lunes, 22 de diciembre de 2014

La señorita Julia

T.O: MISS JULIE
DIR: LIV ULLMAN
INT: JESSICA CHASTAIN, COLIN FARRELL, SAMANTHA MORTHON
NORUEGA, IRLANDA, USA
2014, 129'

Es la noche de San Juan y el barón está ausente. Los criados se emborrachan y bailan; en la cocina, un sirviente apura el vino robado de la bodega de su amo mientras se burla de sus afectaciones. Julia, la única hija del barón, parece haber olvidado sus maneras y se ha puesto a bailar y flirtear con el servicio. La bebida y la música puede hacer temporalmente invisibles algunas barreras, sexuales o de clase: en la noche en que se celebra la fecundidad de la naturaleza, la atmósfera parece propicia para el drama. Esa noche de San Juan se ha venido repitiendo año tras año, desde su estreno en 1889, en miles de funciones, docenas de películas, decenas de telefilmes. La señorita Julia es una de las pocas obras teatrales que tiene el privilegio de haber sido revivida de manera casi interrumpida durante más de un siglo. La pieza de Strindberg ha ocupado de manera prácticamente indiscutida la cumbre de la literatura escandinava: solamente Henrik Ibsen y su Casa de muñecas podrían discutirle esa posición. 

El drama se origina porque Miss Julie se atreve a entrar en la cocina, el espacio de los criados.
August Stridberg fue una de las figuras más notables de una época en la que el talento artístico a menudo era identificado con los rasgos personales más excesivos. Su vida estuvo marcada por la presencia intermitente de la locura, sus ideas eran demasiado extremas para su época (y para la nuestra). Influenciado por la teoría de la evolución, adoptó una filosofía determinista en la que toda relación humana no era más que una manifestación de la lucha por la supervivencia, una lucha en la que solamente los más aptos podrían sobrevivir. Sus personajes principales, a menudo monomaníacos como el propio escritor, se comportan de manera obsesiva y ejercen la violencia psicológica con el fin de destruir a sus rivales más débiles. En Paria, una obra de un acto 1889, se pone de manifiesto lo que el autor denominaba “asesinato psíquico”: uno de los personajes desenmascara la condición de ex-presidiario del otro y utiliza esa información para destruir su personalidad, forzándole al suicidio. En La danza de la muerte, un viejo matrimonio pasa sus últimos años intercambiando ataques perversos y crueles como si fueran golpes de boxeo, dos personas unidas únicamente por el odio.

    Resulta razonable pensar que para Strindberg, Julia, la joven aristócrata educada para superar las limitaciones sociales de su sexo (en su lecho de muerte, su madre le hizo jurar que nunca se dejaría someter por ningún hombre) es un personaje profundamente inadaptado a la vida real, y que por lo tanto está condenado a sucumbir. El criado seductor, simplemente por su condición masculina, tendría una superioridad natural sobre ella. Terminar con su vida conduciéndola al suicidio sería una necesidad natural, aunque su seducción y su muerte no le reporte ninguna recompensa de tipo social o económico. A estos dos personajes les rodean otras dos figuras: la cocinera, amante del criado, está en el escalón más bajo de la escala de poder, tanto social como sexual. Y el barón, únicamente presente en escena a través de sus botas y de la campanilla con la que llama a su criado, es una figura poderosa por su condición aristócrata y masculina, aunque Strindberg sugiere que las mismas rígidas estructuras en las que sostiene su autoridad están condenadas a derrumbarse ante el empuje joven y despiadado de las clases inferiores. 




