lunes, 22 de diciembre de 2014

La señorita Julia

T.O: MISS JULIE
DIR: LIV ULLMAN
INT: JESSICA CHASTAIN, COLIN FARRELL, SAMANTHA MORTHON
NORUEGA, IRLANDA, USA
2014, 129'

Es la noche de San Juan y el barón está ausente. Los criados se emborrachan y bailan; en la cocina, un sirviente apura el vino robado de la bodega de su amo mientras se burla de sus afectaciones. Julia, la única hija del barón, parece haber olvidado sus maneras y se ha puesto a bailar y flirtear con el servicio. La bebida y la música puede hacer temporalmente invisibles algunas barreras, sexuales o de clase: en la noche en que se celebra la fecundidad de la naturaleza, la atmósfera parece propicia para el drama. Esa noche de San Juan se ha venido repitiendo año tras año, desde su estreno en 1889, en miles de funciones, docenas de películas, decenas de telefilmes. La señorita Julia es una de las pocas obras teatrales que tiene el privilegio de haber sido revivida de manera casi interrumpida durante más de un siglo. La pieza de Strindberg ha ocupado de manera prácticamente indiscutida la cumbre de la literatura escandinava: solamente Henrik Ibsen y su Casa de muñecas podrían discutirle esa posición. 

El drama se origina porque Miss Julie se atreve a entrar en la cocina, el espacio de los criados.
August Stridberg fue una de las figuras más notables de una época en la que el talento artístico a menudo era identificado con los rasgos personales más excesivos. Su vida estuvo marcada por la presencia intermitente de la locura, sus ideas eran demasiado extremas para su época (y para la nuestra). Influenciado por la teoría de la evolución, adoptó una filosofía determinista en la que toda relación humana no era más que una manifestación de la lucha por la supervivencia, una lucha en la que solamente los más aptos podrían sobrevivir. Sus personajes principales, a menudo monomaníacos como el propio escritor, se comportan de manera obsesiva y ejercen la violencia psicológica con el fin de destruir a sus rivales más débiles. En Paria, una obra de un acto 1889, se pone de manifiesto lo que el autor denominaba “asesinato psíquico”: uno de los personajes desenmascara la condición de ex-presidiario del otro y utiliza esa información para destruir su personalidad, forzándole al suicidio. En La danza de la muerte, un viejo matrimonio pasa sus últimos años intercambiando ataques perversos y crueles como si fueran golpes de boxeo, dos personas unidas únicamente por el odio.

    Resulta razonable pensar que para Strindberg, Julia, la joven aristócrata educada para superar las limitaciones sociales de su sexo (en su lecho de muerte, su madre le hizo jurar que nunca se dejaría someter por ningún hombre) es un personaje profundamente inadaptado a la vida real, y que por lo tanto está condenado a sucumbir. El criado seductor, simplemente por su condición masculina, tendría una superioridad natural sobre ella. Terminar con su vida conduciéndola al suicidio sería una necesidad natural, aunque su seducción y su muerte no le reporte ninguna recompensa de tipo social o económico. A estos dos personajes les rodean otras dos figuras: la cocinera, amante del criado, está en el escalón más bajo de la escala de poder, tanto social como sexual. Y el barón, únicamente presente en escena a través de sus botas y de la campanilla con la que llama a su criado, es una figura poderosa por su condición aristócrata y masculina, aunque Strindberg sugiere que las mismas rígidas estructuras en las que sostiene su autoridad están condenadas a derrumbarse ante el empuje joven y despiadado de las clases inferiores. 




 Por supuesto, no todas las adaptaciones de La señorita Julia deben adoptar las posturas extremas defendidas por su autor: de hacerlo, la obra no habría perdurado sobre los escenarios de la manera en que lo ha hecho. El esqueleto dramático despliega unas coordenadas en las que se desplazan los comportamientos humanos: en un eje los movimientos en la jerarquía social; en el otro, las oscilaciones del deseo y las maniobras de poder sexual. A lo largo de los años, los acercamientos y enfrentamientos de la señorita y el criado en la cocina de la mansión se han ido sucediendo de diferentes maneras, reflejando diversos equilibrios y compromisos entre ambas escalas de poder. Esta estructura ha tenido una influencia determinante en el teatro del siglo XX: Eugene O’Neill o Tenesse Williams superaron el melodrama romántico de rayos y truenos haciendo que unos pocos personajes desplegaran a puerta cerrada las tensiones entre sus pulsiones eróticas y las convenciones sociales, entre la naturaleza y la cultura. En el cine, el heredero más directo de Strindberg es, sin dudad, Ingmar Bergman.   

Jessica Chastain y Colin Farrel interpretan una danza de dominación social y sexual

Liv Ullman, la directora de esta versión 2014 de La señorita Julia, ha interpretado una decena de papeles en las películas de Ingmar Bergman, además de ser su pareja durante cinco años. Es, por tanto,  una veterana de las atmósferas cerradas en las que hombres y mujeres despliegan sus diferencias en dramáticos enfrentamientos psicológicos a través de gritos y de susurros. Como directora, su cine responde a las mismas cualidades que la han convertido en una de las grandes intérpretes de nuestro tiempo: a partir de textos ajenos dotados de una poderosa personalidad propia, Ullman se mantiene fiel al espíritu de la obra al mismo tiempo que le da vida con sutiles y certeros detalles de observación íntima. Sus personajes se convierten en seres muy cercanos, aunque lleven más de cien años apareciendo sobre los escenarios. Su estilo refleja la influencia de Bergman, algo especialmente visible en la preeminencia del primer plano, utilizado para escrutar los rostros de los actores en su recorrido entre la expresión y la contención, entre la revelación y el engaño.

    No es irrelevante el hecho de que esta nueva versión de La señorita Julia esté dirigida por una mujer: como lo explica la directora con su característica delicadeza, Strindberg no tenía sentimientos amables hacia las mujeres”  En su visión de la obra, Ullmann muestra el enfrentamiento entre Julie (Jessica Chastain) y John (Colin Farrell) no como un enfrentamiento de caracteres enfrentados por la supervivencia, sino como un episodio más de la lucha entre el hombre y la mujer, entre quien da órdenes y quien las recibe. Una pelea en la que inevitablemente ambos quedarán dañados. La lucha, en la visión de Ullman, también tiene lugar dentro de ellos. John, que desprecia a la aristocracia, tiembla ante Julie y queda reducido ante un animal obediente ante la llamada del barón. La joven, que presume de su indiferencia a las convenciones sociales cuando se relaciona familiarmente con criados como John, no puede evitar hacer uso de su autoridad cuando éstos se permiten declinar alguna de sus invitaciones, como tomar una cerveza o bailar con ella. 



La cocinera Katlheen (Samantha Morton) está en lo más bajo de la escala social y sexual de la película.
John, que ha estudiado el lenguaje y las costumbres de los señores, disfruta empleado expresiones sofisticadas a escondidas y sueña con ocupar algún día su lugar (quizá dirigiendo un hotel junto al lago de Como). Interpretado por Colin Farrell, está caracterizado por una firmeza y un descaro sexual que desaparecen por completo cuando se enfrenta a la posibilidad de superar la distancia social: entonces sus palabras quedan ahogadas por los balbuceos y los resoplidos. La condición de sirviente está tan arraigada dentro de él que la posibilidad de superarla, aunque sea solamente mediante una relación sexual, no deja de resultar una forma de violencia contra si mismo. Para Julie, arrastrar su vestido turquesa por las habitaciones de los criados es tanto un desafío de las convenciones sociales cómo un impulso sexual. Pero la hija del barón, incluso para cumplir el oscuro deseo de rebajarse  es necesario recurrir a  las prerrogativas y la autoridad de su condición aristocrática. Atentamente dirigida por Ullman, Jessica Chastain le confiere a su personaje una vigorosa resolución  al mismo tiempo que refleja a través de su rostro una dolorosa  hipersensibilidad.

