domingo, 20 de febrero de 2011

Valor de ley


T.O: True Grit

Dir: Joel y Ethan Coen

Int: Jeff Bridges, Hailee Stanfield, Matt Damon

EEUU, 2010, 110'

Basada en la novela de Charles Portis (al parecer una de sus lecturas juveniles preferidas) más que en la cinta de Hathaway protagonizada por John Wayne, “Valor de ley”, la nueva película de los hermanos Coen, es un western cómico con muchos de los elementos clásicos del género: la venganza como detonante de la trama; el espacio aún sin civilizar, por el que transitan personajes con relaciones no demasiado claras con la civilización; y esa clase de justicia que se hace disparando primero.


Mattie Ross (Hailee Steinfeld) tiene catorce años cuando su padre es asesinado por Tom Chaney, quien huye tras cometer el crimen. Con un determinación impropia de su edad y una férrea ética protestante, Mattie se propondrá formar una partida para atrapar al asesino. Para ello, contrata al Marshall más despiadado que encuentra, Rooster Cogburn, (Jeff Daniels), un viejo, tuerto y alcohólico agente de la ley que en realidad se parece más a un cazarrecompensas. A ellos se une LaBoeuf (Matt Damon), un Ranger de Texas con aspecto de jinete de rodeo que persigue a Cheney por el asesinato de un senador. La partida se adentrará en territorio indio siguiendo el rastro del asesino, quien se ha unido a una nueva banda de forajidos. Como es de esperar, se sucederán galopadas, conversaciones junto a la hoguera, emboscadas y tiroteos.


Narrada desde el punto de vista de la jovencita vengadora, “Valor de Ley” se convierte en un relato de iniciación en el que al padre ausente le sustituye una figura paterna bastante improbable (Cogburn) pero que quizá resulta muy adecuada para desenvolverse en el territorio salvaje en el que se encuentran. Cogburn no sólo la ayudará a cumplir su propósito, también la protegerá y le servirá de modelo en esos territorios por explorar que son las naciones indias y la vida adulta. La mítica inherente al western se ve aquí extendida a esa mítica primigenia que es la infancia, quizá el territorio del que surgen todos los mitos.


Como suele ocurrir con los relatos de iniciación “Valor de ley” es también la crónica de una educación moral. En ella, nuestra protagonista se desenvuelve bien armada por su rígida ética protestante, pero su comportamiento deja ver ciertas ambigüedades: “Estamos hablando de una niña que por un lado parece estar muy interesada en los conceptos de moralidad y justicia, y por otra parte parece tomarse esos conceptos con mucha ligereza a la hora de contratar a alguien que le ayude a cobrarse venganza. Cuando le preguntan cual de los marshalls prefiere contratar, si uno que es buena persona u otro que es un asesino brutal, ella opta por el asesino. (…) Ella tiene un concepto muy definido de la moralidad, pero también tiene asuntos que resolver, y siempre tienen prioridad esos asuntos”


En su aventura, Mattie verá como las viejas ideas de justicia y venganza saltan de las páginas de la biblia y de las voces de los himnos cantados en la iglesia para aparecer ante ella en el mundo real, desencadenando acciones a menudo salpicadas de sangre. La protagonista no apartará la mirada ante ellas: no lo hace ante la ejecución que contempla en la ciudad a la que llega para recoger el cadáver de su padre, tampoco lo hará ante los cadáveres de Moon y de Emmet Quincy, los dos forajidos que Cogburn mata tras un enfrentamiento durante la persecución, y, de manera especial, ante los cadáveres de la banda de Ned Pepper tras el enfrentamiento final, que incluye una mirada reveladora al cuerpo de un personaje con un evidente retraso mental que se comunicaba con los demás únicamente imitando sonidos de animales. La muerte de ese personaje servirá para poner una sombra de duda respecto a la justicia de toda la aventura.


