domingo, 24 de febrero de 2013

Tabú


T.O: TABU
DIR: MIGUEL GOMES
INT:  TERESA MADRUGA, LAURA SOVERAL, ISABEL MUÑOZ CARDOSO, ANA MOREIRA, CARLOTO COTTA
PORTUGAL, 2012, 118'


Con películas como Tabú, El tío Bonmee que recuerda sus vidas pasadas de Apitchapong Weerasethakul (2010) o Holy Motors de Leos Carax (2012)(por poner algunos ejemplos recientes), el espectador corre el riesgo de sentirse desplazado por sus propuestas conceptuales, como si no fueran más que artefactos intelectuales que necesitasen de alguna clave arcana para ser descifrados. Es una pena, porque entonces uno se pierde la pura sensualidad de sus imágenes y sonidos, el sentido del juego de sus caprichos narrativos, el constante humor de lo inesperado. Son películas que apelan al conocimiento cinéfilo y cultural al mismo tiempo que nos obligan a olvidarnos de todo lo que hayamos visto antes, a dejar atrás los esquemas de juicio que empleamos habitualmente y a abandonarnos a la contemplación de su extraña belleza, de sus poco convencionales estructuras y de su narración libre. Tabú comete desde el primer momento la blasfemia de robarle el título a la obra maestra póstuma de F. W. Murnau, un relato sobre la perdida de la inocencia primitiva, para poner en juego los fantasmas del colonialismo europeo tal y como se han venido articulando a través de leyendas, malos sueños, canciones pop y éxitos de Hollywood continuamente repuestos en televisión. Es una película caprichosa y lúdica que apela tanto a la memoria del cine como a la manera en que el pasado se reincorpora en nuestras vidas de formas en las que quizá no somos demasiado conscientes.

            Tabú comienza con un mágico prólogo narrado por el propio director;  en él,  un explorador muere en África tras contemplar el fantasma de su amada, su espíritu pasa a pertenecer al cocodrilo que le devora, a partir de entonces perpetuamente enamorado. Después, la película nos sitúa en Lisboa durante los últimos días de 2011 y los primeros de 2012. Es un invierno frío y gris, con unas nubes oscuras en el cielo perpetuamente amenazando tormenta. Pilar (Teresa Madruga) es una jubilada reciente que ocupa su tiempo ocupándose de diversas causa sociales y preocupándose por Aurora (Laura Soveral), su anciana vecina, que presenta síntomas de senilidad. Aurora vive con Santa (Isabel Muñoz Cardoso), una mujer africana de mediana edad a quien su hija, que vive en Canadá, ha contratado para su cuidado. Además de huir al casino a perder dinero, Aurora desconfía de Santa, a quien considera una hechicera, enviada por el diablo para hacer que pague por sus pecados. 


Esta primera mitad de la película se adhiere a las formas del cine de autor reciente. Conversaciones y silencios, una cámara que se mueve lo justo, nada de música y el enfoque puesto en la observación conductista de los hechos. Aun no sabemos porqué la película se ha rodado en blanco y negro. Pero ya en el hospital, Aurora le pide a Pilar que localice a un viejo amigo llamado Ventura, y Pilar, sin demasiadas esperanzas, trata de encontrarle. El viejo Ventura aparece en un asilo de ancianos: un hombre de rostro curtido tocado con un sombrero de piel marrón. Recuerda a su vieja amiga. “Aurora tenía una granja en África, en la ladera del Monte Tabú”, comienza a narrar.  Y en ese momento, la vecina senil se reconfigura en Isak Dinesen o en Meryl Streep, y la película cambia por completo.


Lo que sigue a continuación es completamente diferente: un melodrama de amores ilícitos con paisaje exótico al fondo (Un Mozambique pegajosamente caluroso, lleno de mosquitos) en el que la voz del viejo Ventura nos narra, a su manera lenta y cadenciosa, la pasión que consumió al joven Ventura (Carloto Cotta) y a la joven Aurora (Ana Moreira) a espaldas del marido de ella y ayudados por un pequeño cocodrilo. Es una historia familiar: tragedias del hombre blanco en tierras tropicales, en el marco de la dominación colonial. Sin embargo, Miguel Gomes la narra de una manera nueva: la voz de Ventura es la única que oímos durante la segunda mitad de la película, su narración enmarca unas imágenes que remiten al cine más arcaico, en las que los personajes se expresan ante el espectador con gestos y posturas, como personajes de un drama mudo (aunque la imprecisa ambientación corresponde más bien a los años cincuenta o sesenta) aunque también se permiten anacronismos: figurantes vestidos con la segunda equitación del Chelsea, o una banda local que interpreta una canción de los Ramones. O juegos con la caracterización, como los modelitos de explorador que lucen los protagonistas, que parecen salidos del guardarropía de una producción de aventuras de tercera fila circa 1920. Las imágenes de la segunda parte de Tabú viene de un territorio incierto, en el que el recuerdo personal se ha visto desbordado por los acontecimientos históricos y todo ello se ha procesado a través de las imágenes y las canciones de tantas películas y programas de televisión. 