    Es precisamente en la figura de Julie dónde Liv Ullman realiza sus aportaciones más personales a la tragedia de Strindberg. Muchas adaptaciones habían optado por retratar a la señorita Julie como una víctima de la crueldad social y de la dominación masculina para contrarrestar la violenta misoginia del dramaturgo. Ullmann, por el contrario, dota a Julie de autonomía y de decisión, de manera que sus acciones, incluso las más autodestructivas, son fruto de su voluntad y su energía. El equilibrio de poder con John se altera: en la obra, Julie, tras comprender su deshonra, pide a John que le dé órdenes, pues es incapaz de decidir por sí misma cómo actuar. Para Strindberg, esa acción es un reconocimiento de la inferioridad de su condición. Pero Ullman lo convierte en una forma de autoridad: el dominio de John sobre ella responde a la voluntad de la propia Julie. Para la directora, ni el hombre ni la mujer pueden reclamar una superioridad natural, pero sus luchas por el espacio en cualquier relación tiene grandes posibilidades de dejarles heridos a ambos.

domingo, 14 de diciembre de 2014

El teorema cero

T.O: THE ZERO THEOREM
DIR: TERRY GILLIAM
INT: CHRISTOPH WALTZ, MÉLANIE THIERRY, MATT DAMON, DAVID THEWLIS
USA, 2013, 107'







Terry Gilliam, que  comenzó su carrera creando animaciones con recortes de revistas, acaba de estrenar una película que parece elaborada con imágenes recortadas de internet: sexo a distancia, vendedores de milagros, música mecánica y repetitiva, anuncios encima de anuncios encima de más anuncios. Las calles de este Londres pseudo-futurista son la interfaz de una red: las voces se sobreponen sobre los ruidos del tráfico, los rostros que surgen uno detrás de otro en las pantallas parecen dirigirse específicamente a cada uno de los transeúntes, mientras se protegen del frio y de la lluvia con abrigos de plástico chillón: “El futuro ha llegado. Y se ha ido. ¿Dónde estabas? Llama al 897-3434”


    En la películas de Gilliam, el decorado impone su presencia a los personajes, que deben luchar para reclamar la atención del espectador en medio de un espectáculo tan llamativo. En El teorema cero, el protagonista es Quohen Leth (Christoph Waltz) un desarrollador alopécico que vive en una iglesia en ruinas y trabaja para una poderosa compañía llamada Mancom, una corporación que ejerce una autoridad cuasi-gubernamental. Quohen trabaja analizando “entidades”, magnitudes cualitativamente diferentes a los números porque según explica “tienen vida propia”. Vive en un estado de aislamiento casi total, y, a pesar del ruidoso bullicio que le rodea por todas partes, es incapaz de sentir nada que no sea un indefinido malestar, como si la sobreabundancia de estímulos le hubiera insensibilizado. Su razón de ser parece consistir en la espera de una llamada que, por alguna razón, confía que le revele el sentido de la vida. Mientras tanto, la Dirección, personificada por un sorprendentemente rígido Matt Damon, le encarga la tarea de demostrar el teorema cero, un empeño que ha vuelto medio tarumbas a quienes lo han intentado antes que él. El teorema cero sería la confirmación de que toda materia y energía terminará por destruirse por completo: la prueba final y definitiva que excluye la posibilidad de cualquier tipo de trascendencia. Todo igual a cero. 

Christoph Waltz y Mélanie Thierry en la iglesia en la que reside el protagonista
    Mientras Quohen se desespera tratando de resolver el teorema, aparecen en su casa/iglesia una serie de extraños personajes que pueden ser un instrumento de control enviado por la dirección o quizá la posibilidad de una respuesta más valiosa que su anhelada llamada telefónica. Joby (Davod Thewlis), el amistoso supervisor de Quohen, Bainsley (Mélanie Thierry), una atractiva prostituta virtual y Bob (Lucas Hedges) un genio de la informática aficionado a la pizza que es al mismo tiempo el becario veraniego y el hijo del director de Mancom. Por no hablar de una psiquiatra a distancia interpretada por Tilda Swinton, cuyo rostro aparece en la pantalla de manera sorprendente y a menudo bastante inoportuna. Todo esto produce, como viene siendo habitual en el cine de Gilliam, un efecto de acumulación y desorden, aliñado con una corriente subterránea de paranoia.

    Se puede decir, que, al igual que en su anterior película, El imaginario del doctor Parnassus, la imaginación de Gilliam supera de largo los medios de que dispone para realizarla en pantalla. Algo así no deja de ser adecuado: la película pretende transportarnos a un futuro barato, que parece usado a los dos días. Gilliam hace más agobiante la atmósfera recargando la banda sonora con timbrazos, pitidos, zumbidos y toda clase de molestos ruidos tecnológicos; desequilibrando la cámara y desplegando abruptos movimientos en diagonal por el encuadre. Hay momentos en los que la película se convierte en una experiencia sofocante, parecida a la de vivir en un futuro ruidoso y hortera, rodeado de cámaras de vigilancia y propicio a la invasión de toda clase de figuras inesperadas, reales o virtuales. El teorema cero no es no de lejos la mejor película de Gilliam, y puede que todos estos temas ya hubiesen sido  tratados de manera más satisfactoria en obras anteriores (como Bazil o Doce monos), pero su imaginación es demasiado única y afilada como para que podamos permitirnos pasar por alto cualquier muestra de su desconcertante talento.

martes, 9 de diciembre de 2014

Banda sonora: La teoría del todo (The Theory of Everything), de Jóhann Jóhannsson.

 El islandés Jóhann Jóhannsson se convirtió el pasado año en uno de las figuras emergentes de la música de cine, gracias a su misteriosa y atmosférica composición para el thriller psicológico Prisioneros, de Denis Villeneuve. Este año, su trabajo recibirá aún más atención, puesto que firma la partitura de una de las películas más comentadas de cara a los próximos premios Oscar. Se trata de La teoría del todo, una biografía del célebre  físico teórico Stephen Hawking dirigida por James Marsh. La película está basada en un libro de memorias de la primera mujer del científico, Jane Wilde. Relata su historia de amor, el diagnóstico de su enfermedad degenerativa y sus esfuerzos para enfocar su trabajo a pesar de la parálisis casi total que sufre desde entonces.

Hasta ahora, la música de Jóhannsson había estado asociado con el cine experimental: obras como The Miner’s Hymns, de Bill Morrisson o el documental Sueños en Copenague, de Max Kestler. Fuera del cine, su composición más famosa es IBM 1401 – A User’s Manual: una pieza orquestal en el que uno de los instrumentos es la computadora IBM 1401, programada en los años sesenta por el padre del músico, uno de los primeros programadores informáticos de Islandia. Está claro que para una película como La teoría del todo el enfoque debería ser diferente al de sus anteriores proyectos. Según explica el músico: “Nos decidimos por el piano como el principal instrumento porque es una película sobre un astrofísico, un cosmólogo, pero es también una historia de amor. La historia sobre la relación entre Stephen y Jane, es una extraña historia de amor en su núcleo. Necesitábamos enfatizar la emoción y la humanidad de la historia. Por supuesto, la parte científica, la física es algo muy importante en la vida de Hawking y en su personalidad, pero la relación es el verdadero corazón de la película. Yo no formulé la elección del piano: se produjo naturalmente. Cuando intento analizarlo, encuentro que es un instrumento muy preciso y expresivo. Tiene esta cualidad mecánica y matemática, lo que unifica las emociones y el aspecto humano con la parte cerebral, científica.”