 Por supuesto, no todas las adaptaciones de La señorita Julia deben adoptar las posturas extremas defendidas por su autor: de hacerlo, la obra no habría perdurado sobre los escenarios de la manera en que lo ha hecho. El esqueleto dramático despliega unas coordenadas en las que se desplazan los comportamientos humanos: en un eje los movimientos en la jerarquía social; en el otro, las oscilaciones del deseo y las maniobras de poder sexual. A lo largo de los años, los acercamientos y enfrentamientos de la señorita y el criado en la cocina de la mansión se han ido sucediendo de diferentes maneras, reflejando diversos equilibrios y compromisos entre ambas escalas de poder. Esta estructura ha tenido una influencia determinante en el teatro del siglo XX: Eugene O’Neill o Tenesse Williams superaron el melodrama romántico de rayos y truenos haciendo que unos pocos personajes desplegaran a puerta cerrada las tensiones entre sus pulsiones eróticas y las convenciones sociales, entre la naturaleza y la cultura. En el cine, el heredero más directo de Strindberg es, sin dudad, Ingmar Bergman.   

Jessica Chastain y Colin Farrel interpretan una danza de dominación social y sexual

Liv Ullman, la directora de esta versión 2014 de La señorita Julia, ha interpretado una decena de papeles en las películas de Ingmar Bergman, además de ser su pareja durante cinco años. Es, por tanto,  una veterana de las atmósferas cerradas en las que hombres y mujeres despliegan sus diferencias en dramáticos enfrentamientos psicológicos a través de gritos y de susurros. Como directora, su cine responde a las mismas cualidades que la han convertido en una de las grandes intérpretes de nuestro tiempo: a partir de textos ajenos dotados de una poderosa personalidad propia, Ullman se mantiene fiel al espíritu de la obra al mismo tiempo que le da vida con sutiles y certeros detalles de observación íntima. Sus personajes se convierten en seres muy cercanos, aunque lleven más de cien años apareciendo sobre los escenarios. Su estilo refleja la influencia de Bergman, algo especialmente visible en la preeminencia del primer plano, utilizado para escrutar los rostros de los actores en su recorrido entre la expresión y la contención, entre la revelación y el engaño.

    No es irrelevante el hecho de que esta nueva versión de La señorita Julia esté dirigida por una mujer: como lo explica la directora con su característica delicadeza, Strindberg no tenía sentimientos amables hacia las mujeres”  En su visión de la obra, Ullmann muestra el enfrentamiento entre Julie (Jessica Chastain) y John (Colin Farrell) no como un enfrentamiento de caracteres enfrentados por la supervivencia, sino como un episodio más de la lucha entre el hombre y la mujer, entre quien da órdenes y quien las recibe. Una pelea en la que inevitablemente ambos quedarán dañados. La lucha, en la visión de Ullman, también tiene lugar dentro de ellos. John, que desprecia a la aristocracia, tiembla ante Julie y queda reducido ante un animal obediente ante la llamada del barón. La joven, que presume de su indiferencia a las convenciones sociales cuando se relaciona familiarmente con criados como John, no puede evitar hacer uso de su autoridad cuando éstos se permiten declinar alguna de sus invitaciones, como tomar una cerveza o bailar con ella. 



La cocinera Katlheen (Samantha Morton) está en lo más bajo de la escala social y sexual de la película.
John, que ha estudiado el lenguaje y las costumbres de los señores, disfruta empleado expresiones sofisticadas a escondidas y sueña con ocupar algún día su lugar (quizá dirigiendo un hotel junto al lago de Como). Interpretado por Colin Farrell, está caracterizado por una firmeza y un descaro sexual que desaparecen por completo cuando se enfrenta a la posibilidad de superar la distancia social: entonces sus palabras quedan ahogadas por los balbuceos y los resoplidos. La condición de sirviente está tan arraigada dentro de él que la posibilidad de superarla, aunque sea solamente mediante una relación sexual, no deja de resultar una forma de violencia contra si mismo. Para Julie, arrastrar su vestido turquesa por las habitaciones de los criados es tanto un desafío de las convenciones sociales cómo un impulso sexual. Pero la hija del barón, incluso para cumplir el oscuro deseo de rebajarse  es necesario recurrir a  las prerrogativas y la autoridad de su condición aristocrática. Atentamente dirigida por Ullman, Jessica Chastain le confiere a su personaje una vigorosa resolución  al mismo tiempo que refleja a través de su rostro una dolorosa  hipersensibilidad.

