lunes, 2 de septiembre de 2013

El llanero solitario

  



T.O: THE LONE RANGER
DIR: GORE VERBINSKI
INT: JOHNNY DEPP, ARMIE HAMMER
EEUU, 2013, 149'


Estamos ante  el espectáculo de tono más desconcertante de todo 2013: una farsa circense llena de personajes de dibujos animados en cuyo núcleo dramático se sitúa el exterminio de una raza; el origen de un héroe de los viejos tiempos, un héroe blanco de buenas intenciones y mejores modales entregado a la causa de la justicia. Una causa que, para cualquiera que sepa algo de historia (y la película no se molesta en disimular) no tenía ninguna esperanza de triunfar. Construida sobre el recuerdo de la saga Piratas del Caribe, El llanero solitario es el ejemplo de blockbuster más problemático que se recuerde: su material de origen, un serial radiofónico infantil perfectamente ingenuo hace sesenta años, ha adquirido con el paso de los años unas connotaciones completamente diferentes; su héroe se ha convertido en algo más que en un anacronismo: en una imposibilidad cultural.

Protagonizada por un jinete barbilampiño, impecable y enmascarado al que acompañaba en sus correrías por el viejo oeste un indio parco en palabras llamado Tonto, la serie comenzó a emitirse en radio hacia 1933 y pasó a la televisión en 1949: fue uno de los formatos pioneros de ambos medios. Presentaba una visión ingenua acerca de un oeste nítidamente dividido en buenos y malos, en el que la justicia y la civilización se abre paso, algo que  no era nada polémico en aquel entonces. Aún así, ya había gente que percibía algunas disonancias. En una célebre viñeta publicada en la revista Mad, el Ranger enmascarado y su fiel tonto se ven sorprendidos en una emboscada por los indios. “Estamos rodeados”, dice el llanero. “¿Estamos?”, contesta Tonto. Desde entonces, la posibilidad de que un indio adopte el papel de ingenuo ayudante subordinado al héroe blanco se ha convertido en algo mucho más complicado. 



Hay un verdadero abismo cultural entre estas dos imágenes


La fuente de esta película resulta tan pasada de moda para el espectador moderno que sus señas de identidad más identificativas están tratadas con ironía: todo el mundo le pregunta al héroe para qué demonios le sirve el antifaz, y en cuanto hace sus cabriolas con el caballo al grito de Hi-yo Silver, alguien le dice que, por favor, nunca vuelva a hacer algo tan ridículo. La estrategia del director Gore Verbinski, los guionistas Ted Elliott y Terry Rossio y el actor Johnny Depp es similar al tratamiento de la aventura marítima en la saga Piratas: una sucesión de pantomimas cómicas circenses que se apoyan en el detallado trazo caricaturesco de los personajes y en el juego icónico con los referentes más famosos de la época en que se desarrollan. En El llanero solitario, desarrollada en un Oeste cómico cuya referencia principal es Sergio Leone (especialmente Hasta que llegó su hora) nos encontramos con ferrocarriles en lugar de veleros, los tonos ocres de la arena en vez del azul del agua, rangers, cowboys, indios, putas de saloon y magnates del ferrocarril en vez de piratas, capitanes, lobos de mar y comodoros; todo ello extraído de diferentes vetas de la cultura popular y con el añadido de un chorro generoso de fantasía a la mezcla. Pero parece ser que en estos tiempos las aventuras de piratas en mares coloniales son un territorio propicio a la fantasía escapista, mientras que los justicieros solitarios del viejo oeste han adquirido implicaciones más oscuras respecto al empleo de la violencia en el ejercicio del poder o la justicia y a la manera en que el progreso tecnológico y el comercio se abren camino mediante la violencia.