Eddy Redmayne como el jóven Stephen Hawking, pensando en las estrellas
 La teoría del todo es una banda sonora que utiliza el lenguaje del melodrama de prestigio británico, con la intimidad del piano y los crescendos orquestales que aumentan el dramatismo. Jóhannnsson es un compositor de vocabulario clásico, pero que renueva la música orquestal con aportaciones que provienen de otros ámbitos más modernos, como la música electrónica. (Jóhannsson, al igual que Max Richter pertenece a esa nueva tendencia que ha sido denominada como clásica Indie) Estas tendencias no tienen protagonismo en el trabajo que nos ocupa: sin embargo, se hacen notar en el corte titulado The Spacetime Singularity, en el que la elaboración en estudio de la atmósfera crea un tono misterioso y ambiguo. “Me gusta la combinación de la música con sonidos mecanizados. Es mi sonido más característico, por decirlo de esa manera. Por ejemplo, la banda sonora que hice para Prisioneros está mucho más en esa línea, mezclo un montón de instrumentos con sonidos electrónicos. No son realmente electrónicos, se trata más bien de una grabación acústica que trato y proceso para crear esos paisajes sonoros. Me encantan esas texturas homogéneas que funciona tan bien con una orquesta en directo, de manera que casi se convierte en un único sonido” 
 

jueves, 4 de diciembre de 2014

Amour Fou

DIR: JESSICA HAUSNER
INT: CHRISTIAN FRIEDEL, BIRTE SCHNÖINK
AUSTRIA, 2014, 96'










 Es el invierno berlinés de 1811. En los salones, la alta burguesía y la aristocracia menor escucha recitales domésticos y discute acerca de las nuevas ideas políticas que se propagan por Europa, originadas en la Francia revolucionaria. Es un ambiente rígido, formalizado. Las palabras que se pronuncian parecen textos redactados cuidadosamente; las posturas y movimientos se organizan de manera deliberada, como si se dispusiesen para la mirada de un pintor. En esa atmósfera, la presencia de un poeta romántico es un acontecimiento destacable: se presenta Heinrich (Christian Friedel), autor de una obra de teatro moderadamente escandalosa acerca de una condesa, violada por el hombre al que ama mientras se encuentra inconsciente. Heinrich es un joven de aspecto cetrino, que viste ropas oscuras y cuyo semblante muestra una indefinición expresiva que oscila entre la indiferencia y el desagrado: parece encontrarse incómodo en ese mundo tan reglado, en el que se controlan de manera tan estricta las apariencias.

    Cabe imaginar que, como representante de la filosofía romántica, Heinrich recela de las convenciones sociales y prefiere los sentimientos exaltados que permiten el libre vuelo de la personalidad y la individualidad. Pero no podemos apreciar nada de eso en la triste figura que compone, desprovista de toda clase de carisma y atractivo. Si pretende huir de las banalidades de la sociedad que le rodea en busca de un absoluto, la manera en que lo hace es tan desconcertante como ridícula: “¿Estaría interesada en quitarse la vida junto a mí?” pregunta a su prima Marie, a quien dice amar, durante uno de sus encuentros formales. La reacción de ella consiste en reírse de la propuesta, considerándola poco más que una divertida excentricidad. Pero Heinrich habla en serio. Aspira a consumar el amor compartiendo su muerte con la persona amada, o, dicho de otra manera, logrando que otra persona acepte morir junto a él. Heinrich es una interpretación libre del poeta romántico alemán Heinrich von Kleist (1777-1811), autor de La marquesa de O y Michael Koolhaas, entre otras. Kleist, en un gesto característico del romanticismo, se suicidó en la afueras de Berlín junto a su compañera Henriette Vogel. “Lo que me resultó interesante es que Kleist había preguntado aparentemente a varias personas si querían morir con él. – explica la directora Jessica HausnerA  su mejor amiga, a una prima y finalmente a Henriette Vogel. Lo encontré un poco grotesco. Le daba a esta idea romántica, exagerada, del doble suicidio por amor un aspecto banal, ligeramente ridículo”. 


Birte Schnöink es Henriette

Henriette Vogel (Birte Schnöink) es la joven esposa de un funcionario, una mujer sensible a la poesía y con una gran inclinación hacia la belleza, el tipo de belleza ordenada y precisa preferida por la época y el entorno. Dedica su tiempo a elaborar coloridos arreglos florales y ameniza las veladas de sus invitados interpretando canciones melancólicas, acompañada al piano por su hija de cinco años. La presencia de Heinrich le suscita un comprensible interés, pero cuando éste le propone su plan, poco tiempo después de conocerse, Henriette reacciona en un primer momento con asombro e incredulidad. Sin embargo, el diagnóstico de una grave enfermedad hace que reconsidere la propuesta: la jóven sufre mareos y desmayos, los médicos dudan entre el origen físico o psicológico de la dolencia. Finalmente, se le diagnostica un tumor avanzado en el estómago. Heinrich termina por convencerla: le explica que él también sufre una dolencia de origen desconocido, sin nombre: la vida que le rodea le resulta completamente insoportable. El plan se pone en marcha con unos preparativos simples y banales. La motivación amorosa resulta imposible de discernir a través de sus actos: no manifiestan ninguna clase de atracción física ni emocional. Todo eso parece ser superfluo para el poeta, que busca una manifestación ideal del amor, lo que le conduce a entenderlo de una manera puramente teórica. Algo que se pone de manifiesto cuando Heinrich aparta la vista del cuerpo de Henriette, ligeramente desvestida, tras entrar en su habitación por accidente. A pesar de que se encuentran solos en una lejana posada, tras haber emprendido la huida. 
 
Heinrich (Christian Friedel) le hace a Henriette una propuesta extrema.  


    Torpe, insulso, funcionalmente impotente: el Kleist de Amour Fou es un figurón poco atractivo cuyas ansias de absoluto se manifiestan únicamente a través de un egoísmo miope. Si hay algo de ardor interno tras la anodina mirada del poeta, únicamente se deja ver a través de torpezas y situaciones ridículas de las que él no es realmente consciente o que quizás no le importan en absoluto. Porque Heinrich se comporta como si su mediocre existencia no tuviese ninguna importancia, como si la verdadera vida solamente pudiese tener lugar dentro de sí mismo, a través de ideas puras y sentimientos exaltados. Desgraciadamente para él, la directora mantiene la distancia, y los sentimientos y las ideas del poeta serán para nosotros un misterio: lo único que nos es permitido contemplar de los personajes son sus cuerpos, las posturas en que se disponen, las convenciones que emplean, la elaboración de sus discursos. “Para mí, es una paradoja que se pueda “morir juntos”. En el momento en que mueres, estás inevitablemente en soledad, y la muerte te separará para siempre de la otra persona.”
 
    
“Los médicos han descubierto un fluido que atraviesa el cuerpo y el alma – le dice Vogel a su mujer, tratando de que considere la posibilidad de que su dolencia sea psicológica – por eso las aflicciones del alma afectan al cuerpo, y viceversa”. Sin embargo, en la rígida y formal puesta en escena de Hausner, no hay ningún fluido que atraviese el mundo interior y el cuerpo de los personajes. Eso crea una tensión evidente entre el idealismo de Heinrich y el hecho de  que se vea obligado a expresarse únicamente a través de convenciones ajenas. Esta tensión no solamente afecta al poeta. Henriette se encuentra en una situación incierta, la de alguien capaz de mantener la más perfecta compostura mientras aprieta las manos a escondidas. Sea cual sea la razón de su huida (del destino fatal de la enfermedad o del asfixiante dominio de las convenciones), el refugio en la más extrema muestra de individualismo se revelará como un callejón sin salida. No hay ninguna eternidad tras el disparo, solamente dos cadáveres tendidos en el bosque, y el dolor silencioso de quienes quedan atrás. Los elevados sentimientos amorosos de Heinrich acaban pareciéndose más a una sublimación del egoísmo, cuya máxima expresión parece ser la capacidad para controlar la voluntad de otra persona. Está claro que lo que pretende Jessica Hausner es una demolición controlada y sistemática del mito del poeta romántico y de uno de sus dramas más representativos, el suicidio por amor.




