sábado, 29 de septiembre de 2012

Mátalos Suavemente

 

T.O: Killing Them Softly



Dir: Andrew Dominik



Int: Brad Pitt, Scott McNairy, Ben Mendelsohn, Ray Liotta, Richard Jenkins, James Gandolfini



USA, 2012, 97'













Dos gilipollas (Ben Mendelsohn y Scott McNairy) planean dar un golpe en una timba de póker organizada por la mafia: un plan genial, porque el mafioso que organiza el juego (Ray Liotta) organizó un atraco a su propio garito unos años atrás. Todas las sospechas recaerían sobre él si vuelve a pasar algo. La cosa sale razonablemente bien, pero los tipos de arriba se preocupan. Un señor serio de aspecto respetable (Richard Jenkins) contrata a Jackie Coogan (Brad Pitt), un asesino profesional, para que resuelva el asunto. Coogan aparece, vestido de negro de los pies a la cabeza, mientras suena esa canción en la que Johnny Cash recita el Apocalipsis. En un par de escenas, Coogan ya se ha enterado de que un idiota ha ido por ahí presumiendo de haber dado al palo, y se propone eliminar a los dos desgraciados y también a Ray Liotta, porque todo el mundo cree que ha sido él y desconfían de las partidas de cartas si sale de rositas. Todo esto recuerda al cine policiaco de los años setenta, con sus mafiosos destartalados y mezquinos pululando por suburbios decrépitos filmados de manera seca y concisa, nada de glamour. Esa sensación viene reforzada por el hecho de que el argumento provenga de una novela de George V. Higgins publicada en 1974, también porque los protagonistas conducen automóviles de hace cuatro décadas y no parecen haber renovado el vestuario en todo ese tiempo. Pero Mátalos Suavemente se desarrolla en un momento muy preciso: los meses de la campaña electoral del año 2008, que condujeron a Barack Obama a la presidencia. Discursos y debates políticos se cuelan en las escenas, a través de televisores en garitos y las radios de los coches, mostrando un contraste con la jerga subida de tono de los mafiosos de medio pelo, como si la película fuese un comentario irónico sobre el estado del discurso político en Estados Unidos. 



Estos dos son los que montan todo el tinglado

 Hay algo en la manera en que se introduce el debate político en este submundo de personajes de repertorio que resulta poco sutil. La relación entre crimen y economía ha estado en el fondo de muchas de las ficciones del género negro, aquí Andrew Dominik la hace pasar al primer plano. “La película retrata América como lo que también es: un país del Tercer Mundo. Si tu viajas entre las grandes capitales, lo que te encuentras es escenarios del Tercer Mundo. Louisiana es como estar en el puto Bangladesh. La distancia entre ricos y pobres es enorme en este país y cada día se hace más y más grande.” “Las películas de criminales son las únicas que retratan America y los americanos como lo que realmente son: películas en las que los personajes sólo se preocupan por el dinero. No hay sueños rotos, mierdas morales, integridad: solo está el dinero. Estados Unidos es un país lleno de gente dispuesta a hacer dinero, un país podrido de principio a fin” Es cine airado, algo que se nota en la estructura descompensada de la película, sus transiciones abruptas y violentas entre el humor y la sangre tanto como en la manera en que se le intenta dar volumen al discurso político. En ese sentido, la película se inscribe dentro del desencanto que ha producido la presidencia de Obama en los sectores que esperaban el retorno de las reglas del juego, las que sirven para proteger a los más débiles. “Obama, que inicialmente está en contra de quienes crearon la crisis, va cambiando el discurso, diciendo que tenemos que pagar las facturas , y esa misma gente empieza a darle millones para su campaña. Se va viendo como demócratas y republicanos, que generalmente están unos en contra de otros, se ponen de acuerdo en lo que hay que hacer, y acaban contando la misma historia.“

 Pero dejando de lado todo eso, Mátalos suavemente es una perfecta muestra de cine negro contemporáneo, con diálogos acelerados y brutales, violencia extrema presentada como si fuera una payasada y un conjunto de personajes secundarios perfilados cómicamente, de esos con los que los actores se lo pasan en grande. Sale el gran James Gandolfini (o sea, Tony Soprano) como un asesino a sueldo melancólico y adicto a las prostitutas; Ben Mendelsohn mastica el decorado como el ridículamente autodestructivo yoqui Russell; Richard Jenkins pone cara de ciudadano inocente y respetable cuando interpreta al abogado que transmite las órdenes. Hay escenas de comedia criminal que anticipan secuencias de tensión violenta (el atraco a la timba), esas abruptas transiciones buscan el consabido efecto de hacer que al espectador se le congele la sonrisa. Andrew Dominik domina su oficio de la misma manera que el asesino profesional de Pitt: la puesta en escena es todo un despliegue de recursos e inventiva. La película funciona como cine de género puro y duro, es rápida, divertida y no demasiado trascendente, aunque con toneladas de cinismo y mal humor. La cuestión es si el componente de crítica social se articula mejora través de las convenciones del propio género que del discurso político explícito. 


