domingo, 22 de diciembre de 2013

12 años de esclavitud



T.O: 12 YEARS A SLAVE
DIR: STEVE MCQUEEN
INT: CHIWETEL ELJIOFOR, MICHAEL FASSBENDER, LUPITA NYONG'O
EEUU,  2013, 134'


Existe un capítulo de la historia literaria de los Estados Unidos de América dedicada a las experiencias de quienes se vieron sometidos a la esclavitud. Las “narraciones de la esclavitud” se desarrolló más o menos entre los años treinta y los años sesenta del siglo XIX, y está constituida por los testimonios de las escasas personas que lograron dejar atrás su condición de servidumbre forzada y adquirieron las capacidades necesarias para poder divulgar su experiencia. Quizá el ejemplo más cásico sea la Narración de la vida de Frederick Douglass, un esclavo americano, escrita por él mismo, publicada en 1845. Douglass, que se fugó de una plantación a los veinte años, se convirtió en un importante activista y una de las personalidades políticas más importantes de la América decimonónica: su airada pregunta sobre el significado del 4 de Julio para los esclavos aún resuena hoy día. Otro ejemplo es Incidentes en la vida de una niña esclava, escrito con pseudónimo por Harriet Jacobs, una destacada feminista y abolicionista que narraba en ella sus experiencias de juventud. Experiencias que incluían la tortura y la violación como eventos cotidianos.

Si hay un elemento común en esta tradición literaria es el recurso a estructuras de raíz religiosa a la hora de dar forma a los recuerdos: el curso de la vida del esclavo que alcanza la libertad se hace análogo al viaje del alma desde el infierno del pecado hasta la salvación de la gracia. Desde luego, se trataba de un intento de remover las conciencias  del público al que deseaban conmover, pero también era el producto lógico de la cultura de unas personas cuya única educación, de haber existido,  había consistido simplemente en adoctrinamiento religioso. La narración que Solomon Northup publicó en 1853, 12 años de esclavitud, no se suele considerar a menudo dentro de esta tendencia por dos razones: fue escita en colaboración con un periodista blanco, y, dado que Northup era un hombre libre y educado, músico de profesión,  cuando fue secuestrado y vendido como esclavo, no se ajusta al formato habitual del género: Northup está más preocupado en reflejar los detalles y complejidades de su experiencia que en crear una alegoría moral.

  
Northup (Chiwetel Eljiofor) era un hombre libre y acomodado antes de su secuestro


    El británico Steve McQueen (después de labrarse un prestigio entre la crítica internacional con Hunger (2008) y Shame (2011)) eligió la historia de Northup porque ofrece al espectador de principios del siglo XXI un punto de vista con el que identificarse. El de un hombre de familia, con sus inquietudes económicas y sus preocupaciones culturales, que lo pierde todo de la noche a la mañana y se ve obligado a sobrevivir como esclavo mientras busca la oportunidad de recuperar su condición anterior. Solomon (Chiwetel Ejiofor) descubre la realidad de la esclavitud, el sistema social que la sostiene y el lenguaje de la violencia que la pone en pie al mismo tiempo que el espectador, y su mirada nos guía para comprender el ambiente y los detalles de su situación. Desde el primer momento Solomon se convierte en uno de esos personajes dramáticamente vacíos cuya función narrativa consiste en aportar un molde para que el lector se introduzca en él y disfrute de un punto de vista privilegiado sobre unos acontecimientos ajenos. Pero Solomon no es un hombre sin atributos por ninguna peculiaridad psicológica, sino porque la violencia ejercida sobre él y el instinto de supervivencia le obligan a ello.


Desde que embarca en un vapor con destino a Nueva Orleans, sus colegas de cautiverio le recomiendan que esconda sus conocimientos, sus opiniones, el mero hecho de que sabe leer y escribir. Que se convierta en un animal agradecido y obediente, resistente al esfuerzo y el castigo, anónimo entre los demás animales. Desde ese punto de vista echamos un vistazo curiosos y asombrado a una institución que se nos revela en la cotidianidad con la que se contemplan los acontecimientos con potencial melodramático. Un esclavo adulto se abraza emocionado y sollozante a su amo tras reencontrarse con él, como si al relación entre ellos contuviese alguna forma de afecto. Una venta de esclavos (los cuerpos desnudos exhibidos como mercancía ante los respetables compradores, que abren las bocas para examinar las dentaduras) se desarrolla con una monotonía de transacción administrativa. Los llantos de la madre que se ve obligada a separarse de sus hijos tras la venta se convierten en una molestia, para vendedor y cliente, desde luego, pero también para el resto de los esclavos, alertas ante la posibilidad de la violencia. La normalidad con la que las actividades cotidianas se desarrollan en presencia de la violencia más extrema es un leitmotiv de la película. 


