miércoles, 30 de noviembre de 2011

Un método peligroso

T.O: A Dangerous Method
Dir: David Cronenberg

Int: Keira Knightley, Viggo Mortense, Michael Fassbender, Vincent Cassel

Canadá, Alemania, 2011, 94'


Estamos en 1902, un carruaje atraviesa una colina boscosa cerca de Zurich, Suiza. Se dirige al hospital Burghölzli, dentro viaja Sabina Spielrein, (Kiera Knighley) una joven de diecisiete años que sufre un violento ataque de histeria. Su cuerpo se contrae violentamente, en agotadoras convulsiones, como si sintiera la necesidad de decir algo indecible, y al mismo tiempo hiciera agotadores esfuerzos para evitar que las palabras lleguen a salir de su boca. Su estado la incapacita para llevar una vida normal, y por ello es internada en el sanatorio. Allí, un joven doctor, Carl Gustav Jung (Michael Fassbender) piensa que Sabina es la persona adecuada para probar una nueva terapia basada únicamente en conversaciones. Un método desarrollado unos años antes por un doctor vienés, Sigmund Freud, pero que hasta entonces nunca se había llevado a cabo. Jung, con sus rígidos cuellos de camisa, sus impecables modales burgueses y su voz atildada parece encarnar la esencia de la sociedad de la época, definida por la arquitectura neoclásica y el respeto a las costumbres burguesas. Un joven algo remilgado para enfrentarse al monstruo de la represión sexual que estaba a punto de salir de debajo de la cama para cambiar para siempre la concepción del individuo. Pero en unas pocas sesiones Jung consigue descubrir el origen de la histeria de su paciente: los golpes que su padre le daba le provocaron excitación sexual. Una vez hecho el descubrimiento, la enfermedad, provocada por sus emociones encontradas respecto a sus tendencias masoquistas, se desvanece y Sabina puede llevar una vida normal. Jung ve potencial en la chica y la anima a estudiar psiquiatría.

Michael Fassbender y Keira Knightley

El éxito con su paciente lleva a Jung a conocer a Sigmund Freud (Viggo Mortensen). El doctor vienés, al contrario del suizo, resulta mercurial y carismático. Tiene una numerosa familia y perpetuas necesidades financieras, y dirige como un príncipe a un grupo de acólitos agrupados bajo el paraguas del psicoanálisis, todo ello de sin dejar de dar caladas a su perpetuo cigarro. Impresionado por el trabajo y las opiniones de Jung, se establece entre los dos una relación de maestro y discípulo. Al volver a Suiza, se encuentra con que sabina desea superar la teoría sexual y pasar a los hechos. Jung, siempre algo mojigato, duda, y cuando accede a sus deseos, lo hace como si estuviera llevando a cabo una exploración científica: la relación entre los dos se va convirtiendo en una especie de psicodrama, que amenaza con llevarse por delante las convicciones sociales de Jung. Aparece Otto Gross (Vincent Cassel), un psicoanalista renegado que propugna la anarquía sexual y el abandono de todas las convenciones respecto a las relaciones íntimas. Gross le sugiere a Jung que practique con ella experiencias sadomasoquistas: es un pequeño placer que podría proporcionarle, le dice. Jung, aunque no está del todo convencido, así lo hace.

Esta es una película de ideas, o cómo la ha definido su realizador “un menage a trois intelectual”.Lo irónico es que los propios personajes se vayan enredando en esas ideas: Freud y Jung escenificarán su peculiar complejo de Edipo, la relación entre Jung y Sabina avanzará a golpe de transferencia y contratransferencia y cuando se siente abandonada por Jung, Sabina escribirá a Freud para contarle la situación, escenificando el papel de una hermana enfadada que se chiva al padre. Todo se desarrolla en medio de salones burgueses, corsés apretados y cuidada caligrafía. Hay un contraste entre ese mundo de convenciones en el que viven los personajes y sus ideas sobre represión, sadomasoquismoe impulsos eróticos incontrolables. Freud, Jung y Spielrein atisbaban la naturaleza de los instintos por debajo del disfraz de la civilización, pero intentaban arreglárselas para vivir unas vidas perfectamente respetables. La sobriedad y la fidelidad a los detalles con las que Cronemberg filma ese mundo no hace más que añadir profundidad a la ironía.