En el epílogo de la historia, la melancolía crepuscular se filtrará a través de una Mattie adulta y convertida en una mujer severa y solitaria. Quizá el relato no haya sido más que una rememoración algo fantaseada de una experiencia juvenil. La infancia se contempla como un momento cuya rememoración sirve para dar sentido al resto de la vida. De relato iniciático a elegía por un tiempo pasado, el cambio de registro es una de las especialidades del cine de los hermanos Coen, cuyas películas despliegan siempre diversas posibilidades de lectura, con la misma facilidad con la que pasan del registro cómico al serio. “Valor de ley” es una de esas afortunadas películas en las que se percibe el placer de la narración, y los directores son capaces de no desaprovechar ninguna de las vertientes que les ofrece la historia que están contando.


Con la puesta en escena ocurre algo similar. Los Coen filman con un estilo naturalista y directo toda la aventura, con una soberbia planificación de secuencias como el asalto a la cabaña o el enfrentamiento final entre Cogburn y la banda de Ned Pepper. Pero rompen con ese estilo en dos ocasiones: la secuencia que abre la película, en la que el asesino Chaney huye dejando atrás el cadáver del padre de Mattie y la cabalgada final del personaje de Bridges intentando llevar a Mattie a un médico que le extraiga veneno de serpiente. Ambas secuencias se salen del punto de vista de la protagonista, pero al mismo tiempo resultan fundamentales en su experiencia. La manera estilizada y antinaturalista con la que están filmadas nos sugiere que se trata de la elaboración poética y mítica por parte de la protagonista de estos acontecimientos.


“ Valor de ley” no es una película sentimental, sin embargo resulta profundamente emotiva. Los Coen siempre han sido considerados cineastas fríos, poco preocupados por la emoción. Puede que eso sea debido a que suelen emplear estrategias de distanciamiento, que evitan que el espectador pueda identificarse con sus personajes. Delimitar claramente el punto de vista con el que se cuenta la historia es una de esas estrategias, y se emplea con todos los efectos en “Valor de Ley”. Pero aunque los cineastas nos obliguen a contemplar desde una distancia las acciones de sus personajes, eso que quiere decir que ahoguen completamente las emociones, simplemente que se nos niegan los efectos más directos que provoca una identificación emocional con un protagonista.


En el cine de los Coen, las emociones están en sordina, se expresan mediante gestos gestos casi imperceptibles. Basta recordar la relación entre Frances McDormand y su marido en Fargo (1996). En “Valor de Ley” aparece esa misma emoción contenida y sutil, conducida a través de los himnos protestantes que Carter Burwell adapta en la banda sonora. La secuencia final de la película, con su tono de despedida, su carácter sobrio y contenido, su ligero tono crepuscular, surge directamente de la personalidad de su protagonista, una mujer acostumbrada a reprimir externamente sus emociones pero que necesita evocar el recuerdo de una lejana aventura y una educación moral, quizá para enfrentarse a la certeza de una vejez solitaria.

domingo, 13 de febrero de 2011

127 Horas

T.O: 127 Hours
Dir: Danny Boyle
Int: James Franco, Kate Mara, Amber Tamblyn
USA, 2010, 94'


Danny Boyle (Manchester, 1956) es un director que siempre nos ha caído bien, aunque durante mucho tiempo no tuviésemos razones demasiado sólidas para admirarle. Quizá porque sus películas, inventivas y extravagantes, se salían de lo común aunque sus ambiciones quedasen a menudo muy lejos de sus logros. Corrió el riesgo de convertirse en un one hit wonder con “Trainspotting” (1996), una película que alcanzó la consideración de éxito generacional, lo que la hizo parecer mucho mejor de lo que era. Después, su carrera alcanzó una fase errática, en la que eran habituales las indefiniciones de tono (“Una historia diferente”, 1997), de género (“La playa”, 2000) e incluso de ambiciones. Su estilo era (y sigue siendo) maximalista, un derroche de inventiva audiovisual que no daba siempre la sensación de estar bien enfocado. Pero lo más decepcionante de todo era el convencionalismo subyacente de todas sus películas, que ahogaba las pretensiones pseudo-vanguardistas de su puesta en escena. Sus historias no son muy diferentes, pero las cuenta como si lo fueran.