¿Quién ha organizado esas imágenes, quien ha ordenado para nosotros esa combinación de historia, memorias, fantasías  y cultura popular? ¿Es Ventura, quien ha convertido desde la vejez el recuerdo de un viejo amor en un melodrama grandioso, lleno de pasión y peligro? ¿Es Pilar, quien transforma la narración de Ventura, imaginando un África que nunca ha conocido a través a través de las imágenes de películas como Memorias de África  o de alguna de las sesiones de cine mudo a las que acude con un amigo/pretendiente? Tabú se desarrolla en ese territorio desconocido en que una historia se transforma entre quien la narra y quien la recibe, en el que a las palabras (África, Mozambique, amor) o a las ideas cada persona le añade significados, a veces personales, a veces culturales, en otras ocasiones simplemente azarosos. Gomes convierte ese dispositivo  en un mecanismo lúdico, un artefacto generador de sorpresas y correspondencias inesperadas; pero también en un aparato que pone en cuestión los modos en que construimos la realidad, cómo los dramas históricos se incorporan a nuestra vida cotidiana. 
 La presencia de Santa sirve para poner de relieve el cambiante balance del equilibrio de poder. Su labor consiste en ocuparse de Aurora de la manera más profesional posible. Cuando Pilar trata de compartir con ella su compasión hacia su vecina, Santa le frena en seco “Solo hago lo que me pagan por hacer”. Los sentimientos no entran en el trato; quizá si lo hacen, en cambio, las fantasías de Aurora sobre salvajes y brujerías. En sus ratos libres, Santa está aprendiendo a leer, para ello utiliza uno de los relatos más clásicos de la imaginación colonial, Robinsón Crusoe, de Daniel Defoe. Siempre se ha contado esta historia como la del naufrago que debe sobrevivir en una isla desierta, aunque la isla a la que llega el protagonista está completamente habitada. El problema es que sus habitantes pertenecen a una civilización que tanto Robinsón como su autor y sus lectores consideran tan distante como para no incluir a sus miembros entre los seres humanos. Cuando su profesora en la escuela para adultos le pregunta  a Santa cual es la historia que narra ese libro, la película cambia de escena, dejándonos en el intento de adivinar la respuesta, conscientes de que su punto de vista cambia la narración por completo.

lunes, 18 de febrero de 2013

Curiosidad: Ingmar Bergman examina el tiburón de Spielberg


Con genuina curiosidad profesional, Ingmar Bergman examina uno de los tres modelos utilizados para dar vida a Bruce, el tiburón de la película que hizo célebre a Spielberg. La foto fue tomada en el back lot de la Universal meses después del rodaje, cuando la película ya se había convertido en un gran éxito, por el fotógrafo John Bryson, especialista en retratar celebridades. La dedicatoria, que se puede leer bajo las fauces del escualo, dice: “To Ingmar from his admirer John Bryson”, es decir, "Para Ingmar, de su admirador John Bryson" La foto pertenecía a la colección personal de Bergman y tras su muerte fue vendida en una subasta. 

¿Es posible que existiese una afinidad entre dos artistas tan distintos? En 2002, Berman le contó al crítico de cine Jan Aghed: "Entre los directores actuales, estoy por supuesto, impresionado por Spielberg y Scorsese, y por Coppola,  aunque parece haber dejado de hacer películas, y por Soderbergh, todos ellos tienen algo que decir, son apasionados, tiene una actitud idealista respecto al proceso cienmatográfico." Por su parte, Spielberg ha dicho, con respecto a Bergman "Siempre lo he admirado, y pe gustaría ser tan buen director como él, pero sé que eso nunca va a ocurrir. Su amor por el cine casi me hace snetirme culpable."

martes, 12 de febrero de 2013

La autopsia de Chile: Pablo Larrain disecciona la dictadura de Pinochet en Toni Manero, Post-Mortem y No