Viggo Mortensen es Sigmund Freud

Cronemberg no es ajeno al drama de cámara. El canadiense definió su mayor éxito de taquilla, “La mosca”, como una película en la que dos personas enamoradas se encierran en una habitación y una de ellas enferma mortalmente. Es una forma de destacar que por debajo de los efectos especiales, las convenciones del terror y la ciencia ficción y los excesos del maquillaje, lo que le preocupaba era un drama psicológico. En realidad, su puesta en escena siempre ha sido muy contenida, ha sido la enfermiza imaginería gótica que empleaba unos años atrás la que le ha dado fama de cineasta excesivo. En “Un método peligroso” no hay efectos especiales, y la única sangre que vemos mancha unas sábanas blancas en la escena en que el personaje de Kiera Knighley pierde la virginidad. El director ni siquiera se permite visualizar el sueño premonitorio en el que Carl Jung ve el lago cercano a su casa teñido de rojo, inundado por la sangre de Europa. Nada de extrañas aberturas corporales, órganos deformados, artefactos con partes mecánicas y partes biológicas. Pero a pesar de que falta toda la frondosa imaginería ampliamente influenciada por el psicoanálisis que ha venido a ser considerada como su seña de identidad más representativa, esta película no es por ello menos perturbadora ni sugerente.

A través de personajes enormemente inteligentes cuyas ideas sobre el papel del sexo en la mente humana les llevan a tomarse de otra manera sus propias relaciones sexuales, Cronemberg explora la difusa frontera entre el cuerpo y la mente, entre lo físico y lo intelectual. La manera en que el cuerpo de Kiera Knighley se tensa en su interpretación de Sabina Spielrein en una sobrecogedora manifestación de la debilidad de esa frontera. A través de la histeria, sus tormentos internos se hacen físicos, se exteriorizan de manera grotesca. Las convulsiones comienzan por su boca, que tiembla intentando expresar algo y reprimirlo violentamente en el mismo impulso, y van extendiéndose a partir de ahí al resto de su cuerpo. Aunque los síntomas desaparecen, las huellas de una pulsión intima que lucha por hacerse física continúan presentes en el personaje a lo largo de la película, y amenazan con aflorar en los momentos de mayor debilidad emocional del personaje. No se trata de que Sabina Spielrein resulte curada de su histeria, sino que consigue controlarla, al comprender y asumir sus causas.

Entre el deseo sadomasoquista y el estudio de la teoría sexual, el personaje de Sabina Spielrein es la piedra angular de la película, un cuerpo en constante tensión, agitado por los instintos y el intelecto a partes iguales. Mientras tanto, Freud y Jung intentan actuar con más cautela, aunque no podrán evitar resultar tambaleados por los mismos impulsos que están estudiando. El suizo abordará su relación con Sabina como si se tratase de un experimento clínico, o por lo menos eso se creerá él, ya que se dará cuenta demasiado tarde de la importancia de esa pasión en su vida. Freud aconsejará a Sabina que se olvide de Jung, y le sugerirá que su fijación por él no sería más que una fantasía a través de la cual intentaría revivir el mito de Sigfrido, la relación ideal con un príncipe ario y rubio. No podemos evitar pensar que en realidad Freud se lo está diciendo más bien a sí mismo, ya que el también buscaba un Sigfrido rubio y ario como heredero para darle al psicoanálisis un status aceptable dentro de la sociedad. Cuando las ideas de ambos se separen al derivar Jung hacia unos planteamientos místicos que Freud, completamente ateo, desaprueba, no lo vivirán como una disputa intelectual, sino como un drama de traiciones filiales y desafíos a la corona que no andaba demasiado lejos de las patologías que esos doctores describían. Debía ser bastante desconcertante para estos respetables caballeros de reconocido prestigio intelectual verse superados tan a menudo por las mismas fuerzas que luchaban por desvelar.

sábado, 12 de noviembre de 2011

Melancolia

T.O: Melancholia
Dir: Lars Von Trier

Int: Kirsten Dunst, Charlotte Gainsbourgh, Kiefer Sutherland.

