jueves, 28 de marzo de 2013

Érase una vez en Anatolia

  T.O: BIR ZAMANLAR ANADOLU'DA


DIR: NURI BILGE CEYLAN
INT:  MUHAMMET UZUNER,
YILMAZ ERDO
ĞAN,
TANER BIRSEL


TURQUÍA; 2011, 157' 
 

El cineasta turco Nuri Bilge Ceylan apareció en la escena internacional gracias al éxito de Lejano (Uzak) en el festival de Cannes de 2002. Lejano era un estudio de personajes rodado con un estilo observacional en el que se narraba la distancia social y emotiva entre dos primos: un estambulí con aspiraciones de sofisticación y un pariente del campo en busca de una oportunidad en la ciudad.  Ceylan, que antes de dirigir cine había trabajado como fotógrafo, desarrolló a partir de ahí una filmografía que lo situó entre los practicantes del cine contemplativo, de encuadres estáticos y argumentos minimalistas. Creó una imagen Ceylan: unos planos de gran nitidez reforzados gracias al empleo del video de alta definición, cuyo verdadero significado se percibe en las tomas distantes en que los personajes aparecen como figuras insignificantes dentro de un mundo lleno de detalle y en el que los fenómenos atmosféricos son participes del dramatismo. La nieve cayendo densamente sobre el Bósforo en Lejano, o las nubes de tormenta que presiden la escena en Tres monos son algunos ejemplos memorables. Los cielos de las películas de Ceylan tienen una materialidad insólita en el cine de cualquier época.

A partir de Tres monos (2008) el estudio de personajes característico de su cine se enriqueció con elementos propios del cine de género: en ese caso, una trama de sexo mezclado con poder tan vieja como el propio cine criminal. Pero la aparición de modelos genéricos no alteró la composición de las imágenes del director turco: seguían escrutando los gestos de unos personajes en unas tramas cocinadas a fuego lento, que desarrollaban una sutil gradación emocional. Érase una vez en Anatolia se pone en marcha como otra variante del género policíaco: un procedural en el que asistimos a los esfuerzos de la policía para lograr que un asesino confeso identifique el lugar en que ha enterrado el cuerpo en la interminable estepa de la región asiática de Turquía.   


 

La partida la componen varios policías, algúnos militares, un médico, un fiscal y los dos delincuentes, que recorren las colinas en tres vehículos que atraviesan la oscuridad a través de sinuosas carreteras llenas de polvo.  El asesino no recuerda bien donde enterró el cadáver la noche del crimen: todo estaba oscuro y él se encontraba demasiado borracho. El comisario de policía pierde a menudo la paciencia, la noche se presenta larga, todas las colinas parecen iguales. Los detalles del crimen resultan vagos, parece tratarse de  un arrebato de violencia demasiado vulgar para resultar misterioso. Todo el mundo se comporta con una mezcla de profesionalidad y rutina, de manera en que el misterio se desvanece entre la cotidianeidad. Las bromas y la indiferencia marcan la actitud de distancia emocional propia de unos personajes demasiado acostumbrados a tratar con violencia inútil y arbitraria. El argumento de la película se basa en las experiencias que vivió uno de los guionistas, Ercan Kesal, médico de profesión, que se vio obligado a participar en una búsqueda parecida.
La película está estructurada en dos partes nítidas, cuya división está tan clara como la noche y el día. La noche, iluminada únicamente por los tres pares de faros de los vehículos, presenta el paisaje rodeado por un manto de oscuridad impenetrable, los personajes recortados por la luz ambarina de los automóviles. El día está bañado por una luz lechosa y húmeda que se filtra a través de nubes densas y grises, una luz que deja todo al descubierto, todos los detalles a la vista, ningún espacio para el misterio. 




A medida que avanza la película, la mirada de la cámara va identificándose poco a poco con la del médico, un personaje que parece salido de la gran tradición literaria de médicos rurales que va desde Chejov y Bulgakov hasta Kafka. Estos personajes han servido para expresar los límites de la razón científica cuando se enfrenta directamente con la naturaleza, por no hablar del misterio de la naturaleza humana. La presencia de figuras humanas moviéndose de manera insegura por las colinas, ejecutando con aburrimiento y rutina asuntos que implican a la vida y la muerte, es propicia para que entre el tedio de la espera se filtre la reflexión. Basta alejar un poco la mirada y ampliar el campo de visión (algo favorecido por la amplitud del paisaje) para comenzar a establecer relaciones, entre los asuntos diarios y el ciclo indefinido del día y la noche; entre las rutinas construidas a base de costumbre y repetición y la inexplicable presencia de la naturaleza, aún más sobrecogedora en una noche tan oscura que cualquier curva del camino parece lindar con el universo entero.

   
Si todo relato de detección policial es en el fondo una interrogación sobre los sistemas y métodos del conocimiento, sobre la manera en que se establece la verdad con fines oficiales, en Érase una vez en Anatolia haremos un recorrido a través de la mirada del doctor por las técnicas rutinarias de la resolución de crímenes, las suposiciones psicológicas al uso sobre la aparición de la violencia, y sobre todo, el misterio que persiste, esas zonas oscuras a las que el conocimiento no puede llegar. La mirada del médico es racional y sensible, educada pero escéptica. Las dos mitades de la cinta, el día y la noche, está separadas por una escena de descanso en la expedición, una parada en un pequeño pueblo en que cada personaje parece necesitar enfrentarse a sus fantasmas y la inesperada belleza de la hija del alcalde es recibida como si fuera una contemplación metafísica. El día y la noche, la luz y la oscuridad, son aquí algo más que metáforas a la hora de explicar las relaciones entre la ignorancia y el conocimiento. Muestran la presencia innegable de la naturaleza y la manera en que condiciona el comportamiento humano. 



 Este es un drama de cocción lenta fundamentado en el detalle de la caracterización. La primera media hora (de las más de dos horas y media de metraje) pone  a prueba la paciencia del espectador  desarrollándose, aparentemente, en tierra de nadie, sin tramas que seguir ni protagonistas que individualizar. Pero gracias a una precisa puesta en escena sostenida sobre unas coreografías del elenco en plano general, se van revelando corrientes subterráneas de drama que emergen a la superficie a través de gestos aparentemente banales o conversaciones intrascendentes. Si a menudo se considera que cuanto más conocemos menos comprendemos el mundo que nos rodea, Érase una vez en Anatolia acaba sugiriendo que cuanto más comprendemos, menor es nuestro conocimiento.