La autopsia de Salvador Allende es una metáfora de Chile en Post Mortem
 

El pasado 8 de febrero se ha estrenado  en España No, la nueva cinta de Pablo Larrain. Se trata de la cuarta película del cineasta chileno, que ha recibido un reconocimiento internacional creciente con cada una de sus sucesivas películas. Su nueva cinta se ha convertido en la primera película chilena nominada al oscar a la mejor película extranjera. No se centra en el referéndum convocado en 1988 por Augusto Pinochet para decidir su continuidad en el poder; concretamente, en la campaña publicitaria organizada por los partidarios del fin de la dictadura, representados por un joven publicista interpretado por el mexicano Gael García Bernal. Esta película cierra una trilogía centrada en la etapa pinochetista, una trilogía en la que la historia y sus consecuencias sobre los individuos se abordan de maneras completamente diferentes. Tony Manero, la cinta inaugural de la serie, se ambienta en el año 1978, en mitad del mandato de Pinochet. Post-mortem nos lleva a 1973, los momentos anteriores y posteriores al golpe que terminó con el gobierno y la vida de Salvador Allende. Y en No, el cineasta analiza el final del periodo pinochetista. “Crecí en medio de una dictadura, y cuando ya era un poco mayor, comencé a entender lo que ocurrió aquí. Pero esos días permanecían como una caja cerrada, que es imposible de abrir. Lo más absurdo es que cuanto más excavaba en esa época, más me alejaba de ella. Siento que hay algo absolutamente inexplicable sobre eso, y por alguna razón quiero acercarme a eso. Es arqueología”
  

Tony Manero apareció por sorpresa en la quincena de realizadores del festival de Cannes de 2008. Su protagonista, Raúl Peralta,  interpretado por Alfredo Castro, es un hombre de mediana edad obsesionado por el protagonista de Fiebre del sábado noche, una película que ve una y otra vez en un cine local. Sueña con ganar un concurso de imitadores de Travolta organizado por un canal de televisión. Para ello, practica sus bailes en un decrépito local que intenta convertir en un bar-espectáculo, ayudado por un grupo de mujeres que le tratan con una extraña devoción, extraña sobre todo porque el comportamiento del personaje es completamente alienado: se trata de un ser que vive en un fantástico mundo interior de música disco. Para mantener su ilusión no duda en recurrir a la violencia, para lo que se ve ayudado por la policía del régimen, demasiado ocupada persiguiendo a sospechosos ideológicos para preocuparse por un insignificante asesino. “Bueno, la idea fue bastante simple. Surgió a través de esta fotografía que vi, de un fotógrafo neoyorquino, una imagen de un hombre de unos cincuenta, sentado en un sofá y mirando por la ventana. Compré el libro en España y cuando volví a Chile llamé al actor Alfredo Castro y le pregunté si le gustaría hacer una película a partir de aquella foto. Me preguntó que veía. Y le dije, no se porqué, pero veo a un asesino al que le gusta bailar. Después de eso construimos la idea de alguien que sigue un icono, y entonces llegamos a Fiebre del sábado noche, nos dimos cuenta que se estrenó en 1978, así que teníamos un contexto político” 

Un criminal en la pista de baile

Rodada cámara al hombro en decorados naturales, principalmente algunas zonas de Santiago de Chile que no han cambiado demasiado desde los años setenta, Tony Manero tiene todas las trazas del cine realista y observacional, con un toque feísta y miserabilista. Claro que las formas del realismo contrastan con la historia que se nos está contando, al menos cuando nos paramos a pensar en la lógica de la narración. Raúl regenta un decrépito bar cuya mera existencia es improbable, no digamos ya que consiga atraer algún cliente. Es tratado como un líder carismático por el resto de personajes a pesar de cu completa alienación, eso sin contar el hecho de que su aspecto y comportamiento son francamente desagradables. Más aún, todas las mujeres que le rodean, jóvenes y viejas, se le ofrecen sexualmente, lo que es más sorprendente aún si tenemos en cuenta que Raúl es impotente, algo que el director nos detalla en unas cuantas escenas sexuales adecuadamente repugnantes. Ello, sin embargo no hace disminuir su interés para ellas. Para terminar de redondear el surrealismo, sus actividades criminales se desarrollan en la total impunidad, una impunidad propiciada por el propio régimen: “La policía va a por al gente que piensa diferente en vez de en vez de ir a por el tipo que mata gente. Básicamente, es una confusión. Para nosotros, es el sinsentido de todo. Las cosas no tiene ningún sentido y al mismo tiempo son extremas.”

Raul Peralta, un seductor repugnante e impotente.