Dinamarca, 2011, 136'

La nueva cinta de Lars Von Trier comienza con el fin del mundo. Suena la obertura de “Tristán e Isolda”, de Wagner, el planeta Melancolía se acerca a la tierra en su danza de la muerte. Imágenes de fina textura digital, a cámara lenta, muestran a Kirsten Dunst flotando por un arroyo, boca arriba, con todo su atuendo nupcial, el ramo en las manos. Charlotte Gainsbourgh, con su hijo en brazos intenta avanzar por un campo de golf, pero la hierba se los va tragando lentamente. Dunst, otra vez vestida de novia, intenta avanzar por un campo, pero unas hebras de lana gris que parecen surgir del suelo se enredan en sus pies, impiden su avance. Los pájaros caen muertos, la electricidad surge de las manos de la novia. Lentamente, Wagner va llevando la orquesta a su anticlímax, vemos cómo el planeta choca con la tierra, destruyéndola. La manera en que está construido este prólogo resume la película que se va a desarrollar a continuación, en que el fin del mundo, la aniquilación de la humanidad, es algo parecido al éxtasis. Mientras el personaje de Charlotte Gainsbourgh expresa desesperación, en el rostro de Kirsten Dunst encontramos calma, seguridad, confianza en la aceptación de lo inevitable. En estas imágenes, el Apocalipsis es una conclusión romántica y exaltada, el final feliz más grande posible.


Justine (Dunst) se va a casar. La boda ocurre en un palacete reconvertido en hotel, y todo sería perfecto sino fuera porque ella se siente profundamente deprimida. En realidad lo tiene todo para ser feliz: un novio guapo que la quiere, un buen trabajo en el que acaba de ser ascendida. Todo es perfecto, si crees que la felicidad depende de variables socioeconómicas. Pero lo que siente Justine es una desconexión con el mundo, una incapacidad de relacionarse con lo que la rodea. Su hermana Claire (Gainsbourgh) hace todo lo posible por que se encuentre feliz. Claire es una persona ordenada y tranquila, razonable. Se refugia tras las convenciones sociales, las rutinas, esas formas acordadas de sociabilidad le permiten aferrarse a la vida. Y eso es lo que le da a Justine: la boda perfecta. Un novio con quién bailar, una tarta que cortar, un ramo que lanzar, una noche de bodas para hacer lo que se haga en las noches de bodas. Pero Justine, que sonríe, y sonríe, y sonríe, como le dice a su hermana, a pesar de todo ello no es feliz. Cada ritual que tiene que cumplir le sirve de recordatorio de lo vacías y huecas que son las relaciones humanas, como si no fueran más que convenciones previstas de antemano, y detrás de eso nada. Por eso, huye de la recepción para ir a mear en medio del campo de golf cercano, decide darse un baño justo cuando tiene que partir la tarta, se niega a arrojar el ramo obligando a hacerlo a su hermana. Todo ello molesta a quienes la rodean. ¿Es que no sabe cuanto a costado todo aquello? Justine, por su parte, parece deleitarse en la crueldad, en algunos momentos no le importa nada ser abiertamente desagradable, como si el dolor que es capaz de provocar a los demás fuese una conexión más auténtica con ellos.

Entonces aparece el planeta Melancolía. Al principio parece una simple estrella, de un extraño resplandor rojizo. Pero su presencia se va haciendo cada vez más inescapable, y Justine comienza a sentir una notable fascinación por él. Parece como si lo hubiese invocado ella misma, para que con su marcha inexorable destruya un mundo con el que no es capaz de establecer ningún vínculo. Pasan unos meses y Melancolía se acerca a la tierra. Los optimistas como John (Kiefer Sutherland), el marido de Claire, dicen que pasará de largo sin afectar a nuestro planeta. Pero hay quien cuenta una historia distinta, y si buscas en Internet puedes encontrar gráficos que muestran una trayectoria catastrófica. Para entonces, Justine se encuentra en un estado casi catatónico. Como si quisiera dejar de tener cualquier relación con el mundo, es incapaz de cuidarse por sí misma, ni siquiera puede darse un baño sola. Se va a vivir al mismo castillo en que se celebraba la recepción de la boda, ahora descubrimos que es la casa de Claire y de su marido. La incertidumbre con respecto a Melancolía parece alterar a Claire, sin embargo. Es como si su existencia ordenada y previsible se derrumbara ante la posibilidad de la catástrofe, como si todas las certezas que basan su estabilidad emocional se revelaran inútiles, incapaces de protegerla ante el impacto de lo inexplicable. Su reacción serán unos ataques de angustia cada vez más fuertes, mientras que ahora es Justine quien recupera la calma, quien parece controlar la situación.