  

  


viernes, 28 de noviembre de 2014

Mitomanía: Terry Gilliam te enseña cómo hacer cine de animación con figuras recortables.

 ¿Alguna vez te has preguntado de qué manera elaboraba el Monty Phyton Terry Gillliam sus toscas y surreales animaciones? Si es así, aquí encontrarás la respuesta. El 5 de mayo de 1974, Gilliam apareció como invitado en Do-it Yourself Film Animation Show (Haz-tú-mismo cine de animación). Se trataba de un programa de la BBC1 emitido en horario infantil; en cada emisión, un prestigioso animador explicaba paso a paso su técnica con el fin de animar a los espectadores más jóvenes a crear sus propias películas. El presentador del programa era Bob Godfrey, una figura de la animación por derecho propio: además de crear varias series de éxito en el Reino Unido, ganó el Oscar al mejor cortometraje animado en 1975 con Great. El programa consiguió su propósito: muchos animadores británicos destacan su influencia a la hora de decidir su vocación, entre ellos Nick Park, el creador de Wallace y Gromit.

    Gilliam es invitado para exponer su técnica preferida: la animación con recortables. No esconde cuál es su principal razón para emplear este método: se trata de la forma  más fácil y rápida  de hacer cine de animación, una disciplina que normalmente implica procedimientos extraordinariamente laboriosos. La animación con recortables  consiste en el empleo de figuras y fondos extraídas de revistas y libros, lo que permite combinaciones caprichosas, ideales para un animador con  sentido del humor y gusto por lo extraño, como Terry Gilliam. El director explicará detalladamente todas las fases del proceso, mencionado los materiales necesarios, de manera que cualquiera que intente seguir sus pasos encontrará en este video unas instrucciones muy precisas. De hecho se trata de una técnica ideal para probar a hacer en casa, si uno tiene la paciencia y la habilidad necesaria, por supuesto. 




Un ejemplo para comprobar el partido que Gilliam le sacaba a toda esta parafernalia: el cortometraje The Miracle of Flight (El milagro de volar). Fue realizado en 1974, el mismo año en que Gilliam apareció en el programa de Bob Godfrey. Se trata de una de las pocas películas de animación que hizo Gilliam sin relación con su trabajo dentro de los Monty Phyton. 
 

domingo, 23 de noviembre de 2014

El amor es extraño

T.O: LOVE IS STRANGE
DIR: IRA SACHS 
INT: ALFRED MOLINA, JOHN LITHGOW, MARISA TOMEI
EEUU, 2014, 94'







Hay narraciones que se apartan de su propósito aparente para tomar caminos que a primera vista parecen más banales o rutinarios. Algo así ocurre en El amor es extraño, el quinto largometraje del director norteamericano Ira Sachs. Sus protagonistas, Ben (John Lihtgow) y George (Alfred Molina), celebran su boda después de haber compartido 39 años de sus vidas. Es un momento de felicidad para ellos, la culminación de una vida de dedicación mutua. Paradójicamente, su convivencia se ve repentinamente interrumpida cuando, a causa de su boda, George es despedido del colegio católico en el que trabaja como profesor de música. La situación les obliga a abandonar el elegante apartamento que habitan en Manhattan, y se verán forzados a pedir ayuda a sus amigos y familiares mientras encuentran un piso que se adapte a sus nuevas circunstancias económicas.  A partir de ahí, la película se convierte en una sucesión de incómodos arreglos, salpicados por desalentadoras incursiones en la burocracia del sistema neoyorkino de vivienda. Como consecuencia de todo ello, George termina durmiendo en el sofá de una joven pareja de policías gays aficionados a Juego de Tronos y Ben se ve obligado a acomodarse en la casa de su sobrino Elliot, perturbando la rutina de su mujer novelista y convirtiéndose en un incómodo testigo de las discusiones de la pareja con su hijo adolescente.

    Así que lo que empieza con la serena intimidad de una cama de matrimonio bañada por la luz del amanecer se convierte en una sucesión de momentos más o menos incómodos en las que Ben y George se convertirán en objeto de preocupación y causa de molestias para las personas más cercanas a ellos. Puede que esta no sea la manera más habitual de narrar una historia de amor templada por la madurez, pero desde la novela realista del siglo diecinueve hasta el realismo sucio norteamericanos de finales del XX muchos autores han elegido narrar las aspiraciones universales de sus personajes a través de las realidades más contingentes: situaciones económicas inestables, insignificantes conflictos familiares o pequeñas muestras de intolerancia agazapadas en la cotidianeidad. El amor es extraño es una sucesión de escenas de la vida corriente que parecen no tener relevancia ni gravedad en sí mismas, pero que adquieren una poderosa resonancia emotiva porque en ellas se depositan las emociones de sus personajes: el amor y el sentido de la compañía cultivados durante tantos años, la cercanía de la vejez, la serena consideración del fracaso artístico, la incierta posibilidad de un legado.



Nervios y orgullo: la boda de Ben y George

Ira Sach es un cazador de momentos reveladores. Su estilo naturalista se manifiesta a través de una meticulosa recreación de la cotidianeidad, de la que extrae los detalles más esenciales. Un método que ya había empleado de manera extraordinaria en su anterior película, Keep the Lights On, la crónica de una relación de pareja muy diferente. Resulta enternecedor el nerviosismo de Ben y George cuando no encuentran ningún taxi libre en las calles de Manhattan la mañana en que se dirigen a su boda, porque revela la vulnerabilidad de sus emociones ante la celebración pública de su vínculo. Más tarde, una rutinaria cita burocrática hace visible la presencia de la vejez cuando una funcionaria bienintencionada sugiere que, dada la edad de Ben, la pareja podría acogerse a un plan municipal de vivienda para personas de la tercera edad. La interpretación que una de sus jóvenes alumnas hace de una pieza de Chopin actúa como catalizador emocional, logrando que George alcance el estado de ánimo necesario para canalizar las emociones que siente con respecto a su despido. En momentos como esos, Sachs y su colaborador en el guión, Mauricio Zacharias, logran expresar la compleja humanidad de sus personajes a través de escenas cotidianas inesperadamente emotivas. 

John Lithgow es Ben
Algo que desde luego, no se podría lograr sin la colaboración de unos intérpretes como Alfred Molina y John Lihtgow, dos actores veteranos que han destacado tanto en papeles principales como secundarios. El estilo de Ira Sachs amplifica la resonancia de cada gesto y cada palabra, de manera que permite a Molina y Lihtgow desplegar toda su capacidad para la modulación expresiva. Cuando George recrimina suavemente a Ben el hecho de que éste no encuentre sus gafas poco antes de salir para su boda, en sus palabras están posados años y años de desesperaciones cotidianas ante los despistes de su compañeros, matizados por la paciente aceptación de su carácter. Ambos son personas serenas y calmadas, que se encuentran cómodas en su piel después de tantos años, y que comparten una complicidad simbiótica: de ahí la incomodidad que les produce su obligada separación, que les fuerza a inmiscuirse en intimidades ajenas.  Pese a todo, Ben y George conservan sus idiosincrasias particulares. George, un hombre religioso, es un melómano que posee un tranquilo sentido del humor, y que resulta ser el más organizado y responsable de la pareja. Ben es un pintor cuyas aspiraciones de éxito artístico han quedado atrás y que parece haber hecho las paces con ello. 
Alfred Molina es George
     La película, en consonancia con la clase de atmósfera en que sus personajes se sienten más cómodos, está narrada con imágenes de equilibrio clásico y ritmo sereno. La banda sonora consiste principalmente en melodías para piano de Chopin, y la fotografía muestra un amor nada disimulado por la luz natural y la iluminación nocturna de Nueva York. Sachs retrata con ironía afectuosa a una galería de personajes secundarios, formada principalmente por esa clase de manhatanitas que frecuentan galerías de arte, escriben novelas, producen y dirigen artefactos audiovisuales y disfrutan discutiendo acerca de todo ello. Es claramente una película neoyorquina, y perfila con precisión el momento y el lugar en que se desarrolla, pero el propósito de los cineastas no es únicamente una observación realista o el retrato de costumbres.