Con una narrativa surrealista imbuida en una estética realista (ambientes ruinosos, cuerpos demacrados) Tony Manero se inscribe en el terreno de la alegoría política. Como un hombre enajenado en una fantasía en la que, de manera incomprensible, consigue implicar a quienes le rodean, Raúl Peralta se nos presenta como un símbolo de Pinochet, un dirigente cuyas pretensiones de magnificencia y decoro se denuncian como una fantasía sostenida mediante la violencia en un mundo dominado por la fealdad y el sinsentido. “¿Sabía usted que Pinochet tiene los ojos azules?” le pregunta a Raúl una anciana a la que éste ha defendido de unos maleantes. La señora contempla en su casa con admiración una intervención de Pinochet en la televisión nacional, quizá la misma admiración que siente ante la caballerosidad de Raúl. Poco después, éste la estrangula para robarle alguna baratija. Si el extraño atractivo y la violencia unen al personaje y al dictador, también se ven emparejados por habitar un mundo de fantasía importado de Estados Unidos. 
Raul sueña con un mundo de música disco. 

“La intención es construir una atmósfera tan extrema que tú, como espectador, no hayas estado nunca antes en ese lugar, y pienses ¿Qué es esto? ¿Qué está haciendo este tío? ¿Quién es esa gente? No es solo la historia, es la atmósfera, algo que se mete dentro de ti a través de la piel más que a través de tu cerebro” Esa atmósfera se consigue gracias a la manera en que se mueven los personajes, a las posturas que adoptan sus cuerpos, la incomodidad que reflejan a menudo o la manera que tienen de aceptar con naturalidad situaciones que, mediante  la distancia que el director mantiene con sus personajes, se nos revelan como extrañas. La reacción cotidiana de temor ante el ruido de sirenas en la calle, la inquietud ante un silbido lejano que puede o no estar dirigido a ellos  hace que los personajes de este mundo vivan de una manera normal y cotidiana el sinsentido y el absurdo, lo que es a la vez terrorífico y ridículo. Esa sensación de extrañeza cotidiana viene reforzada por la dilatación temporal de las secuencias y el recurso al feísmo estético, que señala al agudo contraste entre las fantasías del personaje y la realidad en la que vive. “Él no cambia. Ahí es donde está el error. Es un montón de errores uno tras otro. Piensa que esa historia de héroe de la clase obrera puede ser una posibilidad para él. Olvida que es treinta años más viejo, que no se parece ni baila como John Travolta, y, lo más importante de todo, que está en Chile en mitad de una violenta y destructiva dictadura, en lugar de un país capitalista como los Estados Unidos. Cuando coges algo que es extranjero y lo injertas en tu cultura, hay un momento en el que nada parece ser correcto.” 
 
La fascinación por el extranjero como modo de huida ante un entorno social decepcionante también aparece en la siguiente película de Larrain, Post Mortem, de 2010. Mario Cornejo (de nuevo Alfredo Castro) es un funcionario que se siente fascinado por el exotismo de su vecina Nancy, una bailarina de cabaret. Para él, Nancy representa algo nuevo, la parte del país que aspira a convertirse en el primer mundo, importando electrodomésticos y nuevas maneras sociales. Su obsesión por ella es una manera para que este hombre pueda evadirse de su poco alentadora vida cotidiana en el chile de 1973, un país recorrido por inciertas convulsiones políticas, y de su trabajo como administrativo en un depósito de cadáveres.  “Leí la autopsia oficial de Salvador Allende, y encontré que era la autopsia de Chile. Es un documento muy extraño, porque describe la manera en que vestía-que es la manera en que la mayoría de la gente vestía en aquella época-las cosas que tenía en los bolsillos, las etiquetas de la ropa, la forma de su hígado, la comida que tenía en el estómago, además de típicos detalles médicos como su grupo sanguíneo. Y vi que estaba firmada por tres personas: dos de ellos eran médicos conocidos, y luego estaba ese tercer tipo: Mario Cornejo. Y nos preguntamos ¿Quién cojones es Mario Cornejo? Así que empezamos a investigar, y descubrimos que ya había muerto, que había sido un oficinista menor, y que su hijo, que también se llama Mario Cornejo, hacía el mismo trabajo que hizo su padre. Cuando conocí a su hijo, tenía más o menos la misma edad que tenía su padre cuando todo esto ocurrió. Sale en la película, como uno de sus ayudantes. Nos describió como actuaba el auténtico Mario Cornejo, así que usamos unos cuantos detalles sobre la manera en que hablaba, la manera en que veía la situación. Su padre nunca, nunca, dijo nada en su vida sobre el asunto de Allende, así que era un gran misterio para él y tenía muchas teorías sobre eso.”  
Mario se siente fascinado por el exotismo de su vecina Nancy
  

