sábado, 29 de marzo de 2014

El gran hotel Budapest


 

 T.O: THE GRAND BUDAPEST HOTEL
DIR: WES ANDERSON
INT: RALPH FIENNES, TONY REVOLORI.
EEUU, 2014, 100'




Zubrowka, la república imaginaria de Centroeuropa en la que se asienta El gran hotel Budapest, forma parte de una amplia tradición de países ficticios inspirados en la decadencia del imperio austrohúngaro. Ruritania, nación creada por Anthony Hope para su novela de aventuras El prisionero de Zenda es quizá la más famosa; en esta geografía imaginaria comparte fronteras con  Bandrika, la “esquina por descubrir de Europa” en la que los personajes de Alarma en el expreso (1938), de Alfred Hitchcock, se veían implicados en una intriga internacional de entreguerras. También con Libertonia, la nación arruinada que necesitaba del liderazgo de Groucho Marx en Sopa de Ganso (1933) para recuperar su desvanecido esplendor. En El cetro de Ottokar, el intrépido reportero Tintín recaló en Borduria, pequeño estado de los Balcanes amenazado por la cercana Syldavia.  Estos enclaves eran propicios a la farsa nostálgica y exótica, con huellas de opereta y distantes tambores de guerra. El antiguo imperio de los Habsburgo provocaba la curiosidad y la fascinación: había sido  un conglomerado de diferentes nacionalidades, etnias, religiones y lenguajes  cuyo único vínculo común era su condición de súbditos del emperador. Su sociedad era una jerarquía teatralizada en la que el protocolo y el aparato eran el elemento cohesionador necesario para unir  una población que ni siquiera podía recurrir a un lenguaje común para comunicarse. Cuando todo se vino abajo durante la primera guerra mundial, Europa central se convirtió en un territorio turbulento y agitado, en el que convivían los restos del antiguo imperio y el ascenso de los modernos regímenes totalitarios.

    Es decir, un escenario perfecto para una película de Wes Anderson. El director estadounidense ha ido perfeccionando película a película un estilo elaborado y artificial, de composiciones  perfectas,  calculado timing cómico y personajes idiosincráticos que acostumbran a vestir de manera característica. Anderson descubrió esa etapa de la historia gracias a la lectura de El mundo de ayer, las melancólicas memorias que Stefan Zweig escribió como panegírico de la Europa en la que había crecido. Probablemente,  el director  también visualizó ese mundo a través de las reconstrucciones en estudio hechas en Hollywood o en Londres en los años treinta, normalmente con la participación de inmigrantes centroeuropeos. El imperio austrohúngaro, aún en su apogeo, transmitía un aire a mundo atrezo y guardarropía, por lo que se adaptaba perfectamente a un decorado cinematográfico poblado de actores secundarios implicados en alguna intriga enrevesada, que a menudo se desarrollaba en compartimentos de trenes, funiculares y grandes hoteles con ínfulas aristocráticas como el que Anderson ha reconstruido para su película. 


Como en todas las películas de Anderson, todo comienza cuando alguien abre un libro
  La película  “cuenta la historia del ultimo concierge del gran hotel Budapest antes de la guerra, tal y como la recuerda su mozo portería”. El hotel es un enorme edificio con forma de tarta, pintado en colores pastel y generosamente alfombrado, que se sitúa en una imposible cumbre alpina a la que se accede mediante un funicular. Su concierge, Gustave H. (Ralph Fiennes) domina el espacio gracias a su oficio meticulosamente aprendido. Exquisitamente uniformado en tonos violeta, Gustave H. tiene una portentosa a atención por el detalle y maneras de gigoló (uno de los atractivos del establecimiento son las atenciones que el concierge procura a la clientela femenina de edad respetable), al  tiempo que le gusta recitar poesía romántica y perfumarse con L’air de panache, todo ello sin poder evitar, de vez en cuando, expresarse de una manera anacrónicamente malhablada. Gustave H.  es gestualidad y desenvoltura aprendida, unas maneras tras las que se muestra completamente impenetrable; como si su verdadera esencia consistiese en la adopción de una serie de costumbres pseudo-aristocráticas y una reverencia por la alta cultura europea. A su lado, Zero Mustafa, el mozo portería  interpretado por el debutante Tony Revolori  encarna la figura del expatriado para el que toda la parafernalia social del imperio resulta un refugio y la posibilidad de encontrar un lugar propio, por modesto que sea. Su aprendizaje no consiste solamente en aprender el oficio, sino también las maneras de su mentor: Zero se pinta un bigote que aun no crece por sí solo, y adopta una cuidadosa imperturbabilidad mientras porta la gorra de plato con su cargo escrito en enormes letras.  

