, ese castillo que en la primera parte es un hotel y luego un hogar, enorme al principio e íntimo después; la extraña belleza del planeta, y su caprichoso movimiento. Lars Von Trier pone todos los elementos en juego para que experimentemos el mismo proceso emocional que Justine, hasta el punto de que la película no resulta nihilista ni desoladora sino extrañamente optimista y liberadora. Quizá porque sea una obra de arte, y sus movimientos cosmológicos digitales, su recurso al legado cultural europeo como fuente declarada de inspiración y su psicología dramatizada no sean más que los palos con los que se construye una cabaña imaginaria en la que con la ayuda de una buena mentira, nos sintamos a resguardo de lo que no entendemos. De todas foras, a Von Trier, como a Kirsten Dunst, la depresión parece haberle sentado de maravilla.

domingo, 30 de octubre de 2011

Contagio



T.O: Contagion Dir: Steven Soderbergh Int: Matt Damon, Gwyneth Paltrow, Laurence Fishburne, Jennifer Ehle, Marion Cotillard EEUU, 2011, 106'

Esta es una película poco apta para hipocondríacos. Desde las primeras secuencias, Soderbergh filma pomos de puertas, tazas de café, cualquier objeto que los personajes toquen casi sin darse cuenta, y por el que pudiera transmitirse el virus protagonista. Se trata de una fantasía tremendamente documentada sobre lo que hubiera ocurrido si los peores temores acerca de la gripe A hubieran sido ciertos. El escenario es el mundo entero, ya que el avance de las comunicaciones ha dejado desfasado el concepto de epidemia, ahora nos hemos familiarizado con la palabra pandemia. Y en un mundo en el que nadie puede sentirse aislado, los protagonistas de esta historia podrían ser cualquiera.

Amenaza global, trama transnacional y protagonismo coral: Contagio es una película que adopta el formato del cine de catástrofes que se hizo popular a partir de la década de los setenta. El reparto está lleno de estrellas, para que los espectadores reconozcan fácilmente a personajes que sólo disponen de unos minutos en pantalla. Y también para avisar de que nadie está protegido frente al virus, por muy famoso que sea: Gwyneth Paltrow muere a los cinco minutos, y hacia el cuarto de hora está sobre la mesa de autopsias. A mitad de película, otra gran estrella ha salido con los pies por delante.

A este tipo de películas se le suele criticar su escaso peso dramático, limitado por la dispersión de los personajes y las tramas, que los guionistas a menudo solucionan con una sucesión de escenas melodramáticas a medida que se va acercando el desenlace. A Soderbergh y su guionista, Scott Z. Burns ese problema no les importa en absoluto, los personajes aparecen únicamente en función del lugar que ocupan en la trama, y el desapego emocional es un registro en el que se sienten muy cómodos. La frialdad de la película es tal que algunos han sugerido que está contada desde el punto de vista del virus.

Jennifer Ehle, un rostro nuevo en el reparto

La trama comienza con la muerte de Beth (Gwyneth Paltrow) y de su hijo pequeño, mientras su marido Mitch (Matt Damon) debe asumir una pérdida tan inesperada como incomprensible. Pronto se descubre que la causa del fallecimiento de Beth es una enfermedad desconocida que se transmite a través del tacto. Los científicos de Centro para la prevención y control de enfermedades, encabezados por el doctor Ellis Cheever (Laurence Fishburne), se ponen a trabajar. Mientras tanto, un bloguero (Jude Law) se dedica a extender teorías de la conspiración, en lo que es la subtrama más floja de la película.

Hay montones de escenas expositivas, presentaciones de power-point, reuniones administrativas, jerga científica. Mientras el virus se expande, la sociedad se descompone. Soderbergh y Burns aprovechan para echar unas gotas de su visión pesimista de la humanidad: ante la crisis se desata la anarquía, la gente se convierte en una masa. Hay heroísmo, sin embargo, pero no un heroísmo de grandes acciones o de discursos grandilocuentes, sino de acciones silenciosas y anónimas, como el gesto de una víctima agonizante del virus que intenta acercar su abrigo al enfermo que tiene al lado, que se queja del frío, aunque su propia debilidad lo acabe convirtiendo en un gesto inútil.

A pesar del ritmo sincopado e impersonal, apoyado por una extraordinaria banda sonora de Cliff Martínez, Soderbergh logra que cada personaje, cada intérprete, tenga su momento estelar. Matt Damon brilla en la escena en que se ve incapaz de aceptar la muerte de su mujer; Jennifer Ehle dialoga con su padre moribundo sobre los riesgos que tienen que afrontar los científicos que investigan el virus, el doctor Cheever se enfrenta al dilema de usar su posición privilegiada para lograr que sus seres queridos se libren del virus. Es ese tipo de películas que hace unas décadas eran la producción habitual de Hollywood: cine de género de ritmo arrollador que no evita los momentos en que los personajes muestran su lado humano ni renuncia

lunes, 24 de octubre de 2011

Another Year

Dir: Mike Leigh
Int: Jim Broadbent, Ruth Sheen, Leslie Manville
Reino Unido, 2010, 129'

Slice of life”: rebanada de vida. Así llaman en Inglaterra a películas como esta, que se presentan como un trozo de vida directamente extraído de la realidad, con su problemática mundana y cotidianidad monótona. Es una de las grandes tendencias del cine inglés, que se desarrolló con fuerza a partir de los años cincuenta, recogiendo la herencia del teatro de los angry young men. Suele tener una intención crítica de raíz izquierdista, y durante muchas décadas ha tenido una gran acogida en la televisión británica, hasta el punto de que el género se ganó el apodo algo despectivo de “kitchen sink drama”: drama de fregadero, por la gran profusión de conflictos domésticos de clase baja.

Al contrario de otras tradiciones realistas, que se apoyan en localizaciones naturales y actores no profesionales interpretando versiones de sí mismos, el cine inglés tiene sus raíces en el teatro y busca la sensación de realidad a través de interpretaciones muy trabajadas. Es un cine en que los actores condicionan a la cámara y no al contrario. A veces se le puede acusar de poner la palabra por encima de la imagen, a través de una puesta en escena funcional articulada en función de lo que se quiere mostrar.

Mike Leigh es actualmente el representante más cualificado de esta tradición. Cuenta con una trayectoria notable en el teatro y la televisión, trabaja con un elenco de actores de gran experiencia y por supuesto, sus historias son análisis sociales de la vida en Gran Bretaña, centrados a menudo en personajes de clases medias o bajas. Su método de trabajo es particular: sin partir de un guión, desarrolla la historia con los actores a partir de improvisaciones con las que éstos moldean a sus personajes. En ese largo proceso de ensayos, las escenas de la película van tomando su forma definitiva. Espontaneidad absolutamente controlada, naturalidad modulada a través de un cuidado minucioso con cada gesto, cada mirada.

Aunque, como casi todos los cineastas con preocupaciones sociales, Leigh ha dirigido su dosis de cintas de denuncia y protesta, lo mejor de su cine se da en las películas que no tienen un mensaje obvio, sino que muestran a sus personajes en situaciones cotidianas y aparentemente intrascendentes, en las que, de todas formas, se ven sometidos a los condicionamientos sociales. Como “All or nothing” (2002), en la que narraba la historia de un matrimonio de clase obrera que recuperaba el amor casi por sorpresa después de años de monotonía. Si en estas películas el argumento es leve, en “Another Year” llega a hacerse casi inexistente. Parece que no pasa nada, excepto el tiempo.