Mario Cornejo es la persona que pretende mantenerse al margen de la política, la persona normal que no dedica demasiados pensamientos a lo que ocurre alrededor suyo, experimentando los momentos históricos como algo que no le concierne. Larrain nos muestra que esa forma de pretender mantener la normalidad es una fantasía, y para conseguirla hace falta un elaborado ejercicio de autoengaño. Por ello, la obsesión de Mario por Nancy terminará disolviéndose en la nada, como corresponde a una elaborada fantasía escapista. En Post Mortem, la única manera de evadir la realidad social es el delirio, voluntario o no. “Mucha gente dice que este personaje es excéntrico, raro, lo que sea, pero yo creo que eso es algo que pasa cuando miras a cualquiera con detenimiento, ¿sabes? También es típico de la clase media baja de principios de los setenta. Es tímido. No es muy inteligente. Probablemente comenzó siendo una persona normal y se fue convirtiendo en alguien singular después de su soledad. Pero lleva este país sobre sus hombros, y para mí es un símbolo de la situación.” Mario Cornejo lleva su condición de funcionario con una combinación de orgullo y vergüenza. A veces la exhibe como una muestra de estatus social, otras veces la esconde como si quisiera ocultar el vacío y la falta de horizontes de su vida. Es el producto de una movilidad social ascendente, algo que se nota en su forma de vestir, en su manera de hablar. Intenta ser correcto, tanto en una cosa como en la otra, de una manera tan consciente  que acaba actuando de una manera extraña y desconcertante; el resultado de ello es la soledad y el refugio en la fantasía.


En cuanto a la puesta en escena, Pablo Larrain adopta un estilo muy diferente al de su anterior película. La cámara se mantiene más estable, los encuadres está compuestos de una manera elaborada. El formato de pantalla panorámico contrasta con las figuras aisladas que aparecen en el plano, a menudo filmadas a través de puertas, ventanas o objetos que impiden la visión completa. El resultado es contradictoriamente claustrofóbico: la horizontalidad de la pantalla parece sugerir  la posibilidad de un mundo de espacios amplios y abiertos; por el contrario, el espacio se nos presenta de manera fragmentada, incompleta, a menudo solamente contemplamos los escasos metros cuadrados que rodean al protagonista mientras el resto del mundo impone su presencia mediante sonidos fuera de campo o formas desenfocadas. 

Así filma Larrain el golpe de estado de Pinochet: Mario Cornejo está en la ducha, lo contemplamos desde la ventana del cuarto de baño. Ruidos de vehículos, gritos, golpes: parecen proceder de la casa de Nancy, cuya familia es de tendencia izquierdista. Mientras eso ocurre, Mario sigue frotándose el pelo, procurando no asomar la cabeza por la ventana. No puede reprimir la curiosidad, sin embargo, cuando oye pasar los helicópteros: la señal inequívoca de que lo que está ocurriendo es más amplio que un problema de sus vecinos. Pero cuando salga de la ducha y los ruidos hayan terminado, su preocupación principal será encontrar a Nancy, seguir viviendo su imaginaria historia de amor. Las calles de Santiago están desoladas, un paisaje sin personas lleno de cristales y restos de automóviles. En el cabaret donde trabaja Nancy no hay nadie, así que Mario se dirige a su trabajo en el depósito de cadáveres. La actividad allí es inusual: hay cuerpos en amontonados en los pasillos, hombres armados vigilando. Un militar convoca al personal y les avisa de la enorme cantidad de trabajo que se avecina: “Se ha declarado un estado de guerra, y en una guerra hay bajas”. Pronto, Mario será convocado para su pequeña aparición en la Historia, en la escena que preside la película: tendrá que encargarse de mecanografiar la autopsia de Salvador Allende. “Al convertirlo en un funcionario, creamos a alguien que estaba a una cierta distancia de los cadáveres. Él es la cámara, un punto de vista. Y entonces, la extrañeza inherente de la situación, el absurdo de la violencia, de casi todas las cosas que ocurrieron durante los primeros días del golpe. Creo que es importante porque así es como vemos la situación. Nuestro punto de vista es su comportamiento, y creo que nos hemos acercado bastante.”
En Post Mortem, el golpe de estado ocurre fuera de campo

Como si ningún acontecimiento histórico pudiese alterar el reducido mundo de su protagonista,

Ruidos y voces escuchados desde el cuarto de baño,

que terminan en un extraño silencio.