La detallada observación de las rutinas cotidianas tiene su recompensa emocional al final de la película, cuando el paso del tiempo ha convertido cada momento en un instante único e imposible de recuperar. Entonces se harán evidentes los motivos del director para filtrar la crónica emocional a través del registro de lo cotidiano, de lo ordinario. Como en el cine de Yasujiro Ozu, cada instante lleva impreso la huella del tiempo, algo que solamente se hace emocionalmente presente cuando lo vivido se convierte en la materia prima del recuerdo. Al final, incluso los personajes parecen darse cuenta de ello. Un momento tan poco importante  como una copa compartida en un bar de Manhattan durante su forzosa separación o una despedida o una despedida nocturna ante una boca de metro bajo el parpadeo del neón puede abrir una puerta al recuerdo de los años compartidos, y al mismo tiempo la poderosa fuerza del instante que nunca podrá repetirse.

martes, 18 de noviembre de 2014

Cortometraje: Soigneur (Erik van der Linden, 2013, 17’)

    El ciclismo siempre ha sido el deporte de la épica, una condición que no solamente relacionamos con los grandes campeones y las cumbres legendarias. También participan de ella los gregarios del pelotón y sus esfuerzos no menos sobrehumanos, a veces simplemente para llegar a la meta. Bueno, quizá todo eso se percibía más claramente antes de que el deporte de la bicicleta se convirtiese en un ejercicio de química aplicada. Aún así, la emoción que provoca este deporte proviene de la contemplación del esfuerzo y de la capacidad de resistencia  necesarios para aguantar sobre la bicicleta durante cientos de kilómetros, algo que percibirán especialmente quienes hayan vivido ese esfuerzo en sus propias carnes.

    Eso es lo que le ocurre al protagonista de este cortometraje holandés, la antigua promesa del ciclismo Simon van Beneden. Veinte años atrás, un espeluznante accidente en una carrera juvenil le apartó por completo de la bicicleta. Ahora, para reconciliarse con su pasado y volver a sentir algo de la épica de su deporte, van Beneden vuelve al escenario de la tragedia, el macizo de Los Vosgos, unas montañas situadas en el noroeste de Francia. Pero esta vez sus objetivos son más modestos: acompañará a unos amigos en una expedición ciclista ejerciendo de soigneur. El soigneur es el clásico factótum de los antiguos equipos ciclistas que, antes de la especialización y profesionalización de este deporte, ejercía al mismo tiempo de masajista, psicólogo, estratega, nutricionista y confidente. 

    Soigneur no es un cortometraje que destaque por su sofisticación cinematográfica: se adhiere al modelo del falso documental y su principal recurso narrativo es la voz en off. Su principal atractivo es la creación de un personaje como Simon van Beneden, un ser contradictorio que intenta comprender la magnitud de su derrota y la irracionalidad del destino. Es una criatura épica y ridícula al mismo tiempo, un ser que confunde unas vacaciones con una expedición, y que comprende su propia insignificancia al compararse a las mismas montañas  a las que se enfrenta. Aún así, conserva algo de grandeza, quizá porque sus esfuerzos se dirigen a encontrar el sentido de la existencia en la actividad que ama, el ciclismo, a pesar de que solamente puede contemplarla desde los márgenes.



jueves, 13 de noviembre de 2014

20.000 días en la tierra

T.O: 20.000 DAYS ON EARTH
DIR: IAIN FORSYTH Y JANE POLLARD 
INTERVIENE: NICK CAVE, KYLIE MINOGUE, RAY WINSTONE 
UK, 2014, 96'




Durante la primera jornada de grabación de su último álbum de estudio, Push the sky away, el músico australiano Nick Cave cumplió sus primeros veinte mil días sobre la tierra. Ese es el punto de partida que Jane Pollard e Iain Forsyth emplean para elaborar este retrato documental y dramático de Cave: un día en la vida, el número veinte mil, en el que la reflexión sobre el largo camino recorrido se combina con la incertidumbre del momento siguiente. “Me despierto. Escribo. Como. Escribo. Veo la tele”. Este no es, sin embargo, un retrato íntimo o revelador sobre la verdadera personalidad del músico, la que conocen sus personas más cercanas, como su mujer Susie o sus hijos de catorce años. Cave es famoso por su resistencia a divulgar detalles de su vida privada, así que resulta evidente que no permitiría una aproximación de ese tipo. El Nick Cave que protagoniza 20.000 días en la tierra es una creación artística, semejante a los personajes de sus canciones. La película trata sobre la dramaturgia y la escenografía con la que se construye esa figura, sus relaciones con la vida privada que se oculta detrás del escenario y la influencia que ejerce en la manera en que un artista se comunica con su público.

“Sobre todo, escribo”. La máquina de escribir, un viejo artefacto de metal que emite sonidos rítmicos y mecánicos parece ser el más personal de sus instrumentos. Las canciones más reconocibles de Cave son extensas narraciones llenas de personajes dementes que se desarrollan “en un mundo que estoy creando, un mundo absurdo, loco y violento donde la gente se deja llevar por la ira y  en el que Dios realmente existe” Para interpretarlas, el cantante adopta la personalidad de sus narradores: predicadores fanáticos y violentos, condenados a muerte acosados por las visiones, miserables aspirantes a artista esperando la oportunidad de vender su alma al diablo, criaturas fuera de sí. Su voz de barítono, sonora y dominante, lanza frases de ritmo seco llenas de sonoras aliteraciones desde una distancia inalcanzable. En el estudio o sobre el escenario se presenta a la manera del oficiante de alguna clase de ceremonia, decidido a conducir a su congregación hacia un éxtasis compartido. A menudo, la solemnidad y el melodrama que articula se deslizan hacia el exceso,  transitando a la vez los terrenos de lo grotesco y de lo cómico. Es esa figura, entre terrible y ridícula, la que aparece en esta película, dominándole desde la distancia con una cadenciosa voz en off repleta de sentencias al mismo tiempo que la cámara lo empequeñece, mostrándolo como una persona sometida a las dudas y las incertidumbre cotidianas, a la inclemente meteorología de Brighton.  


  
El día comienza para Nick Cave con el ruido del despertador, y tendrá desde el principio una agenda establecida: sesión con el psicoanalista; cita para comer con su amigo y colaborador Warren Ellis; una visita a sus archivos personales. Todo ello está “preparado como un drama, rodado como un documental”, explica la pareja de directores. Unos meses antes del resto del rodaje, decidieron llevar a cabo la sesión de psicoanálisis: Pollard y Forshyt  se proponían de ese modo sacar a la luz algunas de las líneas maestras que se explorarían en la película. Es una escena desconcertante, entre lo artificial de su escenificación y la naturalidad con la que se desarrolla. La consulta está iluminada como un plató de televisión, en ella Darian Leader, un famoso psicoanalista británico, analiza a Cave: “¿Cuál es tu primer recuerdo del cuerpo femenino?” Las reverberaciones de la infancia comienzan a sacar a la superficie retazos del hombre que se oculta tras la máscara, hasta que la conversación gira hacia la difícil relación que el músico tuvo con su padre, hacia los efectos de su muerte inesperada. Entonces, el psicoanalista se ve obligado a detener la sesión. Antes de que eso ocurra, ha habido tiempo para explorar algunas de las maneras en las que las experiencias personales se convierten en mitología artística. 
   