Lesley Manville

Todo gira alrededor de Tom y Gerri (Jim Broadbent y Ruth Sheen), un matrimonio que se acerca a la tercera edad manteniendo su vida conyugal con una salud envidiable. Tan envidiable que corre el riesgo de despertar eso, envidias. Él trabaja como geólogo para una empresa constructora, ella es psicóloga. A ambos les gusta cuidar metódicamente su pequeño huerto, y su felicidad es parecida a eso: una labor de paciencia, trabajo constante y rutina. Una rutina que es vista por ambos como un refugio seguro. La película se divide en cuatro tiempos, cada una de las cuatro estaciones de un año, y consiste en una sucesión de encuentros, cenas familiares, fiestas en el jardín y un funeral. Alrededor de Tom y Gerri giran, en diversos grados de soledad e infelicidad, varios personajes que son atraídos hacia la calidez de su hogar como moscas hacia la luz. Ken (Peter Wight) es un viejo compañero de estudios de Tom, que intenta mitigar su soledad y el envejecimiento comiendo y bebiendo compulsivamente. Ronnie (David Bradley) es el hermano de Tom, quien reacciona a su reciente viudedad sumiéndose en la incomunicación.

La invitada más recurrente es Mary (Lesley Manville), una mujer que se niega a aceptar los años que cumple y ahoga su angustia a través del consumo compulsivo de alcohol y coqueteando desesperadamente con cualquier hombre que tenga cerca. Mary es uno de esos personajes a los que se suele contemplar desde una cierta distancia, con una sonrisilla y algo de autocompasión, como hacen Tom y Gerri. Ellos le siguen la corriente cuando se intenta engañar a si misma fingiendo ser una mujer libre y despreocupada, y miran hacia otro lado mientras se desliza por la pendiente de la soledad irredimible. Mary es el contrapunto del cuadro de felicidad conyugal y bendita cotidianeidad que representan Tom y Gerri., una perdedora emocional que muestra el lado más duro del culto a la juventud y la despreocupación.

“Another Year” resulta ser una película más amarga de lo habitual en el cine de Leigh, quien siempre adopta una visión humanista. Aquí, la familia no es ese refugio de afectos que vincula a las diferentes generaciones, clases sociales e incluso razas que aparecía en “Secretos y mentiras”, su película más famosa. La familia es aquí una especie de club privado, una institución que sirve para delimitar entre propios y extraños, a veces de manera cruel. Dada la creación tridimensional de los personajes que llevan a cabo el director y su reparto, es difícil definirlos en unas breves frases, son más complejos de lo que permite una rápida categorización. Por ello, la película casi invita a debatir sobre sus actitudes: ¿Son en realidad Tom y Gerri tan irreprochables como parecen, o tras esa apariencia de bondad se encuentra la hipocresía, la de unas personas que desde el confort de su felicidad son incapaces de comprender el sufrimiento de los demás, y miran a quienes les rodean con condescendencia?

Leigh siempre mira a sus personajes desde el punto de vista de un sociólogo, por lo que, pese a la levedad de las situaciones, y a la aparente intrascendencia del argumento, la película resulta un análisis complejo de la realidad social, sobre todo de la manera en que condiciona las relaciones humanas. La distancia entre las clases sociales se ha difuminado, y en una familia pueden convivir personas con niveles de ingresos muy diferentes, sin embargo, la huella de las diferencias de clase persiste. Los vínculos humanos se vuelven frágiles y quebradizos, es el reverso de la libertad individual. Casi se convierten en un bien escaso, atesorado por unos pocos. Una forma de economía, una economía de los afectos , en la que unos pocos son afortunados y el resto se conforma con lo que puede, por su culpa o por el azar, por decisiones que han tomado ellos o por circunstancias de la vida. En un desolador plano final, la soledad se abre como un abismo en medio de lo que parece una cálida reunión hogareña.

jueves, 13 de octubre de 2011

Nader y Simin. Una separación

T.O: Jodaeiye Naderaz Simin.
Dir: Asghar Farhadi
Int: Peyman Moaadi, Leila Hatami, Sareh Bayat
Irán, 2011, 123'

En la primera secuencia de la nueva película de Asghar Farhadi, el matrimonio que la protagoniza discute ante el juez los motivos por los que quieren separarse. La cámara adopta el punto de vista del magistrado, es la manera que tiene Farhadi de invitar al público a discutir sobre las motivaciones de los personajes, a juzgarlos. Simin lleva años planeando emigrar al extranjero, para lo que ha tardado mucho tiempo en conseguir los visados necesarios. Aunque su marido está de acuerdo, poco antes del viaje, su padre sufre Alzheimer y es incapaz de valerse por sí mismo. Por ello, Nader ve imposible marcharse de Teheran en esa situación. Sin embargo, Simin cree que irse es lo mejor para el futuro de su hija adolescente, Termeh, por lo que plantea una separación. Por su parte, Termeh decide quedarse a vivir con su padre, sabiendo que su madre no se irá sin ella, e intentando así evitar el divorcio de sus padres.

Esta secuencia es un ejemplo claro de las intenciones del director iraní, que pretende poner a su público en dificultades a la hora de juzgar a unos personajes que actúan cada uno con sus motivos, pero a la vez influidos por prejuicios y costumbres. En “A propósito de Elly”, su excelente película anterior, los miembros de una clase media con aspiraciones progresistas se enfrentaban a los rescoldos de prejuicios tradicionales que incubaban dentro de sí. Aquí, al conflicto entre la tradición cultural o religiosa y las ansias de modernidad se unen los prejuicios relacionados con la clase. Nader necesita a alguien que cuide de su padre cuando él trabaja, y contrata a Razieh, una mujer de clase baja y del ámbito rural que llega cubierta completamente por un Chador y que necesita consultar con un religioso sobre si es pecado cambiar a un anciano que sufre incontinencia.

Las cosas se complican más tarde, cuando, tras una disputa con Razieh motivaba por la incompetencia de ésta para el cuidado de ancianos, Nader termina empujándola, lo que puede ser o no la causa del aborto de ésta. Aparece en escena el marido de Razieh, que no sabía que esta estaba trabajando, lo que, debido a su mentalidad tradicional, le parece una ofensa y una traición. Éste se enfrenta con Nader de manera bastante irracional, su disputa terminará en los juzgados. Lo que sigue a continuación es una mezcla de mentiras y prejuicios, que poco a poco virará hacia el suspense y que incluye un retrato demoledor del sistema de justicia iraní.

Los personajes actúan a través de una maraña de convenciones sociales de las que son conscientes y con las que tiene que negociar continuamente, aunque no crean en ellas, auque deseen cambiarlas. La tarea del realizador es hacerlas visibles, ponerlas delante del espectador para que este las juzgue, de acuerdo a sus propias convenciones. Un acto de violencia insignificante puede alcanzar de repente proporciones mucho más amplias, puede tener consecuencias devastadoras. ¿Podemos juzgar a Nader por ello? ¿Bajo que criterios tenemos que hacerlo? Los personajes no lo tienen demasiado claro, y pondrán en marcha el clásico mecanismo de ocultaciones, mentiras y justificaciones.

jueves, 6 de octubre de 2011

No habrá paz para los malvados


Dir: Enrique Urbizu
Int: José Coronado, Helena Miquel, Juanjo Artero
España, 2011, 114'

Sucedió en Madrid

Esta es una película en que toda la tensión se acumula sobre los hombros de su protagonista. Se llama Santos Trinidad, y parece haber salido de un Spaguetti Western, y no solo por el nombre. De buenas a primeras nos lo encontramos deambulando por la noche madrileña, atacando cubatas de ron a tragos rápidos y abusando de su condición de policía para que le sirvan en antros que se disponen a cerrar. No tardará en meterse en un embrollo, cuando descubra que en el puticlub en el que se ha metido a tomarse la última se está llevando a cabo un negocio turbio, y su presencia resulta demasiado incómoda. Lo resolverá tirando de pistola, y pronto hay tres cadáveres en el suelo: un pez gordo del narcotráfico, un sicario colombiano, y una camarera, que no tenía nada que ver con el asunto, pero siempre podría identificarle. Hay otro tipo que sale corriendo, y el instinto felino de nuestro hombre, a quien no le gusta dejar cabos sueltos, se pondrá en marcha tras su rastro.