El protagonista debe enfrentarse al sadismo de Epps (Michael Fassbender)

    Al contrario que Django, el esclavo liberado interpretado por Jamie Foxx en la fantasía pop rodada por Quentin Tarantino el año pasado, Solomon no tiene la posibilidad de convertirse en un ejército de un solo hombre y terminar con la opresión por su cuenta, al ritmo de sus disparos. Sus posibilidades de supervivencia implican compromisos morales. Al principio de su viaje, Solomon debate con sus compañeros de cautiverio la actitud más adecuada para afrontar su situación. Robert (Michael K. Williams) es partidario de la rebelión, mientras que John (Craig Tate) prefiere adoptar la sumisión como mecanismo de supervivencia. Considerando las dos posturas, Solomon declara que no quiere sobrevivir, sino que quiere vivir. El resto de su camino, hasta recuperar la libertad, consistirá en descubrir la diferencia entre esas dos posibilidades. Solomon tendrá que negociar continuamente entre la amenaza de la muerte y  la posibilidad de una existencia desprovista de humanidad, una negociación en la que porciones de su cada vez más disminuida dignidad serán usadas como moneda de cambio. Mandando callar a una mujer que ha perdido a sus hijos porque sus sollozos molestan al amo, por ejemplo, o sonriendo servilmente ante la mera insinuación de un elogio por parte de éste. 




               Sobrevivir implica continuos compromisos morales. 

La violencia es el elemento que sostiene todo el andamiaje social de las plantaciones sureñas , y 12 años de esclavitud ofrece un amplio catálogo de las maneras en que ésta se ejerce. En Estados Unidos, la mayoría de los comentaristas cinematográficos han mencionado, para bien o para mal, que la película está constituida por un catálogo de crueldades detalladamente recreadas. Pero Steve McQueen nos presenta los actos de violencia de una manera más dramática que física. Dos escenas llaman la atención por su intensidad. En la primera, los captores de Solomon le obligan olvidarse de su libertad y a adoptar la identidad de un esclavo fugitivo de Georgia a fuerza de latigazos. El director filma la violencia concentrándose en el rostro de Ejiofor, en las consecuencias de los golpes sobre la víctima que en los golpes en si. En otra secuencia, Edwin Epps, el sádico destroza-esclavos que interpreta con enorme intensidad Michael Fassbender obliga a Solomon a empuñar el látigo contra Patsey (Lupita Nyong’o), la joven esclava por la que siente una pasión que le avergüenza. En una escena extensa y medida, los efectos de la violencia cambian de posición entre quien empuña el látigo y quien sufre los golpes, estableciendo dramáticamente la manera en la que los actos de violencia tienen consecuencias también sobre quienes los cometen, incluso para alguien como Epps. Esta escena es uno de las dramatizaciones más complejas de la violencia en la pantalla, y demuestra que el director británico ha reflexionado en profundidad sobre las maneras de representar la crueldad. Para McQueen, el dueño de la plantación atormentado por el afecto que siente por la esclava a la que viola, no es simplemente un villano sin matices, sino alguien mucho más complejo: “Es un ser humano que no puede escapar de su humanidad” 