Post Mortem es una película que cuestiona la posibilidad de la indiferencia ante una masacre 
 

A la hora de la verdad, Mario no puede cumplir ni siquiera con sus modestas funciones: su lentitud a la hora de mecanografiar obliga a que sea sustituido por un soldado, siendo reducido a una presencia irrelevante en el momento más importante de su existencia. Es una muestra de la ironía con la que Larrain enfoca el drama, poniendo en evidencia el componente absurdo de todas las situaciones. Pero el sentido del humos en estas películas no resulta evidente de manera inmediata: son demasiado ásperas, tratan de situaciones en las que las consecuencias de la  violencia son inequívocamente reales. Solo cuando uno piensa en ellas después sale a la luz todo el teatro del absurdo que el director chileno ha puesto en escena. En el caso de Mario Cornejo, se trata del absurdo inherente en alguien que trata de vivir una vida normal en un entorno en que esa posibilidad no existe: el resultado de su empeño es una grotesca fantasía, y con su indiferencia por la realidad se convierte en alguien que indirectamente apoya el golpe de estado. 

 Cada una de las películas de esta involuntaria trilogía se va acercando cada vez más a la historia real. Si en Tony Manero la historia se transformaba en una alegoría sobre un psicópata miserable,  en Post Mortem se contemplaba a través de los ojos de alguien que se encuentra en los márgenes de los hechos, tanto física como mentalmente. En No, nos acercamos a la historia desde el punto de vista de algunas personas que participaron activamente en ella. Gael García Bernal es René Saavedra, el publicista que diseñó la campaña contraria a la permanencia en el poder de Pinochet. Además, por primera vez Larrain se acerca a hechos de los que tiene recuerdos personales: el director tenía doce años cuando el referéndum se convocó en 1988. “Fue tan inolvidable. Está impreso en mi cuerpo, y creo que en el de todo el mundo en Chile. Cuando los anuncios estaban en antena, era como lo que ocurre hoy cuando la selección de  Chile juega en la Copa del Mundo: no había nadie en las calles y todo el mundo estaba viendo la televisión. Era sorprendente, porque había muchas personas que no podían expresarse libremente durante tantos años, si lo hacían podían ser exiliadas o torturadas, incluso asesinadas. Pero, de repente, durante quince minutos al día, tenían la oportunidad de hablar al pueblo. ¿Y qué era lo que podían decir? Yo recuero eso: aparecieron con aquella energía positiva, con aquella combinación de mensaje político y herramientas publicitarias, y era fresco. Y la canción. Nunca me olvidaré de aquella canción. Podría cantarla completamente, y no por haber hecho la película, sino desde aquellos días. Y creo que todo el mundo podría.”

martes, 5 de febrero de 2013

Django desencadenado



T.O: DJANGO UNCHAINED

DIR: QUENTIN TARANTINO
INT:JAMIE FOXX, LEONARDO DI CAPRIO, CHRISTOPH WALTZ, SAMUEL L. JACKSON, KERRY WASHINGTON 
EEUU, 2012, 165'



Ningún cineasta ha capturado la imaginación cinéfila en las tres últimas décadas como Quentin Tarantino. Surgió como una revelación del festival de Sundance, el lugar del que todo el mundo comenzaba a hablar como el semillero del talento más innovador del cine estadounidense. Era el año 1991, y la película, Reservoir Dogs, cine negro barato con un reparto de actores de carácter que sorprendió con unos diálogos ingeniosos y obscenos, además de una  violencia extrema rodada con  mirada irónica. Se comenzó a forjar la leyenda de Tarantino: se hablaba de las puertas cerradas del cine de Sundance en que se presentó su ópera prima para evitar la estampida del público ante las escenas más brutales; de su pasado como dependiente de videoclub, fagocitando todo el cine que había en las estanterías del establecimiento. Su siguiente película, Pulp Fiction se convertiría en el título que definiría a una generación de aficionados, sus personajes y sus situaciones llegarían a alcanzar una ubicuidad que solo está destinada a los verdaderos iconos de la cultura popular.  

            Hacia finales de los años 90 todo Hollywood, dependiente o independiente, estaba rodando películas con asesinos de poca monta que discuten de banalidades antes de darle al gatillo, con abundancia de masacres chistosas. El patrón tarantiniano estaba a punto de convertirse en su propia parodia por mera repetición. Entonces, el director dio un giro a su estilo con las dos entregas de Kill Bill: exploró los archivos del cine de género modelo exploitation que hasta entonces se encontraba en la parte oculta de la memoria cinematográfica (espagueti western, kung fu, blacksploitation, slasher, etc y más etc) para trocear sus hallazgos, remezclarlos y servirlos, como si fueran cócteles o como si Tarantino fuese un dj que consiguiese sus éxitos sampleando viejos temas olvidados, con saltos de estilo, tono y género a veces en la misma escena. Los entendidos comenzaron a jugar a detectar las referencias, y las había en todas partes: en la música, en las imágenes, en el atrezzo. Pero esas películas no eran simplemente un ejercicio de estilo posmoderno, sino que se sostenían en sí mismas como espectáculo, aunque para ello Tarantino había renunciado al tono de ironía nihilista que cruzaba los destinos de sus anteriores personajes para proponer una narración motivada por un impulso tan simple como la venganza.