Sabemos poco del pasado de Santos Trinidad: que estuvo en las “fuerzas especiales” (¿Cómo de especiales?) y que tuvo un asuntillo turbio en la embajada de España en Colombia, en el que su compañero quedó gravemente herido después de que a él “se le disparara el arma”. Lo demás nos lo deja a la imaginación, y desde luego no es difícil imaginarse al personaje reptando por esas cloacas del estado, tras la transición, donde policías con demasiado poder y gatillo fácil se tomaban la ley en términos muy relativos. Pero si el personaje tiene sus raíces en cierta realidad social, no es menos cierto que sus antepasados también son los antihéroes del cine de género de los años sesenta y setenta, personajes turbios y violentos que preferían expresarse más con las armas que con las palabras.

Con un fondo de armario que parece no haber renovado en los últimos treinta años, un pelo encrespado y sucio y un rostro dado a la gestualidad desafiante, Santos trinidad es un personaje que no se encuentra cómodo en las pulcras e informatizadas comisarías de principios de milenio. Es un hombre de acción, de patearse la calle, y los trabajitos funcionariales en los que lo han enterrado tras su turbio pasado le hacen sentirse inútil. José Coronado le aporta una humanidad que se cuela por los intersticios de sus acciones rotundas: sabemos que es un hijo de puta que ha sufrido, que la vida le ha hecho daño, aunque no sepamos exactamente por qué, desde luego, él no va a perder el tiempo contándole su vida a nadie. Urbizu lo describe como “una especie de guerrero cristiano, con un crucifijo colgando”, un guerrero cristiano de cubata de ron y puticlub, poco amigo de lavarse el pelo y que añora otros tiempos, más propicios para los modales expeditivos y los bigotes superpoblados.

Si Santos Trinidad es la figura en primer término, Madrid es el escenario de fondo, una ciudad de la que Urbizu ha dicho que “siempre está atascada, hay un caos brutal, lleno de vagabundos, lleno de locos por las calles, de manifestaciones…es maravilloso, y acojona un montón”. En el periplo de nuestro personaje recorreremos, como suele ser habitual en el género negro, lugares muy variados: polígonos industriales, discos latinas, centros comerciales, juzgados de guardia, estaciones de autobuses, hoteles de lujo, bares de última hora. Probablemente se trate del retrato más preciso del Madrid de la primera década de este siglo que haya dado el cine. El Madrid de Urbizu es una ciudad sorda e indiferente, repleta de lugares anónimos, un hervidero de personas en el que nadie mira a nadie a la cara y los personajes con las pasiones más siniestras pueden moverse sin llamar demasiado la atención.

El contraplano de Santos Trinidad es la juez Chacón, interpretada por la cantante Helena Miquel. Si el viejo policía habita un mundo inestable, donde a él mismo le cuesta a menudo mantener la verticalidad, y los espacios vacíos pueden convertirse de repente en algo amenazante y peligroso, la jueza vive en un mundo estable y ordenado, un mundo de despachos y oficinas donde los cadáveres se amontonan en folios Din A-4. Pronto la cosa se complicará, y lo que en principio parecía ser un asunto de tráfico de drogas tendrá una ramificación que nos llevará hacia una célula de integristas islámicos. Si el personaje de Coronado no dudará en resolver sus asuntos de la manera más brutal, la juez se verá encallada en un laberinto administrativo.

En esta clase de películas el demonio está en los detalles, y Urbizu logra que los detalles sean correctos. El reparto de secundarios está muy bien elegido, con esa atención a la fisonomía de los actores tan necesaria en el género negro. La música de Mario de Benito aparece y desaparece en los momentos justos, sin hacerse notar demasiado. La fotografía de Unax Mendía se reparte entre la luz que muestra la sordidez de los ambientes y la oscuridad que oculta a los personajes moviéndose en sombras. Nada destaca especialmente por sí mismo, lo que es sintomático de que el conjunto está bien orquestado, los ingredientes se combinan en fundón del resultado final.

Profesionales

La carrera de Enrique Urbizu ha recorrido un camino algo atípico dentro del cine español. Surgió a finales de los años 80, precediendo a una generación de cineastas que huían de la solemnidad del cine que se hacía al amparo de la Ley Miró recogiendo influencias anglosajonas y experimentando con versiones autóctonas de los géneros más populares. Su carta de presentación fue el thriller “Todo por la pasta” (1991). Durante los años 90 su carrera languideció en diversos encargos no demasiado afortunados, para recuperar su pulso durante la pasada década con una especie de trilogía noir llevada a cabo con la colaboración del guionista Michel Gaztambide y el actor José Coronado: “La caja 507” (2001), “La vida mancha” (2002) y la película que nos ocupa.

Guiones lacónicos donde se sugiere entre líneas y gestos más de lo que se cuenta, una puesta en escena sobria y precisa, con uso de planos largos y utilización dramática de la profundidad de campo son las señas de identidad del último Urbizu, unas películas que tienen un pie puesto en el retrato social y otro en una cierta mitología criminal. Su visión del género huye de las influencias del cómic o del videojuego que han explotado cineastas más jóvenes que él, y se refugia en terrenos más clásicos, concretamente en los del thriller áspero y violento de la década de 1970. Algo así como un artesano de la vieja escuela, solo que en este caso Urbizu ha tenido que inventarse una tradición genérica donde no existía: recogiendo elementos del cine español de contenido social como telón de fondo para aplicarles en primer plano formas y figuras del western o thriller americanos.

Un profesional meticulosos, algo que comparte en cierta medida con Santos Trinidad. Ambos confían en las acciones más que en las palabras, lo que viene a resultar en que se emplee un riguroso conductismo. Puede que a ambos, se les haya pasado por la cabeza, al contemplar el desarrollo de los acontecimientos, la posibilidad de una redención sangrienta al estilo de la que llevaban a cabo William Holden y sus muchachos al final de “Grupo Salvaje”, pero en realidad lo que vemos en la película es la inercia del movimiento, un personaje que no puede dejar de actuar de la manera que actúa aunque las consecuencias sean destructivas, o aunque eso le lleve a convertirse en un héroe de manera casi accidental.

martes, 27 de septiembre de 2011

Le quattro volte

Dir: Michelangelo Frammartino.
Italia, 2010, 88'

La relación del cine con el mundo rural ha sido con frecuencia la de un extraño en un universo desconocido. El cine es hijo de la modernidad, de la era industrial, la narración servida por la tecnología, y dispone de unas herramientas conceptuales que no se acaban de adaptar completamente a mundos tradicionales, en los que la temporalidad es cíclica y las acciones se suceden a la manera del ritual. Cuando se han acercado a esas sociedades, los cineastas suelen adoptar una postura antropológica, distanciada, como si acercarse demasiado a unas personas y unos hechos que consideran tan lejanos pudiese contaminarlos.

Desde los documentales pioneros de Flaherty, que proponían una visión humanista sobre comunidades como los esquimales del polo norte o los habitantes de las inhóspitas islas de Arán, hasta propuestas más recientes, como “Tulpan”, de Sergei Dovortsevoy, o incluso “La historia del camello que llora”, de Byambasuren Davaa y Luigi Falorni, las cámaras han apuntado hacia la supervivencia de formas de vida primitivas con cierta fascinación, a menudo jugando la carta del exotismo y la extrañeza para sorprender a un público principalmente cosmopolita. El contacto físico con la naturaleza, la mirada orientada hacia el pasado, no hacia el futuro, con la pervivencia de las tradiciones como fundamento de la sociedad, y la temporalidad cíclica y no lineal (condicionada por los ritmos naturales) son elementos que se observan con una combinación de admiración y distancia.

No hay que irse demasiado lejos para encontrar lugares donde las formas de vida que reúnan esas características. El italiano Michelangelo Frammartino ha encontrado uno de ellos en Caulonia, un pequeño pueblo en el sureste de Calabria donde pasaba sus vacaciones de verano durante la adolescencia. Cineasta experimental y con amplia carrera en el videoarte, la propuesta de Frammartino es un nuevo enfoque sobre este viejo empeño. No sólo no es humanista, sino que intenta evitar el punto de vista humano. El hombre es un ser más en un ciclo natural en el que todos los elementos de la naturaleza guardan relación, desde los habitantes del pueblo hasta las cenizas de madera, pasando por las cabras, los árboles o los insectos.