 Esta escena no es propia de un documental sobre rock, pero Pollard y Forsyth tampoco son los típicos directores. La pareja, que proviene del mundo del arte contemporáneo, había colaborado anteriormente con Cave en la grabación de videos promocionales. De ahí la audacia, pero también la confianza y la proximidad. Aun así, todos los elementos que el aficionado espera encontrar en un documental rock están presentes, pero de maneras ligeramente inesperadas. El protagonista no habla directamente a cámara, lo hace a través de una voz en off que sobrevuela las imágenes: algo totalmente adecuado para alguien que prefiere expresarse a través de palabras cuidadosamente escogidas. Las opiniones de sus colaboradores tienen como punto de partida situaciones escenificadas, una cotidianeidad simulada. La comida en casa de Warren Ellis lleva a los dos músicos a reflexionar sobre las posibilidades transformadoras de la interpretación en directo, invocando el fantasma de Nina Simone. Los trayectos en automóvil resultan propicios para las apariciones: el actor Ray Winstone reflexiona con el músico acerca del paso del tiempo y de la búsqueda de la autenticidad a través de la interpretación. Kylie Minogue habla acerca de la fama y de la soledad del artista. El entorno controlado y artificial de esas escenas tiene el efecto de rebajar las defensas de los participantes, haciendo que se muestren más relajados, con sus máscaras ajustadas de manera algo menos rígida de lo habitual. 

 
¿Y la música? El documental retorna periódicamente al estudio de grabación en el que los Bad Seeds dan forma a Push the sky away. Algunas melodías se muestran en un estado embrionario, otras son solamente esbozos que nuca llegarán a tomar cuerpo. La pieza central es la interpretación al completo de los ocho minutos de Higgs Boson Blues, uno de los temas más destacados del disco. Es un momento poderoso: la canción aún no ha tomado forma definitiva, Cave sigue dándole forma mientras la interpreta. La música se mantiene en ese estado incierto en el que aún sigue siendo un misterio para el artista, un estado casi mágico que para Cave constituye la parte esencial del proceso. Después, la canción será grabada, ensayada, interpretada noche tras noche, y se volverá familiar y conocida. Cave confiesa que todos sus esfuerzos se dirigen a conseguir que la canción siga conservando algo de ese estado primigenio, ese momento en el que aún perdura en ella el misterio, la huella de lo desconocido.

Las facetas de Nick Cave que el músico nos esconde están señaladas por la belleza elíptica de su mujer Susie, que solamente aparece en una fotografía desenfocada, sugiriendo la presencia escondida de la musa. Es un momento fugaz, pero lo suficientemente poderoso para sugerir que el músico tiene una vida real en otra parte. Algo que sirve también para recordarnos que esta película es un capítulo más de esa elaborada mitología personal, una actuación calibrada para lograr fusión del cantante con la canción. No hay que olvidar que está realizada con la total colaboración del músico, que además firma el guión junto a los directores. Es frecuente que las estrellas de rock se presten a ejercicios de mitificación personal: está claro que estos músicos son personas con un ego bastante saludable,  y que la necesidad de atención parece ser un prerrequisito de su oficio. Pero 20.000 días sobre la tierra está lejos de ser un documental hagiográfico, y  su combinación de drama y realidad, de mitología y revelación resulta tan oscura, misteriosa, irónica y tierna como una de las canciones de su protagonista.

sábado, 8 de noviembre de 2014

Los Boxtrolls

T.O: THE BOXTROLLS
DIR: ANTHONY STACCHI, GRAHAM ANNABLE
ANIMACIÓN, EEUU, 2014, 96'
  
Los aficionados al cine de animación con personalidad propia están atentos a las novedades de los estudios Laika desde que hicieran su aparición en las carteleras con su primer largometraje, Coraline. Las tres películas producidas por el estudio de Oregón hasta la fecha poseen un marcado carácter y una destacable idiosincrasia visual, algo que se debe en gran parte a su fidelidad hacia  la tradicional técnica del stop-motion. Coraline (2009), dirigida por Henry Selick a partir de la novela de Neil Gaiman, es hasta ahora su mayor logro: uno de los mejores ejemplos de la utilización expresiva del 3D, al servicio de una historia sobre las incertidumbres de esa tierra de nadie entre la infancia y la adolescencia. Tres años después, ParaNorman confirmó la debilidad de los artesanos de Laika por los universos desconcertantes, además de su determinación de afrontar las implicaciones más serias que plantean sus historias, especialmente  en temas como el uso de la violencia y sus consecuencias.

Los Boxtrolls, el tercer largometraje estrenado por Laika, se basa en la novela ilustrada Here Be Monsters, de Alan Snow. Los encargados de llevarla a la pantalla han sido Anthony Stacchi y Graham Annable, dos veteranos de la industria con más de veinte años de experiencia como animadores y dibujantes de storyboards. La animación ha sido creada una vez más mediante marionetas, aunque la técnica más artesanal del cine de animación se ve en este caso realzada a través de métodos mucho más avanzados: las figuras de los personajes han sido elaboradas mediante impresoras 3D y la película emplea generosamente las imágenes generadas por ordenador, especialmente para dar vida a los fondos y aportar así mayor profundidad al extraño mundo en que viven los personajes. 


 
Ese mundo es Cheesebrigde, una ciudad de pequeñas casas apelotonadas de manera imposible sobre una roca puntiaguda, surcada por calles serpenteantes de adoquines negros. Un escenario vagamente victoriano, vagamente centroeuropeo, que nos recuerda a la ambientación de algunas películas de Tim Burton. Los habitantes de esa ciudad son notablemente estirados, y le dan una gran importancia a todo lo que tenga que ver con el queso. También mantienen una curiosa jerarquía expresada mediante  el color de sus sombreros. Pero bajo las calles viven unas extrañas criaturas, los Boxtrolls, que salen por las noches para rebuscar entre la basura. Se visten con cajas de cartón y emiten unos extraños sonidos parecidos a gárgaras; en su refugio subterráneo se dedican a la construcción de toda clase de artefactos que elaboran con los trastos viejos que recogen en la basura. Los Boxtrolls son felices cuando tiene en sus manos algo que lleve una ruedecilla, una palanca o cualquier clase de mecanismo por simple que parezca.

A pesar de que los Boxtrolls son criaturas naturalmente inofensivas, los habitantes diurnos de Cheesebrigde los contemplan con auténtico pavor. Se cuentan todo tipo de leyendas acerca de niños devorados, acerca de huesos humanos empleados como decoración, acerca de ceremonias siniestras. Gran parte de esas historias son instigadas por el hombre que se encarga de perseguirlos, el malvado Archival Brirlante, un pomposo arribista que sueña con cambiar de sombrero y que tiene una segunda actividad como cantante de variedades bajo el nombre artístico de Miss Frou Frou. Junto a los Boxtrolls vive una pequeña criatura humana llamada Eggs, criada por los pequeños chatarreros como si fuese uno de ellos. Eggs crece viendo disminuir la población de Boxtrolls gracias a los esfuerzos de Birlante y decide hacer algo al respecto. Para ello contará con la ayuda de Winnie, la hija del inútil alcalde de la ciudad, una pelirroja algo cursi aunque decidida. 



   

 Como corresponde a un trabajo esencialmente artesanal, el detallismo de la ambientación es uno de sus principales atractivos: la rugosidad de las paredes de ladrillo, la ligera humedad sobre los adoquines, las vetas de la madera se convierten en texturas táctiles y sensibles. Sin embargo, el argumento que se desarrolla en este mundo tan finamente detallado está delineado con trazos más amplios: se reproducen algunos desarrollos habituales típicos de las aventuras infantiles (como el de la raza sometida que recupera la libertad gracias a un líder de la etnia dominante) y durante el proceso nos encontraremos con algunos discursos y unas cuantas lecciones que aprender. En general, es una película con un tono bastante ligero en el que el peligro nunca se hace ralamente angustioso y los villanos tiene una apariencia divertida y bufonesca.