El conserje (Ralph Fiennes) y su mozo portería (Tony Revolori)
La película, a pesar de todo su elaborado detallismo, dedica poco tiempo a contemplar el escenario y a admirar las maneras de los personajes: pronto se pone en marcha una intriga frenética y enrevesada, que implica la sospechosa muerte de una duquesa  viuda (Madame D, Tilda Swinton), un testamento disputado, y el robo de una obra maestra  de la pintura flamenca (Muchacho con manzana, de Van Hoytl el joven, nada menos). Anderson es un especialista en poner en movimiento sus detallados universos, de manera que escenarios y personajes desaparecen de nuestra vista antes de que hayamos tenido la oportunidad de asimilarlos por completo. El carrusel incluye una secuencia de persecución a través de la oscura sala de armaduras de un viejo museo y el vertiginoso y peligroso descenso de una cumbre alpina preparada para acoger unos juegos olímpicos de invierno. Los habitantes de ese mundo están incorporados por algunos de los actores más famosos del momento, sin demasiado tiempo, a menudo, para construir un personaje más allá de la caracterización.

    El estilo artificial y cerrado de Anderson, con su debilidad por las composiciones  frontales y simétricas, es idóneo para evocar las comedias de estudio de los años 30; el cineasta apoya esa resonancia eligiendo el clásico formato de pantalla cuadrada para las partes de la película que se desarrollan en los años treinta. El formato obliga a Anderson a componer en profundidad, el director aprovecha todas sus posibilidades cómicas. La nostalgia por los recursos cinematográficos de antaño no termina ahí: la película emplea maquetas y fondos pintados, que combinan estupendamente con la decoración de los pasillos y las habitaciones del hotel. La manera en que los personajes se colocan en el encuadre, como si posaran para un retrato en grupo o fueran conscientes del efecto de su conjunto, resulta completamente artificial y al mismo tiempo apropiada para reflejar escrupulosa meticulosidad de las maneras de sus personajes, siempre tan pendientes del efecto de su presencia. Parece que Wes Anderson ha encontrado un momento, un lugar y unos personajes para los que su elaborado estilo resultase casi natural, como una segunda piel. 




La composición en profundidad, empleada en todo su efecto cómico

    Inesperados estallidos de violencia grotesca (dedos cercenados por una puerta, una sucia lucha a cuchillo) nos recuerdan que la delicadeza y el equilibrio de ese mundo es un asunto superficial: por debajo fluyen imparables corrientes de violencia. Las películas de Anderson siempre dejan tras de sí un poso de melancolía: en este caso,  nos encontramos desde el principio ante una tragedia.  Mientras la farsa se dirige frenéticamente hacia el final feliz, sabemos que los personajes están condenados. El doble marco temporal que rodea la acción principal incide en la inevitabilidad de los acontecimientos: estamos escuchando una historia dentro de una historia dentro de otra historia, y cuando todo comienza, todo ha terminado ya. La Historia, con mayúsculas, representa aquí el rol del Destino, como suele ocurrir cada vez que alguna farsa tiene lugar en la Europa de entreguerras. Esa presencia se articula gracias al sofisticado sistema de capas narrativas en el que las tramas aparecen y desaparecen. Un enorme titular que anuncia la posibilidad de la guerra no recibe la atención de los personajes, que se concentran las menciones de su intriga que aparecen en la letra pequeña. El  inicio de un amor juvenil queda oscurecido porque su evocación, muchos años después, trae recuerdos trágicos. Como simples ciudadanos de una época despiadada, estas criaturas sienten el peso de la historia como un desagradable ruido de fondo mientras ocupan sus pensamientos en los asuntos menos importantes que llenas sus vidas.


    El gran hotel Budapest se asemeja a un
courtesan au chocolat, el dulce de elaboración increíblemente complicada (treinta pasos, cuarenta ingredientes) que juega un papel bastante importante en la trama. Como esta especialidad de la repostería Mendl’s (que es obligatorio probar si uno se pasa algún día por Zubrowka), esta película es un dulce que uno devora sin darse cuenta, y que deja en el recuerdo el sabor a la nostalgia por los tiempos perdidos.