Comenzamos siguiendo a un viejo pastor. Al levantarse el sol, sube su rebaño de cabras al monte, ayudado por su perro. A la puesta, vuelve con ellas a su casa. Viejo y enfermo, el hombre muere; como es natural, la vida sigue su curso: poco después, nace un cabrito. El segundo episodio se centra en este animal, contemplaremos sus esfuerzos por integrarse en el rebaño. La primera vez que sale con el resto de las cabras al monte, se alejará del resto del grupo, lo que acabará resultando fatal. Refugiado bajo un enorme abeto, muere de hambre y frío. El árbol es el protagonista de la tercera historia. Al poco tiempo, unos hombres lo talan para colocarlo en medio del pueblo, donde será protagonista de una vieja tradición local. Veremos a un hombre trepar por él como si fuera una hormiga. Después, los hombres lo conducirán a una carbonera, donde hecho pedazos, veremos el proceso por el que la madera se convierte en carbón vegetal.

Las imágenes de esta película fluyen libremente entre el hombre y la naturaleza, entre lo animal y lo vegetal como si fueran parte de la misma cosa. Su progresión atiende a ciclos, más que a una narrativa lineal: ciclos naturales, como el día y la noche, o las cuatro estaciones, y las actividades que se organizan inevitablemente a su ritmo. Ciclos simbólicos, como el nacimiento que sucede a la muerte como emblema de la regeneración de la vida. Con las sorprendentes relaciones que establece entre los diversos seres, Le quattro volte consigue ser grave y ligera al mismo tiempo, cómica y también solemne.

Frammartino emplea todo tipo de estrategias cinematográficas para señalar la distancia y el punto de vista no humano de su película. Por supuesto, deja de lado la narración lineal para estructurar su película a modo de ciclos, dominados por la naturaleza y las actividades que se desarrollan de acuerdo a sus ritmos. La cámara, que adopta la distancia que estamos acostumbrados a observar en los documentales de naturaleza, se coloca a menudo en posiciones fijas desde las que observa impasiblemente. Frammartino vuelve una y otra vez a esas posiciones, desde las que vemos repetirse las mismas acciones, iguales pero diferentes, con los mismos protagonistas o con otros distintos.

El momento más representativo de la película implica al rebaño de cabras, libres y desconcertadas tras la muerte del pastor, y una procesión religiosa. Es inequívoco e irónico el paralelismo que el director establece entre las cabras y los hombres, y cómo estos, contemplados desde cierta distancia, forman también otro tipo de rebaño. Las actividades humanas que se desarrollan en la película están tan condicionadas por la naturaleza como las de los animales o vegetales, son tan cíclicas y predecibles. Es este quizá el punto de vista filosófico más notable de la película, que sitúa con cierto humor al hombre dentro de un mundo natural del que no es el principal protagonista.

lunes, 12 de septiembre de 2011

La piel que habito

Dir: Pedro Almodóvar
Int: Antonio Banderas, Elena Anaya, Marisa Paredes, Jan Cornet, Blanca Suárez.
España, 2011, 120'

Resulta curiosa la evolución de Pedro Almodóvar, un cineasta que comenzó su andadura a finales de los años setenta, amparándose en el espíritu punk que permeaba la cultura española postfranquista en diversos frentes. Sus primeros superochos, así como su debut en el largometraje “Pepi, Lucy, Bom y otras chicas del montón” eran artefactos caseros elaborados a partir del descaro y la improvisación, sin preocuparse por la escasa pericia técnica. Hoy, las películas de Almodóvar son otra cosa muy distinta: cuidados ejercicios de precisión cinematográfica, ensamblados con la precisión de un orfebre en los que los decorados, la distribución de los colores, la iluminación y la omnipresente banda sonora de Alberto Iglesias conforman un todo inseparable en que cada imagen lleva la huella inequívoca de su creador.

Las películas recientes de Almodóvar recuerdan, por su elaborada artesanía, a una vidriera gótica, y no sólo por el contraste cromático y los juegos lumínicos, sino por la rigidez y estatismo de su composición, por la solemnidad de su discurso. Almodóvar no es un cineasta que deje las ventanas abiertas para que entre el aire, más bien es un director de espacios cerrados, decorados cuidadosamente elaborados en los que los actores ocupan diligentemente su lugar en la composición del encuadre. No sólo se trata de una cuestión estética: los personajes del manchego mienten, fingen, actúan, a menudo de manera dramática, y sus películas a menudo tratan de la manera en que cada uno se ajusta su máscara ante los demás. Está claro que la realidad no es el medio ambiente preferido de las criaturas de Almodóvar.

La historia, en este caso, proviene de una novela del francés Thierry Jonquet, “Tarántula”, publicada en 1984. Antonio Banderas es Robert Ledgard, un cirujano plástico de éxito, que reside en una apartada finca a las afueras de Toledo, donde también ha instalado una clínica. Ledgard tiene un trágico pasado, su mujer ardió hasta morir en un accidente de tráfico, lo que le sigue obsesionando años después. En la clínica, encerrada bajo estrecha vigilancia, nos encontramos con Vera (Elena Anaya), una joven con la que experimenta la elaboración de una nueva piel, una piel capaz de resistir cualquier tipo de quemadura. Dada la alambicada estructura de la película, debemos detenernos aquí, ya que a continuación se sucederán una sorpresas y revelaciones sobre el pasado y el futuro de los personajes que no es conveniente desvelar.

Terreno nuevo para Almodóvar, al menos sobre el papel: aires de cine de terror con científico loco incorporado. Pero el cineasta español es un género en sí mismo, y “La piel que habito” pertenece inequívocamente al género Almodóvar: los elementos de terror se van diluyendo hasta convertirse en algo parecido al melodrama, que por lo demás se desenvuelve en la habitual promiscuidad de tono en la que la comedia hace su aparición de improviso, y con la misma rapidez se pasa a la tragedia. En cierto sentido, la operación se parece a la que el manchego realizó con “La mala educación”, cuando añadió unas gotas de film noir a sus ingredientes habituales.

La gran diferencia entre la novela de Jonquet y el film de Almodóvar consiste en la actitud de Vera, conejillo de indias involuntario de Antonio Banderas. Si Jonquet nos narraba la angustia de una persona sometida a aterradoras transformaciones en su cuerpo, en la película la actitud de Vera será más bien de asimilación y búsqueda de una nueva identidad tras los cambios forzosos. Su relación con el doctor se volverá algo más indefinido que una relación entre un torturador y su víctima. Es una constante en el cine de Almodóvar, en el que los comportamientos que más rechazo social causan son vistos desde una óptica en la que hasta los monstruos tienen sus razones.