            Si todo arte es en cierta medida autobiográfico, comenzaba a quedar claro que las experiencias más importantes de Quentin Tarantino habían sido vividas frente al rectángulo de una pantalla. La mayor parte de la cinefilia del director de Tennesse tiene como objeto películas producidas durante la década de los setenta, una década que el nacido en Knoxville comenzó con siete años y terminó con diecisiete, es  decir, su etapa formativa como espectador. Si sus películas de los años noventa rememoraban el estilo del cine negro con fotografía realista, tono directo y ambientación destartalada; su cine del nuevo milenio se desarrollaba en un terreno más fantástico, salido de las mitologías del western o del cine de artes marciales, en los que los personajes no respetan las leyes de la física ni los argumentos siguen las reglas de la dramaturgia. Los setenta fueron un década confusa, dominada por la paranoia y diversas formas de violencia política, que se reflejó de diversas maneras en la cultura popular del momento. Sea de manera consciente o de forma inadvertida, las últimas películas del cineasta norteamericano no pueden esquivar esas resonancias.

Jamie Foxx demuestra sus aptitudes como héroe icónico
            Estamos en algún lugar de Texas, dos años antes de la guerra civil. Django (Jamie Foxx) es “el sexto esclavo encadenado en una cadena de siete”, hasta que aparece King Schultz (Christoph Waltz), su interesado libertador. Con el mismo gesto con que se despoja de sus cadenas Django reclama el primer plano, pasando de figuración a héroe en un solo instante. Schultz es un alemán que se hace pasar por dentista, pero en realidad es un cazador de recompensas: algo parecido a un tratante de esclavos, le explica a Django, sólo que comercia con cadáveres, no con personas vivas. Necesita la ayuda de Django para encontrar a los malvados hermanos Brittle, a quienes se busca vivos o preferiblemente muertos. La asociación funciona, y Schultz le ofrece a Django seguir con su trabajo en equipo. El antiguo esclavo confiesa que podría acostumbrarse a matar blancos por dinero. Su colaboración respeta la formula de las películas de compañeros improbables: el alemán es una especie de cómico deslenguado con cierta propensión a la teatralidad, mientras que Django es el héroe con no demasiada afición a las palabras y que cuida sus movimientos consciente de que cada una de sus imágenes puede aparecer en la marquesina de algún cine. Schultz hace de mentor de Django y lo convierte en un gran pistolero, sus enseñanzas incluyen matar a un hombre delante de su propio hijo. “Este es un mundo sucio y si quieres desenvolverte en él tienes que ensuciarte tú también” , le dice; Django aprende la lección. Después, decidirán rescatar a la mujer de Django, Broomhilda, que ha sido vendida al cruel Calvin Candie (Leonardo Di Caprio)

            Si como Dj Tarantino es ecléctico y le gustan los cambios bruscos (de la música sinfónica al country y de ahí al rap), como cineasta somete a sus personajes a continuos cambios de tono: hay escenas que bordean la parodia (esa banda de linchadores con problemas de visión por culpa de los trapos que se han puesto en la cabeza, puro delirio chanante) hay otras que se acercan al videoclip soñado por algún rapero (Jamie Foxx repartiendo disparos mientras suena Tupac sampleado con James Brown) El cine de Corbucci aparece citado constantemente, por supuesto, aunque la mayor influencia en cuanto al estilo sea el empleo del zoom ultrarrápido tan característico de la época. Tarantino es capaz de modernizar viejos recursos cinematográficos, pero es consciente que sus rasgos más distintivos como cineasta son los diálogos envolventes, la creación de atmósferas mediante la banda sonora y la combinación de elementos visuales anacrónicos. Aun así, a pesar de la mezcla de elementos tan diferentes, el resultado no se parece a nada que hayas visto antes, excepto a otra película de Tarantino.