    Todo eso no tiene por qué ser necesariamente malo. Si las anteriores películas de los estudios Laika se dirigían principalmente al público preadolescente, Los Boxtrolls está enfocada inequívocamente a los espectadores más pequeños. Particularmente, las criaturas que le dan el título resultarán indudablemente atractivas para los niños de cuatro a seis años, gracias a su divertida expresividad gruñona, su carácter curioso y juguetonamente incansable y, especialmente,  su habilidad para transformar todos los objetos que encuentran a su alrededor, con especial debilidad por las cajas de cartón. Por supuesto, no solamente los niños pequeños pueden encontrar afinidad con esos ensimismados personajes: no dejan de tener cierto parecido con los mismos artesanos que la han creado, criaturas ellas mismas absorbidas por la tarea de manipular pacientemente objetos y materiales con la esperanza de hacer surgir formas caprichosas y extraordinarias.

lunes, 3 de noviembre de 2014

Videoclip: Hiro Murai dirige Never Catch Me, de Flyng Lotus, Do You, de Spoon y Cheerleader, de St Vincent.

Dos niños se levantan de sus ataúdes en su propio funeral para alejarse bailando, dejando atrás el dolor de sus familiares. Es el clip de la canción Never Catch Me, del productor de rap experimental Flying Lotus: hace solamente unas semanas de su aparición en la red y ya muchos lo consideran el videoclip del año. “La idea original era hacer algo extraordinariamente alegre que funcionase como una catarsis en comparación con el escenario”, explica el director Hiro Murai. La ambientación funeraria resulta apropiada: en el último álbum de Flying Lotus, You Are Dead!, el músico reflexiona de diversas maneras acerca de la muerte. “La idea original [de Flying Lotus] era sobre un chico negro que llega tarde a su propio funeral, así que tenía algo del estilo de Tom Sawyer. Me gustaba porque todo el disco trata acerca de la muerte, pero esta canción tiene unas vibraciones infantiles. Cogí esa idea y la reescribí como una pieza de baile para dos chicos” 
 


El baile fue creado por el equipo de  coreógrafos Keone and Mary combinado movimientos propios del hip-hop con  pasos extraídos de la danza moderna. Contribuye a crear una atmósfera incierta y ambigua, que también se hizo notar en el set de rodaje. “Fue muy raro para los padres de los chicos. Apoyaron mucho el proyecto, pero fue muy visceral ver a sus hijos en ataúdes. Tan pronto como se dispuso el decorado y  los chicos se metieron en los ataúdes se vinieron abajo y se echaron a llorar. Es una forma muy rara de comenzar un día de rodaje, pero lo entiendo completamente.” En cambio, los chavales se lo pasaron en grande. “Los chicos estaban bastante poco preocupados por eso porque tenían 12 o 13 años y la muerte no tiene para ellos el mismo peso que tiene para un adulto. No paraban de decir que los ataúdes olían raro o que se aburrían. Eso aligeró la atmósfera bastante. Fue un poco un microcosmos de la propia idea del video, los chavales no miran a la muerte de la misma manera que sus padres.”

Esa atmósfera de incerteza no es algo nuevo para el director, el angelino Hiro Murai. Murai, que también ha dirigido videos para artistas como David Guetta o Shabazz Palaces, lleva unos años distinguiéndose como uno de los directores más creativos y consistentes dentro de este campo. Su primer atisbo de notoriedad le llegó cuando convirtió a Annie Clark (alias St. Vincent) en una estatua de porcelana, enorme y frágil, en el videoclip de Cheerleader. A partir de entonces, sus trabajos se sucedieron a velocidad de crucero, normalmente para figuras del indie rock o del hip-hop más alternativo. No resulta difícil distinguir elementos comunes en su obra, desde su evidente amor por la luminosidad californiana hasta su preferencia por atmósferas inciertas en las que elementos fantásticos aparecen en ambientaciones rutinarias y cotidianas. 



De manera que los videos de Murai parecen desarrollarse un una realidad ligeramente alterada “Es como un sueño diurno… la idea de algo sobrenatural ocurriendo en el contexto de algo realmente mundano. Tengo una fijación con los sueños. Los sueños tiene la cualidad de que cuando tu estás metido en ellos, tu te crees completamente su realidad,  y las texturas parecen las de la vida real, pero entonces hay alguna cosa, o alguna circunstancia que te aleja de lo real. Ese sentimiento de deriva entre la realidad y lo sobrenatural siempre me ha interesado. Soy una de esas personas que llevan un diario de sueños. ” 


Fuente: FADER

viernes, 24 de octubre de 2014

Relatos Salvajes

DIR: DAMIÁN SZIFRON
INT: RICARDO DARÍN, LEONARDO SBARAGLIA, ÉRICA RIVAS.
ARGENTINA, 2014, 122'







Cualquier momento es bueno para luchar por la supervivencia en Relatos Salvajes, la tercera película del argentino Damian Szifron. La cinta es una colección de cortometrajes en las que los personajes se comportan como animales fuertemente territoriales, capaces de casi cualquier cosa por defender su espacio. En todos ellos, una situación inicial de enfrentamiento y agravio desencadena un crescendo de acciones imprevisibles, violentas y cómicas, en las que la destrucción mutua parece estar garantizada. Comienza con un breve prólogo absurdamente brillante en el que todos los pasajeros de un vuelo comercial descubren que conocen de algo al mismo individuo, un músico frustrado llamado Pasternak.

El segundo fragmento, “Las ratas”, nos presenta a la cocinera de un restaurante de carretera generosa con el matarratas, sobre todo cuando acude cierto tipo de clientela. En “El más fuerte” un pique automovilístico en una carretera solitaria da lugar a una escalada armamentística en la que el balance de poder oscila de maneras imprevisibles. “Bombita” es Ricardo Darín, un ingeniero especialista en demoliciones que se toma quizá demasiado a pecho sus reclamaciones sobre una  multa que considera injusta. “La propuesta” gira acerca del estúpido hijo de un industrial que arrolla con el BMW de papá a una mujer embarazada, obligando a su padre a efectuar un contundente desembolso para conseguir que el jardinero se responsabilice de los hechos. La negociación de los términos del acuerdo toma un par de desvíos absurdos. “Hasta que la muerte nos separe” se desarrolla en un banquete nupcial de alto copete dónde la novia descubre que su flamante marido le ha estado poniendo los cuernos con una de las invitadas. Como es de esperar, se lo toma bastante a la tremenda. 



 

Szifron no escatima la sangre ni otras excreciones: el tono general es grotesco, y el combustible es la rabia. Cada episodio es una pequeña comedia de acción con abundancia de sudor, gasolina y explosivos; sus personajes se ven sacudidos por un furor justiciero y se imaginan participando en algún tipo de lucha de clases, aun cuando la ira aparte de su campo de visión todo lo que no tiene que ver con sus circunstancias personales. El humor pretende ser brutal y catárquico, la risa como liberación de impulsos violentos reprimidos con mayor o menor esfuerzo.