En “Hable con ella” una violación (la que cometía el personaje de Javier Cámara sobre el cuerpo inconsciente de Leonor Watling ) no sólo era un acto de amor, sino que tenía virtudes terapéuticas. En “La mala educación”, se atrevía a convertir en un relato trágicamente romántico la obsesión de un sacerdote de mediana edad por uno de los niños del colegio donde enseña. Hay en el cine de Almodóvar una insistencia por examinar los comportamientos más extremos, los más proscritos socialmente, y, si no disculparlos, dotarlos de motivos, humanizar a sus protagonistas. En “La piel que habito” no podremos detenernos demasiado tiempo en las distinciones entre verdugo y víctima, porque la complicada dramaturgia nos detallará las razones del crimen, y, en cuanto a la víctima, no permanecerá demasiado tiempo en esa condición, sino que luchará por formarse una nueva identidad aunque sea con una piel impuesta.

miércoles, 31 de agosto de 2011

13 asesinos

T.O: Jûsan-nin no shikaku
Dir: Takashi Miike
Int: Kôji Yakusho, Takayuki Yamada, Yûsuke Iseya
Japón, 2010, 126' (Versión Internacional) 146' (Versión japonesa)

Takashi Miike ha relajado un poco últimamente su ritmo de trabajo. Desde hace un tiempo sólo rueda un par de películas por año, en vez de las cinco o seis que acostumbraba a realizar en sus inicios. Eso, obviamente ha tenido como consecuencia que el acabado formal de sus películas haya mejorado, dejando atrás el cutrerio extremo de sus películas en formato video de los noventa. También, si nos fijamos en las cintas que llegan a occidente, se ha decantado por un estilo más clásico y unos temas más tradicionales, en vez de las fantasías hiperviolentas que le hicieron famosos. Pero eso no es más que un espejismo. En su desenfrenada carrera, el japonés ha pasado de un género a otro sin pensárselo demasiado, del gore al cine infantil, del cine de yakuzas a la comedia absurda. Miike es uno de esos cineastas cuyo talento consiste en reconocer las claves de un género y adaptarse a ellas rápidamente, con eficacia. Quizá su condición de cineasta de culto en occidente se haya debido al efecto kimono, esa fascinación por una cultura cuyas reglas desconocemos, y la extrañeza que nos produce el cine popular japonés haya contribuido a considerarle más original de lo que realmente sea. Al fin y al cabo, las cintas extreme que cimentaron su fama de transgresor en Europa pertenecían en realidad a un género perfectamente codificado dentro de la industria japonesa.

“13 asesinos” es una película de samurais bastante clásica, con fotografía en claroscuro y tonos ocres para resaltar que se trata de algo serio e importante. Los actores adoptan posturas rígidas y declaman sus frases sobre el honor y el deber, la composición horizontal se adapta a los esquemas de la arquitectura tradicional japonesa y la cámara se mantiene quieta, por lo menos antes de la batalla final. Antes de hablar de madurez y todo lo demás, recordemos que últimamente Miike ha rodado películas sobre escuelas Ninja para niños y una adaptación de un manga llamado Zebraman tan extravagante como cabe esperar del género. En realidad lo que hace Miike es reconocer las características de un género y aplicarles su oficio. Y no es que haya nada de malo en eso, desde luego.

Su primera incursión en el jidai-jeki respeta las reglas del género con tal fidelidad y soltura que pareciera que Miike lleva toda la vida dirigiendo películas de espadachines con moño. El argumento no resultará nada nuevo para los aficionados a las películas de samurais: estamos en una época de paz, un par de décadas antes de periodo Meiji, y los samuráis malviven porque los señores ya no requieren sus servicios. Pero hay un noble particularmente sádico y malvado, un tal Naritsagu, que resulta intocable para el resto de la nobleza porque está emparentado con el Shogun. Los miembros del gobierno se preocupan por sus acciones, pero no pueden hacer nada por detenerlo. La situación se vuelve desesperada cuando el Shogún anuncia que va a conceder a Naritsagu importantes responsabilidades de gobierno. La única solución consiste en contratar a un samurai retirado, Shizaemon (el gran Koji Yakusho) para que reclute una banda y elimine a Naritsagu. Por supuesto, las fuerzas estarán desniveladas, ya que a Naritsagu le protege un ejército, y ahí comenzará una clásica película de hombres enfrentados a una misión suicida.

La violencia está mucho más contenida, y al principio resulta sorprendente, tratándose de Miike, que al filmar un harakiri evite mostrarnos el detalle de las tripas saliendo del cuerpo. Pero el gusto por lo extremo y lo bizarro subyace en algunos de los momentos más interesantes de la película. Así, el malo, Naritsagu, es retratado como un auténtico sádico, que siente auténtico placer con la violencia más salvaje. Lo veremos practicando el tiro con arco con una familia caída en desgracia, incluyendo a varios niños pequeños, y permitiéndose sonreír de placer en el proceso. En la mejor escena de la película, intentan convencer al samurai Shizaemon mostrándole a una joven campesina a la que Naritsagu ha amputado ambas extremidades y arrancado la lengua. Con la boca consigue mover un pincel para escribir esforzadamente lo que desea que le ocurra a quienes la han convertido en un monstruo: masacre total. Al verlo, Shizaemon se echa a reir, está feliz: cuantas veces habrá deseado en esos años de paz que ocurriera algo así para volver a empuñar la espada.

Es el instinto de muerte: la atracción por la violencia, el vértigo de la misión suicida. Shizaemón no deja de recordarles a los doce samuráis que se unirán en su empeño que deberán poner sus vidas a su disposición en todo momento. Es el código samurai, en el que el placer de la violencia se combina con una estricta disciplina. El baño de sangre heroico que culmina la película, cuarenta minutos de metraje nada menos, está rodado con oficio y talento por Miike, y con una detallada atención a los asuntos de estrategia. Resulta ser una buena secuencia de acción, en la que la atracción por la violencia y la repulsión por la masacre se reflejan con la ambigüedad de la que sólo es capaz el cine de género. En ese sentido, “13 asesinos” como buena película de samurais resulta un ejercicio de catarsis que recuerda al drama isabelino en su intensidad violenta.

viernes, 12 de agosto de 2011

Beginners (Principiantes)

T.O: Beginners
Director: Mike Mills
Intérpretes: Ewan McGregor, Christopher Plummer, Melanie Laurent
EEUU, 2011, 105'

Esta es una comedia tal y como son en 2011. No porque haya muchas películas parecidas, sino porque todo el ella señala a la época en la que se estrena. Es triste y divertida, tiene un tono de fábula subrayado por el registro visual cercano al comic con el que se nos retrata a los personajes y los escenarios, esta poblada por personajes solitarios y depresivos, aunque increíblemente atractivos y fotogénicos, y la música (indie) sobrevuela casi todas las escenas, intentando elevar nuestro ánimo cuando la enfermedad, la muerte y el duelo son lo que aparece en pantalla. Quiere ser sincera y a la vez cool, combinar la cercanía con el distanciamiento, y la manera en la que triunfa y fracasa, alternativamente, en ese empeño es bastante representativa de la manera en que nuestra época negocia con sus propias emociones.

La película comienza cuando Oliver Fields (Ewan McGregor), un dibujante de treinta y ocho años, tira a la basura las pertenencias de su padre, quien acaba de fallecer. Cinco años antes de su muerte, Hal Fields (Christopher Plummer) decidió salir del armario. Había estado casado durante cuarenta y cuatro años con Georgia, la madre de Oliver, y sólo tras la muerte de ésta, y a sus setenta y cinco años, decidió hacer pública su homosexualidad. Oliver, que tiene una preocupante tendencia a la soledad, contempla los esfuerzos de su padre por dar un giro a su vida y aprovechar todo el tiempo que la vida le ofrezca con una mezcla de sorpresa, curiosidad y afecto.

Ahora, en pleno proceso de duelo, Oliver tendrá que arreglar unas cuantas cosas respecto a su propia vida. En ese momento aparece Anna (Melanie Laurent), una actriz francesa de vida errante a la que conoce en una fiesta y de la que acaba enamorándose, Pero las cosas no son tan sencillas, y ambos tendrán que buscar la manera de formar un vínculo que les una de manera a menudo cómica, a menudo dolorosa. “Principiantes” navega entre tres tiempos: el presente en el que Oliver intenta rehacer su vida, los últimos años de la vida de su padre y la infancia del protagonista, en los años setenta, en la que vemos su relación con su madre.

Hay una relación presente en la película entre las edades de la vida y las épocas de la historia, en el que la época que uno atraviesa resulta tan determinante como el momento de la vida que se experimenta. En 1955 Hal renunció a su forma de amar para evitar la exclusión social y se refugió en una relación sancionada socialmente, un matrimonio convencional que, a pesar de todo, no estuvo desprovisto de amor. En 2003, Oliver y Anna son más libres en cuanto a la manera de expresar sus emociones, pero tienen que inventarse constantemente la manera de conocerse y hacer avanzar su relación, porque las viejas convenciones se han derrumbado. En ese sentido la película refleja una angustia muy propia del siglo XXI, la que resulta de intentar reconciliar, en los aspectos más cotidianos, la libertad individual con la necesidad de forjar vínculos más o menos fuertes.