    Es precisamente en la figura de Julie dónde Liv Ullman realiza sus aportaciones más personales a la tragedia de Strindberg. Muchas adaptaciones habían optado por retratar a la señorita Julie como una víctima de la crueldad social y de la dominación masculina para contrarrestar la violenta misoginia del dramaturgo. Ullmann, por el contrario, dota a Julie de autonomía y de decisión, de manera que sus acciones, incluso las más autodestructivas, son fruto de su voluntad y su energía. El equilibrio de poder con John se altera: en la obra, Julie, tras comprender su deshonra, pide a John que le dé órdenes, pues es incapaz de decidir por sí misma cómo actuar. Para Strindberg, esa acción es un reconocimiento de la inferioridad de su condición. Pero Ullman lo convierte en una forma de autoridad: el dominio de John sobre ella responde a la voluntad de la propia Julie. Para la directora, ni el hombre ni la mujer pueden reclamar una superioridad natural, pero sus luchas por el espacio en cualquier relación tiene grandes posibilidades de dejarles heridos a ambos.

domingo, 14 de diciembre de 2014

El teorema cero

T.O: THE ZERO THEOREM
DIR: TERRY GILLIAM
INT: CHRISTOPH WALTZ, MÉLANIE THIERRY, MATT DAMON, DAVID THEWLIS
USA, 2013, 107'







Terry Gilliam, que  comenzó su carrera creando animaciones con recortes de revistas, acaba de estrenar una película que parece elaborada con imágenes recortadas de internet: sexo a distancia, vendedores de milagros, música mecánica y repetitiva, anuncios encima de anuncios encima de más anuncios. Las calles de este Londres pseudo-futurista son la interfaz de una red: las voces se sobreponen sobre los ruidos del tráfico, los rostros que surgen uno detrás de otro en las pantallas parecen dirigirse específicamente a cada uno de los transeúntes, mientras se protegen del frio y de la lluvia con abrigos de plástico chillón: “El futuro ha llegado. Y se ha ido. ¿Dónde estabas? Llama al 897-3434”


    En la películas de Gilliam, el decorado impone su presencia a los personajes, que deben luchar para reclamar la atención del espectador en medio de un espectáculo tan llamativo. En El teorema cero, el protagonista es Quohen Leth (Christoph Waltz) un desarrollador alopécico que vive en una iglesia en ruinas y trabaja para una poderosa compañía llamada Mancom, una corporación que ejerce una autoridad cuasi-gubernamental. Quohen trabaja analizando “entidades”, magnitudes cualitativamente diferentes a los números porque según explica “tienen vida propia”. Vive en un estado de aislamiento casi total, y, a pesar del ruidoso bullicio que le rodea por todas partes, es incapaz de sentir nada que no sea un indefinido malestar, como si la sobreabundancia de estímulos le hubiera insensibilizado. Su razón de ser parece consistir en la espera de una llamada que, por alguna razón, confía que le revele el sentido de la vida. Mientras tanto, la Dirección, personificada por un sorprendentemente rígido Matt Damon, le encarga la tarea de demostrar el teorema cero, un empeño que ha vuelto medio tarumbas a quienes lo han intentado antes que él. El teorema cero sería la confirmación de que toda materia y energía terminará por destruirse por completo: la prueba final y definitiva que excluye la posibilidad de cualquier tipo de trascendencia. Todo igual a cero. 

Christoph Waltz y Mélanie Thierry en la iglesia en la que reside el protagonista
    Mientras Quohen se desespera tratando de resolver el teorema, aparecen en su casa/iglesia una serie de extraños personajes que pueden ser un instrumento de control enviado por la dirección o quizá la posibilidad de una respuesta más valiosa que su anhelada llamada telefónica. Joby (Davod Thewlis), el amistoso supervisor de Quohen, Bainsley (Mélanie Thierry), una atractiva prostituta virtual y Bob (Lucas Hedges) un genio de la informática aficionado a la pizza que es al mismo tiempo el becario veraniego y el hijo del director de Mancom. Por no hablar de una psiquiatra a distancia interpretada por Tilda Swinton, cuyo rostro aparece en la pantalla de manera sorprendente y a menudo bastante inoportuna. Todo esto produce, como viene siendo habitual en el cine de Gilliam, un efecto de acumulación y desorden, aliñado con una corriente subterránea de paranoia.