Brad Pitt sale en esta peli

Están esos paisajes industriales en ruinas por los que conducen los personajes, ruinas de lo que una vez pretendió ser el futuro. Están esos personajes mezquinos y de escasas ambiciones, nada inteligentes y dominados por la avaricia a corto plazo. Y está la propia trama, el eterno argumento de los planes perfectos que inevitablemente salen mal porque la propia naturaleza humana conduce a ello: las envidias, la estupidez, la ambición de corta vista, el cálculo personal frente al interés general. Por cada Ocean’s Eleven, en que el atraco perfecto se logra gracias a una combinación de astucia y trabajo en equipo, hay un Fargo, en que los criminales son traicionados por sus propias debilidades, a menudo por creerse más listos de lo que son. Hay una nítida distinción ideológica en estos dos argumentos, que muestran visiones contrapuestas del animal humano, tanto que la preferencia entre uno u otro podría servir como test de personalidad: por un lado, la confianza en la mente humana, capaz de sortear los obstáculos de la naturaleza hacia un futuro inevitablemente mejor; por el otro, la de una naturaleza humana que siempre se opone a las idealizaciones que sueña la razón, que en la mayor parte de los casos se acaban revelando como quimeras. En las películas del segundo tipo, los planes solo son perfectos en teoría, el hecho de no contar con el factor humano los vuelve impracticables desde el principio. Estas películas suelen ser un velado comentario sobre la propensión del ser humano a dejarse engañar por sus propias ensoñaciones, a menudo con la excusa de la más pura racionalidad. En ellas, el Titanic vuelve a hundirse una y otra vez, la torre de Babel acaba convertida en ruinas. 

Pero lo más curioso de esta extraña aparición del discurso político en los territorios del género puro es lo que nos dice sobre el alcance de la crisis y el regreso de la cuestión social. Personajes casi de tebeo no pueden ya vivir ajenos a la realidad económica ni siquiera en un mundo de fantasía dominado por las reglas del género: la demolición de la cohesión social les afecta de pleno. Ejemplo de ello es el delincuente de poca monta que interpreta Scott McNairy, recién salido de la cárcel, que no tiene trabajo legal porque no tiene coche para desplazarse, y no tiene coche porque no tiene trabajo. “Estamos solos” se dice a sí mismo en una escena, tras darse cuenta de que nadie se va a ocupar de él si tiene problemas de cualquier clase. Por supuesto, eso no le sirve de nada, se trata simplemente de un peón desechable en un juego controlado por gente mucho más importante. Pero resulta curioso ver a este tipo de personaje reflexionando sobre su lugar en el tejido social. Hasta el asesino implacable que interpreta Pitt realiza una exégesis de las ideas políticas de Thomas Jefferson para rematarlas con una frase que ya se ha hecho famosa: “América no es un país, es un puto negocio”. De un tiempo a esta parte, las películas, incluso las más comerciales, se están volviendo explícitamente políticas, poniendo en primer término situaciones sociales que anteriormente sólo se deducía del contexto.

viernes, 14 de septiembre de 2012

The Deep Blue Sea



Dir:Terence Davies

Int: Rachel Weisz, Tom Hiddlestom,  Simon Russell-Beale

UK, 2011, 94'