El hecho es que, además, la película es autobiográfica. El padre de Mike Mills salió del armario a los 75 años, cinco años después, falleció. “Sus ganas de dar un vuelco completo a su vida eran desorientadoras, dolorosas, divertidísimas y muy inspiradoras. A veces, el cambio, la honradez y la franqueza aparecen cuando menos se espera. Incluso antes de fallecer seguía lleno de energía, decidido a seguir. No estaba acabado.” Eso convierte la película, no sólo en una reflexión sobre el duelo, sino en un acto de duelo en sí misma. Pero Begginers trata muchos temas, y lo hace de manera ligera, quitándole gravedad a los momentos dolorosos, como para que la muerte se integre de manera natural en la vida. No es una película completamente lograda: el personaje de Anna parece una postal perfecta, sin ningún detalle que la humanice por encima de su belleza de portada y su simpatía algo superficial. Pero, en cambio, Christopher Plummer aporta una enorme cantidad de matices a su interpretación, y hace salir el humor con naturalidad en las escenas más duras, como alguien a quien la proximidad de la muerte no le quita las ganas de vivir.

domingo, 5 de junio de 2011

Trailers: Marta Marcy May Marlene, Take Shelter, The Turin Horse

Marta Marcy May Marlene

Esta cinta ha sido una de las triunfadoras del pasado festival de Sundance. Trata de una jóven que intenta escapar de una secta, y está interpretada por Elizabeth Olsen (si, otra hermana Olsen) y John Hawkes, veterano de Deadwood.



Take Shelter

Otra película que ha triunfado en Sundance y tambien en Cannes. Protagonizada por Michael Shannon y Jessica Chastain, trata de un hombre que sufre de visiones apocalípticas.



The Turin Horse

En 1889, mientras viajaba por Italia, el filósofo Friedrich Nietzsche fue testigo de como un hombre golpeaba a su caballo. Intentó proteger al animal pero poco después cayó incosnciente. Tras ese incidente, Nieztche no volvería a hablar durante los diez años que le quedarian de vida, confinado a la soledad de su dormitorio. Esta película explora lo que le ocirrió al caballo.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Medianoche en París

T.O: Midnight in Paris
Dir: Woody Allen.
Int: Owen Wilson, Rachel McAdams.
España, USA, 100' 2011

Woody Allen intentó filmar el guión de “Medianoche en París” en 2006, pero tuvo que desistir al no conseguir reunir el presupuesto suficiente. Es posible que esos cuatro años de espera hayan beneficiado al proyecto, ya que se trata de una de las películas más cuidadas de la última etapa del director. Apoyándose en un guión más redondo, resulta un soplo de aire fresco para una carrera que parecía deslizarse por la pendiente de la inercia y el acomodo.

Durante estos últimos años, obligado a afrontar una especie de exilio económico hacia tierras europeas, Woody Allen se ha sentido algo desplazado, algo inevitable tratándose de una persona que ha venido a representar la esencia de lo neoyorquino. No ha podido evitar filmar los lugares donde se emplazan sus últimas historias con los ojos de un turista, sea en la agradable comedia de veraneantes “Vicky Cristina Barcelona” (2008) o en el más sombrío drama “Match Point” (2005), cuyas localizaciones parecían salidas de una guía de Londres en 10 minutos. Por ello, resulta apropiado que París sea en su última película una ciudad más soñada que real, el fruto de un anhelo romántico más que cualquier consideración sobre la realidad de la capital francesa.

Gil Pender (Owen Wilson) es un guionista de Hollywood de naturaleza soñadora y romántica. Se encuentra de visita en París con su novia, la luminosa Rachel McAdams, aunque lo que le gustaría en realidad sería cambiar su residencia en Beberly Hills por una buhardilla en la ciudad de las luces, y sus encargos cinematográficos por la escritura de una novela que lleva largo tiempo a medias. Gil, como vemos, vive a medio camino entre la realidad y su imaginación, y el París que desea es más producto de sus lecturas que otra cosa. Pero esto es un cuento de hadas, y al sonar las campanadas de medianoche, se subirá en un viejo vehículo de época que le transportará al Montparnasse de los años 20, donde acabará siendo invitado a una fiesta cuyos anfitriones son Scott y Zelda Fitzgerald.

A partir de entonces, y a través de los escarceos nocturnos de su protagonista, la película nos sorprenderá con una serie de apariciones de personajes de la bohemia parisina en los tiempos de las vanguardias: Ernest Hemingway, con su actitud arrogante y su fraseo rítmico, queriendo parecerse a un personaje de sus novelas; Salvador Dalí (Impecablemente incorporado por Adien Brody) muy preocupado por los rinocerontes; Picasso, temperamental y perdido en sus líos de faldas; Buñuel, Man Ray, el torero Belmonte, y, presidiéndolo todo desde su imperial sillón, una imponente Kathy Bates como Gertrude Stein. Todos ellos responden a lo que nos podemos esperar de tales personajes, protagonistas de miles de anécdotas recogidas en memorias, bibliografías, diarios, recopilaciones de correspondencia. Está claro que Allen ama ese ambiente: el París de los años 20 ya había dado lugar a uno de los relatos más divertidos de su recopilación “Cómo acabar de una vez por todas con la cultura”.

Entusiasmado ante la posibilidad de compartir barra de bar con sus héroes literarios, Gil irá dejando de lado sus asuntos diurnos, especialmente tras la aparición de Adriana (Marion Cotillard), una joven tan soñadora como él que ha sido amante de Modigliani, Braque y Picasso. “Llevas el concepto de groupie del arte a un nuevo nivel”, le dice Gil, sin que ella se entere de mucho. Atraído por Ariadna, Gil se planteará quedarse a vivir en los años 20, pero tendrá que ponderar las consecuencias de vivir una vida en el territorio de sus fantasías.

El París de Woody Allen ha salido de sus lecturas y de viejas películas, pero eso no quiere decir que sea menos auténtico. En el París que recorre el personaje de Owen Wilson se entrecruzan las calles del nuevo milenio, los callejones de Montparnasse y el Maxim’s y el Moulin Rouge en pleno esplendor de la Belle Epoque. Una ciudad no sólo se extiende en el espacio sino también en el tiempo, y en las grandes ciudades, sobre todo cuando han tenido una historia tan intensa como la capital francesa, es inevitable sentir la presencia de los siglos en sus calles, de épocas que no han acabado de desaparecer del todo. “Medianoche en París” es la película de un turista que recorre la ciudad buscando los lugares de los que ha oído hablar millones de veces, pero también la visión de un paseante que se pierde por unas calles dejando que le lleven a un lugar que nunca antes había visto, quizá también a un tiempo en el que nunca antes había estado.

Ver las películas de la última década de Allen consistía a menudo en soportar una variopinta serie de actores tratando de imitar de manera invariablemente desafortunada el registro del neoyorkino. Allen puede que no sea el mejor actor del mundo, de hecho su registro es tan limitado que prácticamente se reduce a un solo papel, pero en ese pequeño espacio es, desde luego, muy bueno. Sus películas habían perdido bastante desde que se dio cuenta de que se había hecho mayor para resultar creíble emparejado con las jóvenes estrellas que contrata desde que Mia Farrow le dio el pasaporte. Ver a gente como Kenneth Branagh, Will Ferrell, Jason Biggs o Larry David imitando sus tics y recitando frases que sólo nos podemos imaginar en su boca se había convertido en una experiencia desconcertante.