La religión es un pilar del edificio que alberga la institución de la esclavitud
  
“¿Sabe? Yo soy Solomon y a la vez Epps. No voy a fingir que no soy un ser humano. Los buenos no ganan siempre. Lo mejor que podemos hacer es mirarnos a nosotros mismos” Steve McQueen es un humanista, aunque el suyo es de la variedad de humanismo que  necesita mantener la distancia adecuada. La tensión dramática de la película proviene del intento por lograr un equilibrio entre la identificación del espectador con el sufrimiento de otro ser humano y la contemplación distante de una estructura social que determina de forma absoluta el papel de cada individuo en ella. La resonancia emocional está ahí,  conducida por el amplio y uniformemente excelente reparto, y apoyada por la banda sonora de Hans Zimmer. Pero la mirada de McQueen no busca solamente la implicación emocional, sino también el análisis intelectual, la comprensión del funcionamiento de la institución y sus efectos sobre las personas. La película está llena de detalles de observación a los que se les elimina la carga melodramática para presentarlos como acontecimientos cotidianos, por muy aberrantes que nos puedan parecer hoy día. De esa manera, se logra el retrato de una institución basada en la violencia cuya influencia se impone sobre todos quienes la habitan. McQueen quiere que nos identifiquemos con Solomon para recibir el impacto de la injusticia, pero también que recorramos con su mirada, la mirada de un hombre formado y reflexivo, el funcionamiento de la esclavitud y el orden social que la sostiene. 

Lupita Nyong'o es la revelación de la película.


12 años de esclavitud llega en una temporada que ha estado marcada por la reconsideración de la experiencia afroamericana en la cultura estadounidense. El éxito de El mayordomo, de Lee Daniels, y de Fruitvale Station, dirigida por Ryan Coogler, han sido los principales focos de debate en el ámbito cinematográfico, películas que, como la cinta que nos ocupa, está realizadas por cineastas de raza negra. En un revelador artículo, el crítico del New York Times A. O. Scott reflexionaba sobre la evolución cultural del tratamiento de la esclavitud en el cine: comenzando con  El nacimiento de una nación (1915), que “puede parecer ahora como una obra de racismo reaccionario, pero es por completo un artefacto de la Era Progresiva, abrazada por el presidente Woodrow Wilson y consistente con lo que por entonces se entendían como ideas progresistas acerca del destino y el carácter de la república americana. En la película de Griffith,  el gran crimen de la esclavitud  fue su efecto divisivo y corruptor sobre los blancos. Después de la reconstrucción, la nación fue refundada sobre los dos pilares de la abolición y la supremacía blanca. Lo que también es decir terror y marginalización, pero ese aspecto de la historia se mantuvo al margen, como la propia dureza de la esclavitud, que fue oscurecida por una niebla de sentimentalismo sobre la Herencia y la Culura del Viejo Sur. Esa era la iconografía de Lo que el viento se llevó, y aunque la ambientación de ese blockbuster puede parecer completamente de otra época, los viejos tiempos que evoca no está completamente olvidados”
 

“Tras Raíces (la miniserie de finales delos años setenta cuya representación de la esclavitud, por muy melodramática que resulte vista desde el punto de vista actual, asombró por su novedad a la audiencia en su momento) un consenso Hollywoodiense tomó forma, sustituyendo la mitología con aroma de magnolias por otra nueva, casi tan centrada en la experiencia de la gente blanca como la anterior, pero con una nueva inflexión política. Se reconoce la existencia del racismo, y su efecto venenoso se pone de manifiesto. Pero también se localiza, geográfica y temporalmente, de manera que se evita implicar a la audiencia blanca contemporánea. Los racistas se señalan claramente como villanos – feos, rudos e ignorantes de una manera con la que ningún espectador podía identificarse- y a ellos se les opone una coalición de blancos valientes y negros nobles y estoicos. Al final, en entrenador y sus jugadores, el predicador y su congregación, la doncella y su ilustrada señora avergüenzan a los retrógrados y vindican a la audiencia” Es por eso que la sorpresa de esta temporada no sea escuchar una historia diferente, sino un punto de vista nuevo. Ese punto de vista implica el relato de la duplicidad, la máscara, de la que ya hablaba W. E. B. Du Bois: el negro es una persona para los blancos, otra en su comunidad. El mayordomo de la Casa Blanca se ve obligado a anular su personalidad hasta el punto de que “la habitación parezca vacía cuando tú estas en ella”. Solomon se ve obligado a ocultar sus dotes intelectuales para sobrevivir. El hecho de que esas voces resulten sorprendentes, o de que cada nueva película sobre la esclavitud se presente como un acontecimiento revela la manera en que ese episodio se ha marginalizado en la narrativa cultural estadounidense. Pero una película como 12 años de esclavitud sirve también para poner de manifiesto los mecanismo de dominación del hombre sobre el hombre y las herramientas culturales que permiten ignorar esa experiencia. Porque, como canta Leonard Cohen en Everybody Knows, Old black joe's still pickin' cotton For your ribbons and bows. Y todo el mundo lo sabe.