Pero, de un tiempo a esta parte, Boyle ha conseguido definir mejor sus habilidades y ha desarrollado cierto oficio a la hora de desplegar su pirotecnia visual. Se ha resituado como director de género y ha aplicado sus esfuerzos a una concepción cinética del espectáculo, lo que ha dejado fuera las pretensiones trascendentales que arruinaron algunas de sus primeras películas. Gracias a ello, ha conseguido redefinir el cine de zombies para el siglo 21 con “28 días después…” (2003) (con todo lo que ha llovido desde entonces en materia de muertos vivientes…) e incluso se ha llevado un oscar gracias a “Slumdog Millionaire” (2008), un impecable entretenimiento a base de miseria y exotismo. Gracias al extraordinario éxito de esa película, se ha permitido afrontar un proyecto como “127 horas”, que lleva tour de force escrito por todos lados.


Tierra de cañones

En abril de 2003, el montañero Aron Ralston, de 27 años, quedó atrapado en una grieta del parque nacional de Canyonlands, Utah, con una roca aprisionándole el brazo derecho. Cinco días después, tras agotar sus reservas de agua, se amputó el brazo para poder liberarse de la piedra y salir del cañón, siendo rescatado poco después. Ralston se hizo famoso gracias a este suceso y publicó un libro narrando lo sucedido, “Betwen a rock and a hard place”, en el que se basa el guión de Simon Beaufoy, guionista de “Full Monty” (1997) y “Slumdog Millionaire”.


Esta es la típica película que Hollywood está siempre soñando con hincar el diente aunque no siempre se atreva. Dificultades narrativas (un tipo atrapado cinco días en un cañón sin poder hacer nada) que facilitan el empleo de malabarismos resultones para resolverlas; la consiguiente dosis de veracidad que da el cartelito de basado en hechos reales, que sirve de coartada muchas veces para pisar el pedal del melodrama; y el one-man-show de un actor, James Franco, que aparece sólo en la pantalla durante gran parte de la película. Boyle, como es de esperar, no desperdicia ninguna oportunidad para sacar de paseo toda su amplia gama de recursos audiovisuales.


La película reparte su atención entre los aspectos físicos de la supervivencia y las fugas mentales del protagonista. Boyle nos muestra todos los detalles orgánicos del proceso: la sed, que constituye prácticamente el mayor motor de la trama; la debilidad provocada por la ausencia de alimentos y bebida; incluso el nimio pero revelador detalle del alivio provocado por la aparición de unos destellos de sol durante quince minutos cada mañana. Pero durante todo el proceso, la mente de Ralston se evade en ensoñaciones que Boyle visualiza con su energía habitual: es ahí donde el protagonista se arrepiente de no coger las llamadas de mamá o de no haberle prestado demasiada atención a una novia que tuvo hace tiempo. En el clásico estilo del mancuniano, todo esto aparece expresado mediante un montaje hiper-acelerado, mezcla de formatos (el escalador utiliza su videocámara doméstica para tener alguien con quien hablar), sorprendentes acompañamientos musicales que incluyen la sintonía de Scooby-doo, y un nocturno de Chopin, y un generoso uso de la pantalla partida. La piece de resistance es, por supuesto, la secuencia de la amputación, que Boyle rueda con notable detalle y una música hiperrítmica de A. R. Rahman.


El director se esfuerza tanto por no aburrir que acaba haciendo que las ciento veintisiete horas se pasen en un momento, lo que a algunos le parecerá bastante impropio. La película comienza de manera frenética, mostrándonos al protagonista como un joven hiperactivo y algo arrogante, cuyo constante despliegue de energía física le hace creerse invulnerable y que no cree necesitar a nadie alrededor. La naturaleza pondrá las cosas en su sitio y le dará una lección, por supuesto, pero es la misma hiperactividad que le ha metido en el lío la que conseguirá mantenerle cuerdo, desplegando todos los recursos posibles para intentar sobrevivir, y no pensárselo dos veces antes de tomar la decisión definitiva.