    Se puede decir, que, al igual que en su anterior película, El imaginario del doctor Parnassus, la imaginación de Gilliam supera de largo los medios de que dispone para realizarla en pantalla. Algo así no deja de ser adecuado: la película pretende transportarnos a un futuro barato, que parece usado a los dos días. Gilliam hace más agobiante la atmósfera recargando la banda sonora con timbrazos, pitidos, zumbidos y toda clase de molestos ruidos tecnológicos; desequilibrando la cámara y desplegando abruptos movimientos en diagonal por el encuadre. Hay momentos en los que la película se convierte en una experiencia sofocante, parecida a la de vivir en un futuro ruidoso y hortera, rodeado de cámaras de vigilancia y propicio a la invasión de toda clase de figuras inesperadas, reales o virtuales. El teorema cero no es no de lejos la mejor película de Gilliam, y puede que todos estos temas ya hubiesen sido  tratados de manera más satisfactoria en obras anteriores (como Bazil o Doce monos), pero su imaginación es demasiado única y afilada como para que podamos permitirnos pasar por alto cualquier muestra de su desconcertante talento.

martes, 9 de diciembre de 2014

Banda sonora: La teoría del todo (The Theory of Everything), de Jóhann Jóhannsson.

 El islandés Jóhann Jóhannsson se convirtió el pasado año en uno de las figuras emergentes de la música de cine, gracias a su misteriosa y atmosférica composición para el thriller psicológico Prisioneros, de Denis Villeneuve. Este año, su trabajo recibirá aún más atención, puesto que firma la partitura de una de las películas más comentadas de cara a los próximos premios Oscar. Se trata de La teoría del todo, una biografía del célebre  físico teórico Stephen Hawking dirigida por James Marsh. La película está basada en un libro de memorias de la primera mujer del científico, Jane Wilde. Relata su historia de amor, el diagnóstico de su enfermedad degenerativa y sus esfuerzos para enfocar su trabajo a pesar de la parálisis casi total que sufre desde entonces.

Hasta ahora, la música de Jóhannsson había estado asociado con el cine experimental: obras como The Miner’s Hymns, de Bill Morrisson o el documental Sueños en Copenague, de Max Kestler. Fuera del cine, su composición más famosa es IBM 1401 – A User’s Manual: una pieza orquestal en el que uno de los instrumentos es la computadora IBM 1401, programada en los años sesenta por el padre del músico, uno de los primeros programadores informáticos de Islandia. Está claro que para una película como La teoría del todo el enfoque debería ser diferente al de sus anteriores proyectos. Según explica el músico: “Nos decidimos por el piano como el principal instrumento porque es una película sobre un astrofísico, un cosmólogo, pero es también una historia de amor. La historia sobre la relación entre Stephen y Jane, es una extraña historia de amor en su núcleo. Necesitábamos enfatizar la emoción y la humanidad de la historia. Por supuesto, la parte científica, la física es algo muy importante en la vida de Hawking y en su personalidad, pero la relación es el verdadero corazón de la película. Yo no formulé la elección del piano: se produjo naturalmente. Cuando intento analizarlo, encuentro que es un instrumento muy preciso y expresivo. Tiene esta cualidad mecánica y matemática, lo que unifica las emociones y el aspecto humano con la parte cerebral, científica.”