Como en Anticristo, la anterior película de Lars Von Trier, Melancolía se encuentra inspirada por la experiencia de la depresión. Si en aquella el danés exploraba, a través del género de terror más extremo, el horror ante la vida contemplada como una serie de procesos meramente físicos, ahora contempla la depresión como un asunto cósmico. Aunque el tema del fin del mundo es casi una anécdota, en realidad la muerte de cada uno de nosotros representa el fin del mundo por lo que a nosotros respecta. Justine y Claire representan dos actitudes distintas, aunque complementarias, ambas son ejemplos de enfermedades de nuestra época. Justine es incapaz de ver ningún sentido en las convenciones de la vida cotidiana, y se abandona a la inanidad, mientras que Claire se desespera al comprobar que esas mismas convenciones, en las que basaba toda su vida, no sirven para darle ningún sentido a la existencia, sino que simplemente sirven para llenar el vacío. Entonces se comprende por qué el cataclismo se convierte en una epifanía, o por lo menos por qué Justine lo ve así. La aniquilación de la humanidad puede ser una manera de conectar con el resto del planeta, con el resto del universo, aportando un atisbo de trascendencia a lo que de otra manera sólo sería una anécdota de la biología. Es puro romanticismo, en el sentido primigenio del término.

Las referencias al romanticismo alemán son notorias, empezando por el uso de la música de Wagner, y los aficionados podrán divertirse localizando las numerosas referencias pictóricas. (Por ejemplo, el cuadro “Cazadores en la nieve” de Peter Brueghel el viejo aparece citado unas cuantas veces. ). Pero el estilo de la película está más allá de eso. Aprovechando una vez más la extraordinaria definición del formato digital, Von Trier rueda la boda con la cámara en mano de movimiento continuo y foco caprichoso de los años del dogma, hace aparecer el planeta en majestuosas imágenes digitales, y cuando la película se centra en la intimidad de la vida familiar de Claire y Justine, adopta un estilo más relajado, con movimientos de cámara suaves y cortes menos abruptos. Desde luego Charlotte Gainsbourgh y Kirsten Dunst no parecen hermanas en absoluto, pero eso no importa demasiado, porque la elección de las actrices resulta estimulante en la medida en que contradice su imagen más habitual. Dunst, de rostro dulce y claro, ofrece un contraste entre la placidez de su rostro y el tormento interior que afronta Justine. Gainsbourgh, en cambio, presta sus rasgos angulosos a la convencional y discreta Claire. Toda la película reposa en los hombros de Dunst, que acepta el reto con una energía considerable. Cuesta imaginarse a otra actriz en este papel, a pesar de que originalmente fuera escrito para otra persona.

Lo más asombroso de Melancolía no es su articulación dramática, el empleo de imágenes simbólicas o su estética cinematográfica, sino la manera en que la película se articula como una experiencia. Es algo que surge de la unión de todos los elementos, del empleo recurrente de la pieza de Wagner; la atmósfera de sutil extrañamiento creada por el empleo del espacio, ese castillo que en la primera parte es un hotel y luego un hogar, enorme al principio e íntimo después; la extraña belleza del planeta, y su caprichoso movimiento. Lars Von Trier pone todos los elementos en juego para que experimentemos el mismo proceso emocional que Justine, hasta el punto de que la película no resulta nihilista ni desoladora sino extrañamente optimista y liberadora. Quizá porque sea una obra de arte, y sus movimientos cosmológicos digitales, su recurso al legado cultural europeo como fuente declarada de inspiración y su psicología dramatizada no sean más que los palos con los que se construye una cabaña imaginaria en la que con la ayuda de una buena mentira, nos sintamos a resguardo de lo que no entendemos. De todas foras, a Von Trier, como a Kirsten Dunst, la depresión parece haberle sentado de maravilla.