Disparos, James Brown y Tupac: Jamie Foxx nunca habría soñado un videoclip así para su carrera de rapero

            Durante la última década, sus películas han recorrido un camino que las ha llevado de un universo más abstracto a uno cada vez más concreto. Si Kill Bill se desarrollaba en un mundo poblado por samurais y yakuzas con escaso parecido a la realidad, Malditos bastardos estaba ambientada en un momento histórico concreto, la segunda guerra mundial, aunque filtrada por las representaciones de la misma que había hecho el cine bélico europeo de tercera fila. Los nazis aparecían como los malvados de repertorio por excelencia del cine de género más que como figuras históricas concretas. Cuando se le reprochaba la extrema violencia de la película, Tarantino contestó que quien se podía quejar por que hubiera sido demasiado cruel con los nazis. Malditos Bastardos era una lucha contra un enemigo exterior irredimible, hubo quien la comparó a la "guerra contra el terror" en que se había embarcado la administración estadounidense durante la pasada década. Por el contrario, Django desencadenado ocurre más cerca de casa, en una América dividida, un país que se acerca a una guerra civil y en el que el héroe se enfrenta a un enemigo interno. La frase más repetida de la película se produce cuando Calvin Candie se sorprende al ver como Django no pestañea mientras contempla como un esclavo es despedazado por sus perros, al contrario que su compañero alemán. “Él no es de aquí. No está tan acostumbrado a los americanos como yo”, le responde Django.

Christoph Waltz repite con Tarantino después de ser la revelación de Malditos Bastardos
            El territorio que recorren los protagonistas está lleno de una mezcla absurda de elegancia aristocrática sureña y violencia grotesca: un exquisito club de caballeros en cuyo elegante salón los esclavos pelean a muerte como entretenimiento; la elegancia de las mansiones de estilo neoclásico junto a las cuales se abren pozos donde se arroja a los esclavos que intentan huir. Este panorama es un desafío para Django, un héroe que sigue la senda individualista y solitaria de sus antecesores: no se trata de enfrentarse a un villano concreto, sino a todo un orden social que posibilita su existencia.  Para nuestro héroe, esto significa una ambivalencia entre la actitud puramente individual que le pide rescatar a su mujer y huir al norte, y el hecho de representar, lo quiera o no, las esperanzas de libertad de todo un colectivo. Django no llegará a resolver esa contradicción, y la película se limita a reflejarla con cierta ambivalencia.

            La supervivencia en su difícil misión obliga a Django y Schultz a utilizar la astucia y adoptar nuevas personalidades. Para acercarse a Calvin Candie fingirán estar interesados en la compra de alguno de sus “mandingos” (esclavos a los que se les obliga a pelear, de los que no existen evidencias históricas y que Tarantino ha sacado de la película del mismo título de 1975). Django se hace pasar por un tratante de esclavos, alguien que está por encima de sus compañeros de raza. Si su estratagema le obliga a adoptar a veces un comportamiento abiertamente racista, los límites de su planteamiento de héroe individualista quedarán establecidos cuando aparezca Stephen (Samuel L. Jackson), el capataz negro de Candie, que disfruta de una posición que le permite familiaridades con los blancos a costa de una inusitada crueldad con los de su raza. Es un negro racista, que ha buscado su lugar en la escalera social de la esclavitud adaptándose a la situación sin pensar en sus implicaciones. Jackson lo interpreta con una mezcla de violencia y temor en la mirada que revela que el personaje vive aterrorizado por el mundo que le rodea. En él, Django encuentra a su verdadero antagonista: cada uno de los dos representa dos formas de sobrevivir a la violencia mediante la violencia. 

Samuel L. Jackson es Stepehen, un negro que le hace el trabajo sucio al dueño de la plantación. 

 En ese enfrentamiento, Tarantino está a punto de afrontar las limitaciones del héroe solitario a la hora de enfrentarse a un problema que supera el alcance de lo individual, aunque como era de esperar no llega a hacerlo,  y se limita a resolver las cosas mediante un tiroteo sincopado y una explosión de dinamita, a ritmo de funky o de rap. Algo que pone de  manifiesto también los límites de la dramaturgia del director, a menudo atrapada en su espectacular laberinto de ficciones. Pero aunque la motivación para hacer una película ambientada en la época de la esclavitud fuese el hecho de que a Tarantino le pareciese lo más apropiado para un western despiadado al estilo Corbucci, esta película acaba reflejando un malestar cultural: un país dividido, unos enemigos que no están fuera de la civilización (como los indios, los nazis o Bin Laden) sino que son la civilización y un héroe que en alguna parte del recorrido debe enfrentarse, aunque sea en la pausa entre dos canciones o el silencio entre dos disparos, a los límites y las posibilidades de la condición de vengador solitario.

            Con su nueva película, Tarantino ha superado el éxito de su anterior cinta, Malditos Bastardos, algo que no todo el mundo esperaba. Eso hace que se queden en nada los rumores sobre un rodaje conflictivo, en el que montones de actores abandonaron el set y la relación con Di Caprio no fue precisamente fluida. Ahora, con este descomunal éxito universal, Tarantino queda colocado en una posición única en el panorama cinematográfico: no es solamente un autor de éxito, se ha convertido en el primer autor que es además una franquicia.