Eddy Redmayne como el jóven Stephen Hawking, pensando en las estrellas
 La teoría del todo es una banda sonora que utiliza el lenguaje del melodrama de prestigio británico, con la intimidad del piano y los crescendos orquestales que aumentan el dramatismo. Jóhannnsson es un compositor de vocabulario clásico, pero que renueva la música orquestal con aportaciones que provienen de otros ámbitos más modernos, como la música electrónica. (Jóhannsson, al igual que Max Richter pertenece a esa nueva tendencia que ha sido denominada como clásica Indie) Estas tendencias no tienen protagonismo en el trabajo que nos ocupa: sin embargo, se hacen notar en el corte titulado The Spacetime Singularity, en el que la elaboración en estudio de la atmósfera crea un tono misterioso y ambiguo. “Me gusta la combinación de la música con sonidos mecanizados. Es mi sonido más característico, por decirlo de esa manera. Por ejemplo, la banda sonora que hice para Prisioneros está mucho más en esa línea, mezclo un montón de instrumentos con sonidos electrónicos. No son realmente electrónicos, se trata más bien de una grabación acústica que trato y proceso para crear esos paisajes sonoros. Me encantan esas texturas homogéneas que funciona tan bien con una orquesta en directo, de manera que casi se convierte en un único sonido” 
 

jueves, 4 de diciembre de 2014

Amour Fou

DIR: JESSICA HAUSNER
INT: CHRISTIAN FRIEDEL, BIRTE SCHNÖINK
AUSTRIA, 2014, 96'










 Es el invierno berlinés de 1811. En los salones, la alta burguesía y la aristocracia menor escucha recitales domésticos y discute acerca de las nuevas ideas políticas que se propagan por Europa, originadas en la Francia revolucionaria. Es un ambiente rígido, formalizado. Las palabras que se pronuncian parecen textos redactados cuidadosamente; las posturas y movimientos se organizan de manera deliberada, como si se dispusiesen para la mirada de un pintor. En esa atmósfera, la presencia de un poeta romántico es un acontecimiento destacable: se presenta Heinrich (Christian Friedel), autor de una obra de teatro moderadamente escandalosa acerca de una condesa, violada por el hombre al que ama mientras se encuentra inconsciente. Heinrich es un joven de aspecto cetrino, que viste ropas oscuras y cuyo semblante muestra una indefinición expresiva que oscila entre la indiferencia y el desagrado: parece encontrarse incómodo en ese mundo tan reglado, en el que se controlan de manera tan estricta las apariencias.

    Cabe imaginar que, como representante de la filosofía romántica, Heinrich recela de las convenciones sociales y prefiere los sentimientos exaltados que permiten el libre vuelo de la personalidad y la individualidad. Pero no podemos apreciar nada de eso en la triste figura que compone, desprovista de toda clase de carisma y atractivo. Si pretende huir de las banalidades de la sociedad que le rodea en busca de un absoluto, la manera en que lo hace es tan desconcertante como ridícula: “¿Estaría interesada en quitarse la vida junto a mí?” pregunta a su prima Marie, a quien dice amar, durante uno de sus encuentros formales. La reacción de ella consiste en reírse de la propuesta, considerándola poco más que una divertida excentricidad. Pero Heinrich habla en serio. Aspira a consumar el amor compartiendo su muerte con la persona amada, o, dicho de otra manera, logrando que otra persona acepte morir junto a él. Heinrich es una interpretación libre del poeta romántico alemán Heinrich von Kleist (1777-1811), autor de La marquesa de O y Michael Koolhaas, entre otras. Kleist, en un gesto característico del romanticismo, se suicidó en la afueras de Berlín junto a su compañera Henriette Vogel. “Lo que me resultó interesante es que Kleist había preguntado aparentemente a varias personas si querían morir con él. – explica la directora Jessica HausnerA  su mejor amiga, a una prima y finalmente a Henriette Vogel. Lo encontré un poco grotesco. Le daba a esta idea romántica, exagerada, del doble suicidio por amor un aspecto banal, ligeramente ridículo”. 