Por tanto, no deja de resultar sorprendente que la presencia de Owen Wilson sea uno de los pilares que sostienen esta película. Su aspecto ya marca las distancias: Wilson es una persona que parece estar más en su ambiente en una playa californiana que en un oscuro bistró parisino, pero es precisamente ese contraste lo que le da interés. Su personaje rebaja el grado de neurosis y enfatiza el aspecto soñador; resulta menos nervioso, más calmado. No tiene esa obsesión perpetua por ser el último en decir algo gracioso y su voz es calmada, como sus paseos, casi flotantes, que inevitablemente le llevarán a perderse. Wilson hace fluir a la película en estado de incertidumbre entre el sueño y la vigilia, y aporta una nueva y agradecida variación al catálogo Allen de hombres occidentales desconcertados.

El terreno de la nostalgia siempre ha sido un campo frecuentado en las comedias de Allen: recordemos “Dias de radio” (1987), o “Balas sobre Broadway” (1994) . Pero “Medianoche en París” no es simplemente una película nostálgica, una visión complaciente sobre un pasado más o menos fetichizado, como lo era “La maldición del escorpión de jade” (2001), en la que Allen proyectaba los recuerdos del cine que había visto durante su infancia. En realidad, se trata de una comedia que reflexiona activamente sobre la añoranza de tiempos que no hemos vivido, sobre los encantos y los riesgos de huir de un presente decepcionante a través del recuerdo de un pasado que quizá nunca existió tal y como lo rememoramos. Para Allen, realista a pesar del vuelo de su imaginación, quizá tengamos que asumir que nunca podremos escapar de la realidad, pero la fantasía acaba resultando indispensable para enfrentarnos a su sinsentido.

“Medianoche en París” no es una obra maestra, ni está a la altura del mejor cine de Allen. Es una buena comedia, en la que la alegría propia del género se ve matizada por el punto de vista característicamente amargo del director, alguien que detesta la realidad y el presente, pero que sabe que son los únicos lugares donde se puede vivir. No hay que resolver las contradicciones, sólo aprender a vivir con ellas, ese es para Allen el secreto, sino de la felicidad, por lo menos de la confusión, el equívoco, el humor.

viernes, 6 de mayo de 2011

Trailers: Melancholia, Sleeping Beauty, Restless

El festival de Cannes comienza la próxima semana, y como todos los años, se desvelaran las películas de las que estaremos hablando el resto de la temporada. ¿Es que son realmente tan buenas o es que su eco mediatico esta sobredimensionado? En todo caso, todos los ojos del mundillo conematográfico estarán puestos en la costa azul francesa. Aquí van algunos avances:

Melancholia

Lars Von Trier es un fijo en el festival, y tras el escándalo que montó con "Anticristo", su incursion en el terror gore, ahora nos sorprende con una película de catástrofes: nada menos que un planeta que se estrella contra la tierra. El trailer es tranquilito, y, en la tradición de las buenas películas-espectáculo, se guarda más cosas de las que muestra. De todas maneras, algo me dice que esto no será un drama sobre el matrimonio.

Sleeping Beauty

Uno de los escasos debuts que se presentan en Cannes, tiene la apariencia de un cuento de hadas gótico y algo siniestro. Emily Browning interpreta a una jóven prostituta a quien drogan cada noche para inducirla a un sueño profundo durante el que sus clientes harán lo que quieran con ella. Al dia siguiente despertará sin acordarse de nada de lo ocurrido. Produce Jane Campion.

Restless

Inagurando Un Certain regard nos encontramos con otro habitual, Gus Van Sant, esta vez con una película más ligera de lo que acostumbra últimamente. Se trata de un romance entre dos jóvenes aficionados a los funerales, protagonizado por la estrella ascendente Mia Wasikowska y el hijo de Dennis Hopper, Henry

martes, 5 de abril de 2011

Un largo camino hacia lo convencional


“Los chicos están bien”, película estrenada calor de sus 4 nominaciones a los Oscar (finalmente no se llevó ninguna estatuilla), es una de esas cintas que a muchas personas nos suelen resultar bastante irritantes: está muy bien hecha (y no deja de proclamar lo bien hecha que está), tiene buenas interpretaciones de actrices de prestigio, un guión con ingenio y una fotografía bonita. Por lo demás, su mensaje resulta evidente, aunque no sea precisamente el mensaje estamos acostumbrados a recibir de una película tan convencional, por lo menos no lo era hace un tiempo.


Nic (Anette Benning) y Jules (Julianne Moore) son una pareja que lleva unas cuantas décadas junta. Tiene dos hijos: Joni (Mia Wasikowska) y Laser (Josh Hutcherson). Joni, en edad de ir a la universidad, comienza a preguntarse por la identidad de su padre biológico, el hombre que donó el esperma que hizo posible que ella y su hermano existieran. Tras unas cuantas averiguaciones, conoce a Paul (Mark Ruffalo), un tipo que tiene un restaurante de comida orgánica y lleva un estilo de vida bohemio que fascina en principio a los chicos, pero al que luego considerarán un extraño que desestabiliza el entorno familiar.


Hemos visto muchas veces esta película, en la que la unidad familiar se ve amenazada por un desconocido cuya aparición acaba sirviendo para que se reafirme la estabilidad del núcleo familiar. A veces ha tenido formato de thriller, incluso de terror, pero la mayor parte de las veces nos han contado esta historia como ahora nos lo hace Lisa Cholodenko, con el manto de una comedia amable. La única diferencia es que en este caso la unidad familiar la sustenta una pareja homosexual y el hombre (heterosexual) es el elemento extraño y desestabilizador.


Hay un empeño durante todo el metraje de la película en presentar un mundo amable y bonito, muy propio de este tipo de comedias: los personajes tienen buenos trabajos y viven en casa bonitas, suenan canciones indies pegadizas. Cualquier persona soñaría con una hija como Joni, tan buena estudiante, responsable y más madura que ningún personaje de la película. Incluso los problemas de adolescencia de Laser se explican simplemente porque tiene un amigote demasiado cafre. Nic y Jules tienen, por su parte, su ración de problemas conyugales: Nic es dominante y controladora mientras que Jules resulta algo más soñadora e irresponsable. No hay un tono reivindicativo sobre el lesbianismo, la película se esfuerza por presentarlas como a cualquier otra pareja de larga duración. De hecho, el mensaje más reivindicativo de la película es la afirmación de que, al fin y al cabo, las lesbianas son normales, tan normales que al fin y al cabo su historia encaja en un esquema argumental tan reconocible por el público.


Lo cierto es que si convertimos al personaje de Nic en un hombre, la película resultaría difícilmente aceptable para casi cualquier público de hoy día. Solo el hecho de que la pareja protagonista esté formada por dos mujeres la convierte en algo mínimamente interesante. Es curioso que la película adopte una defensa convencional de las familias no convencionales, o que abogue por la familia tradicional aun cuando sus componentes no sean los tradicionales. Un estatus tan paradójico como la propia película, producida por la Universal bajo su división indie, Focus Features.


Sin embargo, “Los chicos están bien” no es extraña dentro del panorama cinematográfico actual. Las representaciones cinematográficas de colectivos que la sociedad ha marginado (minorías sexuales, raciales o políticas) han ido poco a poco encontrando su lugar en el cine comercial, al tiempo que la sociedad se hacía más abierta y tolerante con respecto a quienes anteriormente marginaba. Del cine underground, que se oponía frontalmente a la narrativa Hollywoodiense (es decir, a las representaciones socialmente vigentes) y cuyo planteamiento era militante pasamos al cine Indie, que buscaba integrar a las actitudes alternativas dentro de la narrativa tradicional; y de ahí a la asimilación por parte de Hollywood de los modelos independientes a través de sus filiales de bajo presupuesto, eso que se ha dado en llamar indiewood y que trata de que los estudios de Hollywood no se pierdan los dólares que generan las películas menos convencionales.


Tomemos como punto de partida una de las películas pioneras del cine underground: Fireworks (1947), de Kenneth Anger. Es un corto de 15’ rodado por un adolescente (Anger tenía 17 años en el momento del rodaje) que aprovechó el fin de semana en que sus padres le dejaron solo en casa para filmar sus fantasías homoeróticas.