El eje del desequilibrio que preside la película es la aparición de Johnny Depp como el fiel Tonto, un personaje con el que el actor explota su predilección por los personajes estrafalarios que descentran la narración: personajes teóricamente secundarios que reclaman más atención que los supuestos protagonistas, como el pirata Jack Sparrow. El escudero étnico del héroe blanco, un secundario habitual de las aventuras de antaño, ha desaparecido de los repartos desde hace unas décadas: ahora resulta demasiado evidente el racismo casual que reflejaban esas creaciones, presentando las relaciones entre blanco y no-blanco como una situación de servidumbre y subordinación establecida entre alegre camaradería. Por ello, el personaje de Depp es el que más transformaciones ha sufrido desde la fuente original. En El llanero solitario (2013), Tonto aparece con paso vacilante y el lenguaje arrastrado, por no hablar de la cara pintada y el pájaro muerto en la cabeza. Es excéntrico no porque sea indio, de hecho está alejado de su propia tribu. En otra película, un personaje así no necesitaría ninguna razón para existir, más allá de mostrar su propia idiosincrasia: aquí, los cineastas han sentido la necesidad de otorgarle una historia de origen, una historia que implica una masacre particularmente traumática. El contraste entre el origen trágico del personaje y su aparición en la película como héroe-payaso propenso a las acrobacias cómicas resulta desconcertante, y es una de las razones del enorme desequilibrio dramático de la película, un desequilibrio fundado en el hecho de que la comedia y la farsa esté asentada sobre la leyenda de un genocidio. 


Johnny Depp es Tonto
 Si Tonto es un personaje dramáticamente desconcertante, el héroe epónimo no se le queda atrás. La premisa básica de esta clase de justicieros enmascarados consiste en que las acciones individuales siempre están en concordia con el bien común,  sea en la distribución de la justicia o en los negocios, y que el progreso siempre nos mejora a todos. Pero en nuestros días la historia ya ha dictado sentencia, el exterminio de los nativos se ha consumado y las proezas del héroe interpretado por Armie Hammer se presentan desde el principio como exhibiciones vistosas pero fútiles. Los magnates del ferrocarril han extendido su trazado por todo el continente americano, los territorios indios han dejado de existir, y los viejos nativos se exhibirán en espectáculos ambulantes, etiquetados como “nobles salvajes”. La paz ha sido derrotada, la justicia es un ejercicio de poder. Si este mensaje parece hipócrita por provenir de una superproducción financiada por una multinacional del espectáculo, por lo menos se debe reconocer a los cineastas el mérito de haber encontrado los límites de su propio planteamiento. El llanero solitario es un carrusel frenético en el que el héroe aparece completamente desubicado, ejecutando cabriolas o soltando frases lapidarias que resultan divertidas aunque no tengan ningún efecto en el desarrollo real de los acontecimientos.

El hecho de que El llanero solitario sea un blockbuster  veraniego influye desde luego a la hora de considerar sus cualidades. Estos particulares productos de la industria del entretenimiento han estado últimamente bastante discutidos, sobre todo por la avalancha de estrenos que ha hecho coincidir en las carteleras  bastantes más de los que el público ha sido capaz de asumir. El blockbuster es una manifestación creativa imposible de comentar sin recurrir a las cifras, como si fueran un elemento del estilo: en este caso, el coste de la cinta y los resultados en taquilla la convierten en uno de esos fracasos extraordinariamente caros que a menudo ponen en ridículo a la industria de Hollywood. La ecuación que iguala fracaso en taquilla con fracaso creativo está convirtiéndose casi en un axioma, como si estas producciones solamente pudieran valorarse de manera cuantitativa. De trasfondo está la imposibilidad por parte de la crítica de entender estas películas, por lo menos sin recurrir a filiaciones emocionales propias de un fan. Se trata de  artefactos cuidadosamente estudiados, que buscan el consenso y evitan el conflicto, que resultan ruidosos y blandos;  extravagantes e insípidos; llenos de autobombo e intrascendentes. Delirios meticulosamente programados. A veces parecen más productos de marketing que películas, y hay más esfuerzo creativo en los elementos promocionales que la propia película. ¿Cómo juzgar estéticamente una producción así? ¿De qué manera se puede valorarla por en sus propios términos? Los elogios que la prensa especializada dedica ocasionalmente a uno de estos productos se dedican a cintas en las que los personajes emplean verborrea  pseudo-trascendente, conscientes de su simbolismo cultural, y los actores parecen actuar subidos en un pedestal, un poco al estilo de las viejas superproducciones de romanos, en las que todo el mundo se comportaba como si llevar una túnica fuese una coartada cultural suficiente Pero ¿cómo valorar la estética del espectáculo hiperbólico en sí mismo? 