Birte Schnöink es Henriette

Henriette Vogel (Birte Schnöink) es la joven esposa de un funcionario, una mujer sensible a la poesía y con una gran inclinación hacia la belleza, el tipo de belleza ordenada y precisa preferida por la época y el entorno. Dedica su tiempo a elaborar coloridos arreglos florales y ameniza las veladas de sus invitados interpretando canciones melancólicas, acompañada al piano por su hija de cinco años. La presencia de Heinrich le suscita un comprensible interés, pero cuando éste le propone su plan, poco tiempo después de conocerse, Henriette reacciona en un primer momento con asombro e incredulidad. Sin embargo, el diagnóstico de una grave enfermedad hace que reconsidere la propuesta: la jóven sufre mareos y desmayos, los médicos dudan entre el origen físico o psicológico de la dolencia. Finalmente, se le diagnostica un tumor avanzado en el estómago. Heinrich termina por convencerla: le explica que él también sufre una dolencia de origen desconocido, sin nombre: la vida que le rodea le resulta completamente insoportable. El plan se pone en marcha con unos preparativos simples y banales. La motivación amorosa resulta imposible de discernir a través de sus actos: no manifiestan ninguna clase de atracción física ni emocional. Todo eso parece ser superfluo para el poeta, que busca una manifestación ideal del amor, lo que le conduce a entenderlo de una manera puramente teórica. Algo que se pone de manifiesto cuando Heinrich aparta la vista del cuerpo de Henriette, ligeramente desvestida, tras entrar en su habitación por accidente. A pesar de que se encuentran solos en una lejana posada, tras haber emprendido la huida. 
 
Heinrich (Christian Friedel) le hace a Henriette una propuesta extrema.  


    Torpe, insulso, funcionalmente impotente: el Kleist de Amour Fou es un figurón poco atractivo cuyas ansias de absoluto se manifiestan únicamente a través de un egoísmo miope. Si hay algo de ardor interno tras la anodina mirada del poeta, únicamente se deja ver a través de torpezas y situaciones ridículas de las que él no es realmente consciente o que quizás no le importan en absoluto. Porque Heinrich se comporta como si su mediocre existencia no tuviese ninguna importancia, como si la verdadera vida solamente pudiese tener lugar dentro de sí mismo, a través de ideas puras y sentimientos exaltados. Desgraciadamente para él, la directora mantiene la distancia, y los sentimientos y las ideas del poeta serán para nosotros un misterio: lo único que nos es permitido contemplar de los personajes son sus cuerpos, las posturas en que se disponen, las convenciones que emplean, la elaboración de sus discursos. “Para mí, es una paradoja que se pueda “morir juntos”. En el momento en que mueres, estás inevitablemente en soledad, y la muerte te separará para siempre de la otra persona.”
 
    
“Los médicos han descubierto un fluido que atraviesa el cuerpo y el alma – le dice Vogel a su mujer, tratando de que considere la posibilidad de que su dolencia sea psicológica – por eso las aflicciones del alma afectan al cuerpo, y viceversa”. Sin embargo, en la rígida y formal puesta en escena de Hausner, no hay ningún fluido que atraviese el mundo interior y el cuerpo de los personajes. Eso crea una tensión evidente entre el idealismo de Heinrich y el hecho de  que se vea obligado a expresarse únicamente a través de convenciones ajenas. Esta tensión no solamente afecta al poeta. Henriette se encuentra en una situación incierta, la de alguien capaz de mantener la más perfecta compostura mientras aprieta las manos a escondidas. Sea cual sea la razón de su huida (del destino fatal de la enfermedad o del asfixiante dominio de las convenciones), el refugio en la más extrema muestra de individualismo se revelará como un callejón sin salida. No hay ninguna eternidad tras el disparo, solamente dos cadáveres tendidos en el bosque, y el dolor silencioso de quienes quedan atrás. Los elevados sentimientos amorosos de Heinrich acaban pareciéndose más a una sublimación del egoísmo, cuya máxima expresión parece ser la capacidad para controlar la voluntad de otra persona. Está claro que lo que pretende Jessica Hausner es una demolición controlada y sistemática del mito del poeta romántico y de uno de sus dramas más representativos, el suicidio por amor.