Anger utilizó lo que quedaba de las vanguardias tras la segunda guerra mundial para mostrar el deseo homosexual como un impulso que surge de manera fantasmal, en sueños, y que es imposible de caracterizar socialmente. Como la narración lo señala: “Deseos inflamables ocultos de día bajo el manto de agua fría de la conciencia, son avivados por la noche por las libertarias llamas del sueño”. La propia forma de la película, una producción amateur, que renuncia a la tradición del cine narrativo hace hincapié en el alejamiento de la corriente principal del cine americano. Quizá para mostrar que, en 1947, la homosexualidad sólo se podía mostrar de manera alegórica en una película casi privada. Y casi clandestina, porque Anger fue arrestado bajo la acusación de obscenidad tras el estreno de la película, pero la corte suprema de California declaró que se trataba de una obra de arte.


“Fireworks” fue un anticipo de lo que estaba por venir. Desde finales de los años cincuenta y durante toda la década de los sesenta se desarrolló en Estados Unidos una corriente de cine con el que diversos colectivos trataron de encontrar su voz. Los negros que luchaban contra la discriminación y la marginación, las feministas, izquierdistas de diversas clases, activistas contra la guerra de Vietnam, etc…Todos estos colectivos sentían que estaban fuera de la imagen que daba Hollywood del país, una imagen blanca, anglosajona y protestante, de clase media alta y completamente heterosexual. El cine que hicieron fue un total desafío no sólo a esas representaciones, sino a la manera de entender el cine que tenía Hollywood. Rechazaban los métodos de producción industriales y el cine narrativo. Eran películas realizadas con medios amateur que se distribuían en grupos cerrados: reuniones de agrupaciones más o menos informales, universidades, grupos políticos o sindicatos y que en muchas ocasiones no pretendían llegar al público general.


Pero nuestro modelo de convivencia social (me refiero al occidental) ha favorecido a lo largo del tiempo la integración de los colectivos marginados (aún con tensiones, por supuesto) Bien sea porque la democracia, como sistema político, crea un modelo de participación que acaba extendiéndose a la sociedad, bien porque los cambios sociales ocurridos a mediados de este siglo que desplazaron el eje de la relación social de los grupos al individuo, primando las relaciones personales por encina de otras cosas; el caso es que muchos de estos colectivos fueron matizando su oposición al modelo social vigente y fueron, poco a poco, reclamando su espacio en el mismo.


De esta manera, los homosexuales reclamaron poco a poco su lugar en las representaciones sociales, al mismo tiempo que buscaron la manera elaborar sus propias ficciones de manera encontrasen su lugar dentro de la sociedad. La respuesta cinematográfica que se produjo desde mediados de los años setenta fue la eclosión del cine independiente. Las diferencias con el cine underground son significativas: de bajo presupuesto, pero elaboradas de manera profesional, estas películas solían centrar su atención en colectivos que no aparecían en el cine de Hollywood (los inmigrantes mejicanos, por ejemplo) pero lo hacían mediante una narrativa tradicional y con la esperanza de llegar al público general, expresando el deseo de esos colectivos de integrarse en la sociedad.


Si hay una película que representa de manera clara este cambio de tendencia, se trata de “Mi Idaho privado” , la cinta que dirigió Gus Van Sant en 1990 y que protagonizaron Keanu Reeves y River Phoenix. Se trata de la historia de dos chaperos, Mike y Scott, que se ganan la vida en las calles de Portland. Mike (River Phoenix), que fue abandonado de niño, es una persona desarraigada que anhela encontrar a la madre perdida. La película es, en cierta manera, el relato de esa búsqueda. Scott, por su parte, ha elegido su forma de vida como forma de rebeldía frente a su familia, de clase alta.



Las huellas del cine underground están presentes en las fugas mentales de Mike, aquejado de narcolepsia, en las que su personaje, mientras practica su oficio, sueña con carreteras que se pierden en el horizonte, granjas rodeadas de hierba y una afectuosa figura materna ;mientras en la banda sonora Eddy Arnold canta una vieja canción sobre la conducción del ganado. El ambiente surreal y simbólico de la escena, sin embargo, se inserta en una narración tradicional que se permite referenciar a Shakespeare: el personaje de Reeves ha salido de Enrique IV. “Mi Idaho privado” articula las dos maneras de entender la experiencia homosexual: la fantasía privada y el mito colectivo.


Ninguna carrera representa mejor que la de Gus Van Sant el paso de los márgenes a la corriente general, del Underground a Hollywood. Debutó en 1986, con la adaptación de Mala Noche, la historia autobiográfica de Walt Curtis, un poeta de Oregon al que se le relaciona con el movimiento Beat de Ginsberg y Burroughs. Durante los años siguientes se convirtió en uno de los directores más importantes del cine independiente, con “Drugstore Cowboy” y “My Idaho privado”. Luego comenzó a gravitar en la órbita de Hollywood, una tendencia que llegaría a su punto álgido don “El Indomable Will Hunting”, en 1997, un éxito de taquilla que le valió una nominación al oscar y múltiples acusaciones de renunciar a sus raíces artísticas al calor del éxito.


Sin embargo, a principios de la pasada década, emprendió un giro radical en su carrera para realizar cuatro obras de minimalismo experimental que le valieron una Palma de Oro en Cannes (Elephant, 2003) y la entronización por parte de la crítica del nuevo milenio, que por entonces estaba ocupada defendiendo el vacío narrativo como respuesta a la pirotecnia hollywoodiense. Pero Van Sant no tardó mucho en volver a desconcertar a sus seguidores: “Milk” (2008) era una narración tradicional, la hagiografía de un líder carismático, en este caso Harvey Milk, elegido concejal de Chicago en representación del barrio de Castro, epicentro de la cultura homosexual en esos momentos. Su puesto le convirtió en el lider político mas o menos oficial de la comunidad homosexual. Milk fue asesinado junto al alcalde de la ciudad por un ex concejal enajenado, y su figura adquirió proporciones legendarias.


“Milk”, producida por Focus Features, (Los mismos responsables de “Los chicos están bien”) se convierte en una película de mensaje obvio y propósito didáctico: su aparición en el momento en que se debatían las leyes sobre el matrimonio homosexual en California no es casual. Por supuesto, está realizada con mano maestra: los ecos de la experimentación subyacen en ciertos efectos de montaje y en las composiciones, auque aquí están plenamente subordinadas al mensaje. La interpretación de Sean Penn (merecedora de un oscar) también ayuda a matizar y hacer más cercano al personaje. Pero lo mas destacado de Milk es cómo reclama el cine como arena política, en el sentido clásico, es decir, como lugar en el que articular un discurso.


En cierto sentido, la película es completamente fiel a la trayectoria de su protagonista: este también estuvo relacionado con los movimientos underground y más tarde decidió defender su forma de vida desde la legitimización institucional. Reclamó la arena política para quienes vivía al margen de ella, a veces perseguidos por las leyes. “Milk”, la película, hace lo mismo en el campo de las imágenes: busca un espacio legítimo dentro de la representación y para ello no lucha contra los modos de representación dominantes, sino que los acepta, como hizo Harvey Milk con el sistema político.

Desde las fantasías privadas y clandestinas hasta las reivindicaciones públicas, la representación que han hecho los homosexuales de sí mismos ha ido cambiando al mismo tiempo que lo hacía su lugar en la sociedad. Gracias a eso tenemos una película tan mediocre como “Los chicos están bien”: donde antes había desafío, nos encontramos con conformismo. En lugar de reclamar la excepcionalidad, se proclama la normalidad. Pero esto no tiene por que ser necesariamente algo malo, al menos si consideramos todos los aspectos en juego. Acusar a Lisa Cholodenko de renunciar a sus raíces indies y reclamarle algo más rompedor seria como reclamar que ciertas formas de vida volviesen a la clandestinidad sólo porque ,al fin y al cabo, eso siempre resulta más excitante.