  Szifron, un veterano de la televisión argentina, es el responsable de dos de las series de más éxito de la historia del país: las muy exportadas Los simuladores y Hermanos y detectives. Su rasgo más destacable en esta película es la concisión narrativa: a pesar de que el planteamiento es propicio para el exceso, el realizador no alarga demasiado ninguna de las situaciones, de manera que no llegan a perder la frescura inicial. La calidad individual de los relatos es desigual, algo frecuente en los largometrajes de episodios. Lo cierto es que el episodio introductorio (que transcurre por completo antes de los créditos iniciales) es el mejor del conjunto, aunque por su brevedad y por su tono ciertamente absurdo se aparta en cierta medida del resto. Del resto, podemos destacar el incidente automovilístico protagonizado por Leonardo Sbaraglia como una versión desenfrenada de los conflictos desencadenados por la testosterona liberada al volante; o el último episodio protagonizado por la novia vengadora, destacable porque Érica Rivas hace avanzar la acción oscilando entre la felicidad, la vulnerabilidad, la rabia y la agresividad descontrolada; también porque Szifron termina cerrando el círculo para sugerir que la liberación de los impulsos animales puede suponer algo positivo, quizá un nuevo comienzo.

lunes, 20 de octubre de 2014

Sueño de invierno

T.O: KIŞ UYKUSU
DIR: NURI BILGE CEYLAN

INT: HALUK BILGINER, MELISA SOZEN, DEMET AKBAG
TURQUÍA, 2014, 196'















Los carteles de las películas no suelen ser una herramienta demasiado útil para el análisis cinematográfico, pero en el caso del cineasta turco Nuri Bilge Ceylan los diseñadores gráficos han encontrado maneras muy precisas de plasmar su estilo en las imágenes publicitarias:


Casi todos los diseños están dominados por la presencia expresiva del cielo: un cielo de amanecer rosado en las estepas para Érase una vez en Anatolia, en el que la luz se abre camino señalando el desvelamiento del misterio policial investigado por los protagonistas de la película; un cielo gris plomizo sobre el Bósforo nevado en Lejano; unas densas nubes que presagian tormenta en Tres Monos. Bajo esos cielos tan característicos de Ceylan, se recortan figuras humanas contempladas de espaldas, su rostro, igual que sus emociones, convertido en un misterio. La patrulla policial que busca un cadáver en Érase una vez en Anatolia forma un círculo alrededor del cuerpo recién descubierto. El primo del campo que visita Estambul en Lejano contempla el horizonte del estrecho, planeando embarcar en algún carguero. Son imágenes definitorias que sirven para explicar el cine del director turco: personajes empequeñecidos por el paisaje cuyo esquivo carácter se muestra a través de gestos, silencios, miradas y no demasiadas palabras.

 

En Sueño de invierno, la imagen promocional es similar: dos figuras oscuras, un hombre y una mujer, se recortan en un paisaje nevado. Pero esta vez es una mezcla de pintura y fotografía y está basado en una ilustración creada por Ilya Glazunov para la novela de Dostoyevski Nétochka Nezvánova. En Sueño de invierno, Ceylan introduce elementos literarios y recurre a las habitaciones cerradas y a la luz artificial en vez de a la serena majestuosidad de la naturaleza, pero la influencia más notable no es la del autor de Crimen y castigo, sino la de su contemporáneo y compatriota Antón Chéjov. En los títulos de crédito el director y su mujer y coguionista Ebru Ceylan reconocen haberse inspirado en tres relatos del escritor, aunque prefieren no mencionar sus títulos. No se trata en realidad de una adaptación sino de una destilación del espíritu de Chéjov: una narración observante en la que el drama se revela a través de actos cotidianos que revelan emociones subterráneas. La influencia del autor de El jardín de los cerezos ya estaba presente en Érase una vez en Anatolia, la anterior película de Ceylan; aquí, por primera vez en la carrera del director, la acción se traslada a los interiores y el diálogo fluye sin limitaciones, en conversaciones que pueden llegar a extenderse durante veinte minutos. El propósito es efectuar el estudio de un personaje, un antiguo actor con ínfulas de intelectual que regenta un pintoresco hotel en las montañas, y cuyo poder como terrateniente local se deja notar entre los vecinos de la zona. 

El hotel Otello, un pintoresco refugio excavado en las rocas de Capadocia.

Este hombre, Aydin (Haluk Bilginer) posee el hotel Otello, un refugio cuyas habitaciones, excavadas en la roca de las montañas de Capadocia, resultan lo suficientemente pintorescas como para atraer huéspedes en mitad de un duro invierno. Le gusta mantener una afable cordialidad con ellos, y, si hay ocasión, mencionarles sin darle demasiada importancia sus experiencias sobre los escenarios de Estambul o su proyecto para una historia del teatro turco. Pero las personas más cercanas, su hermana Necla (Demet Akbag) y su mujer Nihal (Melisa Sozën), no comparten la elevada imagen que trata de proyectar. Las serpenteantes conversaciones que mantiene con su hermana revelan la existencia de recelos y tensiones que definen toda su relación. Sin embargo, la mayor tensión dramática de la película es la que rodea la situación de su matrimonio. Durante la primera mitad de la película, Nihal aparece ausente o distante, manteniendo con su marido el mínimo contacto imprescindible. El deterioro de la relación es un misterio cuyas causas hay que rastrear a través de gestos y silencios de rencor soterrado. 



Halut Bilginer y Demet Akbag

Además de sus conflictos domésticos, Aydin mantiene una actitud contenciosa hacia un inquilino cuyas graves dificultades económicas le impiden pagar el alquiler y emplea su columna en la gaceta local para ajustar cuentas con su moroso de manera sibilina. Es una persona cuyo carácter parece apoyarse por completo en la vanidad y que disfraza su elitismo de sabia misantropía. Todo tiene su precio, y en este caso consiste en una soledad casi absoluta, incluso dentro de su propia casa. Lo que ocurre es que Aydin necesita esa vanidad para mantener en pie su equilibrio psicológico: el fantasma del fracaso está presente en el recuerdo de una carrera teatral que le condujo hasta un hotel de pueblo; su desahogada posición de terrateniente le recuerda cada día que su situación económica se debe únicamente a la herencia de su padre.

 En una escena del principio de la película, el precario equilibrio entre inseguridad y autocomplacencia se revela de manera conmovedora: Aydin lee a su mujer y a un amigo una carta escrita por una admiradora de su columna. Después de los halagos, la mujer le solicita ayuda para una causa benéfica, y el escritor, emocionado, se muestra partidario de concedérsela. Nihal rechaza la postura de su marido, puesto que nunca se ha preocupado por la beneficencia excepto cuando la considera apropiada para halagar su vanidad. Pero aunque su mezquina vanidad sea el motor incluso de sus raros actos de bondad, aflora la desesperada situación de un hombre cuya necesidad de reconocimiento es indispensable para la supervivencia de su identidad. 


Melisa Sozen es la esposa distante

La pregunta es si merece la pena pasar junto a este hombre tres horas y cuarto. Respuesta: probablemente no, si se tratase de una reunión social. La mezquindad y la mediocridad de Aydin son demasiado corrientes como para resultar interesantes, pero eso no le quita valor a la película: si la persona es vulgar, el personaje (o, lo que es lo mismo, la contemplación del personaje que hacen Ebru y Nuri Bilge Ceylan ayudados por el actor Haluk Bilginer) no lo es en absoluto. “Todo lo que ocurre en todos los rincones del mundo puede explicarse reflexionando sobre la naturaleza humana”, reflexiona el realizador. Como intelectual rural puede que Aydin no tenga demasiado interés, en cambio, como manifestación de la naturaleza humana sus pequeñas mezquindades revelan una condición universal. Este humanismo es una huella de la literatura de Chéjov, cuya profesión médica le había enseñado a no desdeñar ningún aspecto de la existencia humana, por desagradable o poco importante que pareciese: nada puede resultar puro para un doctor.

    De manera que el retrato de este hombre es bastante ambiguo, y está repleto de incertidumbres y contradicciones; se trata, en definitiva, de un perfil incierto y desconcertante. Toda una humanidad comprendida en la mediocridad de un insignificante potentado de pueblo. Aunque Ceylan tenía ciertos recelos ante la posibilidad de que la espectacular belleza del paisaje de Capadocia descompensase estéticamente la película, lo cierto es que la naturaleza conserva la presencia privilegiada que es habitual en sus películas. Incluso en interiores, la presencia del frío o de la pálida luz invernal se hacen sentir de manera precisa. Ceylan es un director muy atento a la textura sensorial de una escena: la claridad de sus imágenes transmite de manera tremendamente precisa la rugosidad de las rocas, la humedad del aire, la comodidad de un cuarto bien calentado en la mitad del invierno. Esa precisión de los ambientes convierte a los escenarios en lugares vívidos y contribuye a una sensación envolvente, que ayuda a dejarse arrastrar por las palabras, por el denso tejido de relaciones entrelazadas día tras día mediante los gestos más cotidianos e insignificantes.