 

Caso a estudiar: Gore Verbinski. Prueba número uno: Tiene estilo. Las películas de Verbinski son reconocibles por su manera de crear personajes caricaturescos gracias a finos trazos de caracterización y hallazgos de casting. Después los pone en movimiento a la manera de una pantomima circense llena de saltos, cabriolas y equilibrismos, el más difícil todavía. Verbinski es un artista expansivo: para él, más siempre es mejor. Más personajes, más figuración, más artefactos curiosos en el decorado; todo ello en constante movimiento, peleando por la atención del espectador en encuadres rebosantes de estímulos sensoriales. Posee, además, una imaginación peculiar y extraña que tiende a desbordarse: las criaturas cada vez más fantásticas de las secuelas de Piratas del Caribe, por ejemplo, o ese bizarro western animado que es Rango. Su creatividad está en la imagen, el color, el movimiento: la fluidez con al que combina el constante movimiento de los personajes, las figuras que emergen el fondo de la escena, los movimientos de grúa que recorren un decorado o el montaje más fragmentario de las escenas de acción. Los movimientos no son simple frenesí: sirven para caracterizar a los personajes, los trazos cómicos de sus personalidades configurados a través de la manera en que corren, caen, vuelan o son arrastrados por cualquier fuerza descontrolada. Es un  especialista del ritmo cómico, único sobre todo por su habilidad  a la hora de introducirlo en las escenas de acción más frenéticas. Su mayor logro, hasta ahora, ha sido Piratas del Caribe: La Maldición de la Perla Negra (2003), algo más que un gran éxito: una película que estableció de la nada un lucrativa franquicia de la que aún se esperan futuros rendimientos. Piratas del Caribe es, además, uno de los pocos ejemplos de superproducción que justifica el estatus del cine como gran espectáculo contemporáneo. Su ritmo, su mezcla de acción y humor, el carisma de una estrella tan peculiar como Depp,  los idiosincráticos diálogos fabricados por los guionistas Elliott & Rossio, eran los ingredientes de la receta perfecta, por lo menos en cuanto a espectáculo se refiere. Sucesivas entregas de la saga complicaron un poco las cosas, aunque sin que el espíritu se perdiera. Basta comparar la trilogía dirigida por Verbinski con el cuarto episodio con Rob Marshall al timón para comprobar que la peculiar alquimia con la que el director de El llanero solitario mezcla sus elementos no es algo demasiado fácil de imitar. 


Verbinki posee un humor verdaderamente extravagante.

Aunque la carrera del director se desenvolvió a partir de entonces entre productos de temporada de elevado coste, su personalidad se revelaba cada vez de manera más idiosincrática. Prueba de ello es Rango, en la que de manera coherente con su estética, opta por el cine de animación para presentar una galería de personajes estrafalarios en un mundo de western alucinado en el que, de manera más sorprendente, introdujo elementos de meta-narración que le añadían profundidad a la propuesta. En ese sentido, El llanero solitario representa un punto de no retorno, tanto para la carrera de su director como para la categoría del blockbuster en su conjunto. Es una película Disney en la que una prostituta con una pierna de marfil oculta en ella una escopeta con la que se ocupa de los clientes que pretenden marcharse sin pagar. Verbinski no trata de disimular las contradicciones del planteamiento, más aún, las abraza por completo. Otra de las referencias más visibles de la cinta es Pequeño gran hombre (1970), una película que aún despierta incomodidad por contar de manera humorística la desaparición de los nativos americanos. El llanero solitario lleva sus deslices de tono con orgullo, como si fueran cicatrices de guerra o arrugas fruto de una vida intensa. Porque los cineastas han puesto el núcleo dramático de la película en el mismo preciso lugar que hace imposible el Western como espectáculo de aventuras contemporáneo: en la evidencia de que se trata de la romanización de un genocidio. Ésta es una película que no disimila la futilidad de la aventura que narra, con una corriente subterránea de tristeza que muchas veces se impone al espectáculo, como también ocurría en la película protagonizada por Dustin Hoffman



 La fiebre actual de los grandes estudios por crear franquicias cinematográficas ha dado lugar a una tipología de película bastante reconocible: podíamos denominarla el origen del héroe. Estos espectáculos iniciáticos pretenden dejar listo al protagonista para sus (lucrativas) siguientes aventuras; tienen el efecto colateral de dejar a muchos de ellos completamente perdidos cuando la primera película no es lo suficientemente rentable: John Carter abandonado entre la Tierra y Marte en un viaje que nunca tendrá continuación. El llanero solitario se une  a estos personajes; en el momento en que se ajuste definitivamente el antifaz, su presencia dejará de tener sentido. Su cabalgada hacia el ocaso es realmente triste, además, porque, como cantaba Leonard Cohen, el futuro es un crimen. Una película realmente extraña.