Esta escena de la nueva película de Terence Davies sucede cuando la heroína adúltera y atormentada por el amor que interpreta Rachel Weisz, tras dejar a su marido y desesperarse ante el hecho de que su amante no comparta la intensidad de su pasión, revive un recuerdo espoleado por el decorado de una estación de metro londinense. Se trata de una noche años atrás, en plena segunda guerra mundial, la estación de Aldwich convertida en un refugio ante los bombardeos alemanes. Como forma de resistencia y de unión, las personas que se encuentran allí cantan al unísono Molly Malone, la popular canción irlandesa sobre una desafortunada vendedora ambulante, un himno a las vidas insignificantes cuyo misterio ha se ha transmitido de boca en boca durante varios siglos. Es la música como fermento social, un motivo recurrente en el cine de Davies: los personajes y la figuración cantando al unísono canciones que expresan un sentido de comunidad. Hester Collyer, que participa en la escena acompañada de su marido, el juez Collyer, recuerda ese momento como un testimonio del mundo del que su pasión la ha alejado, un mundo de convenciones sociales muy rígidas pero también con un gran sentido de comunidad.  
“Aléjate de las pasiones, Hester”, le dice su suegra, la rígida señora Collyer, que desaprueba a su joven nuera “Solo conducen a cosas desagradables” “¿Y entonces por qué las sustituimos?” pregunta la protagonista ”Por un entusiasmo moderado”. Hester siente un moderado entusiasmo por su marido, y una pasión difícil de controlar por Freddie Page (Tom Hiddlestom), un ex-piloto de la RAF, orgulloso superviviente de la batalla de Inglaterra,  con quien descubre que el amor tiene también un aspecto físico. Según el famoso poema de Philip Larkin, en Inglaterra se empezó a follar en 1963, un año antes del primer disco de los Beatles. Hester tiene un anticipo de los tiempos que están por venir en plena posguerra, cuando aún quedan ruinas de los bombardeos desperdigadas por Londres. Su encuentro con el joven hace que se cuestione todo lo que entendía del matrimonio y del amor: para ella esas palabras suponían una confortable posición social, como mucho una agradable camaradería con su pareja. Todo eso deja de tener sentido cuando el sexo entra en su vida. “¿Vas a abandonar todo o que tenemos por algo tan primitivo?”, le pregunta su marido el juez junto a su Rolls Royce plateado. “Algo natural” responde Hester. Pero su pasión también implica una renuncia, la renuncia al manto protector de la sociedad, a ese sentido de comunidad y solidaridad que era la otra cara de la vida inglesa anterior a la revolución sexual, tal y como la recuerda Davies. Al fin y al cabo Hester se encuentra encerrada en si misma, sin poder compartir sus sentimientos ni siquiera con su amante.
Tom Hiddlestom y Rachel Weisz
The Deep Blue Sea es la adaptación de una obra de Terrence Rattigan (1911-1977) estrenada en 1952. Rattigan fue un dramaturgo muy popular durante los años cuarenta y cincuenta (llego a ser el escritor teatral mejor pagado del mundo), pero su éxito cesó a comienzos de los sesenta, con el surgimiento de los Angry Young Men. Sus melodramas comenzaron a ser algo pasado de moda frente a la franqueza sexual  de los jóvenes escritores y su lenguaje descarnado. Para conmemorar el centenario de su nacimiento, se escogió a Terence Davies, probablemente porque sus películas reviven el mundo de la Inglaterra de posguerra, y porque sus recuerdos cinematográficos más vívidos son los melodramas de la época protagonizados por mujeres sufridoras con carácter, entre los que hay algunas adaptaciones de Rattigan. Davies cambia la estructura de la obra para que los hechos del pasado de los personajes aparezcan como ráfagas a veces inesperadas de recuerdos, como la escena de la estación de metro: el director británico ha convertido el flujo del recuerdo en su recurso narrativo más importante. Conocemos a Hester en la habitación de pensión que comparte con su amante, mientras abre la llave del gas en un intento de suicidio algo patético, motivado por la indiferencia de él. Mientras suena en la radio el movimiento lento de un concierto para violín de Samuel Barber, su mente fluye adormecida por el gas, y las imágenes de la relación que la ha llevado hasta ese punto se suceden de manera caprichosa. Cuando la despierten sus vecinos el drama podrá comenzar, con las apariciones de marido y amante, pero siempre estará punteado por el flujo del recuerdo.

En el cine de Davies, los recuerdos se reconstruyen minuciosamente a través de los decorados. El pasado está recreado de una manera tan delicada que uno creería que en la Inglaterra de posguerra todos y cada uno de los objetos eran bellos. Las lámparas proporcionan una luz anaranjada y tenue, los personajes se mueven en  semipenumbra. Los colores son apagados, para representar el ambiente de una época sombría. Esta es una de esas películas en que el humo de los cigarrillos flota lentamente en el aire como si estuviese marcando uno tras otro cada uno de los segundos que pasan. Despojados de las escenas de exposición y de las frases melodramáticas más lapidarias, los personajes se muestran a través de una minuciosa observación de gestos : en la situación emocional en que se encuentran, cualquier mirada o movimiento se convierte en significativo. La manera en que Hester se pone los zapatos tras pasar la última noche con su amante, antes de que éste se vaya a Sudamérica, es mucho más reveladora que cualquier despedida. Rachel Weisz hace un estudio detallado de la vulnerabilidad y el tormento emocional a través de cada uno de sus gestos.
La película dialoga con el pasado de manera compleja. Hay  nostalgia por la desaparecida camaradería de pub, también el lamento por una sociedad represiva en la que las pasiones contenidas acababan desembocando en estallidos casi histéricos. Hester no es una mujer que conscientemente quiera enfrentarse a las convenciones sociales, pero sus sentimientos son tan poderosos que no puede elegir, y su camino le lleva al ostracismo social, a la soledad y también a tener que empezar de nuevo su vida por sí misma. Algunos años después, ese camino sería recorrido por toda la sociedad, las convenciones sociales se derrumbarían, se decretaría el fin de la represión  y la libertad en la vida personal se convertiría en un valor irrenunciable. Davies filma su historia con la meticulosidad y el cuidado que ha demostrado a lo largo de su filmografía, una meticulosidad que le ha llevado a rodar solamente seis largometrajes de ficción en casi cuarenta años