viernes, 30 de enero de 2015

Análisis: Hombres en la ciudad: los policías y ladrones de Michael Mann en Ladrón, Heat y Enemigos públicos

 "Entras en una habitación donde están Michael Mann, Michael Bay y James Cameron. Tienes una pistola con dos balas. ¿A quién disparas?" "A Michael Mann. Dos veces. Para asegurarte de que está muerto" Hace unos años, dos de los más prestigiosos maquilladores de Hollywood contaban esta historia durante su visita al festival de Sitges. Refleja el consenso entre los trabajadores de la industria del cine acerca de las dificultades de trabajar con Michael Mann. Su perfeccionismo se hizo legendario desde sus inicios, y las crónicas de sus rodajes abundan en relatos de enfrentamientos, elaborados melodramas de luchas por el poder y abandonos en masa de miembros del equipo. Sin embargo, su control casi completo sobre todos los aspectos de una producción le ha proporcionó un enorme prestigio profesional, mucho antes de que su nombre comenzara a llamar la atención de los críticos y los cinéfilos. Eso se manifiesta en sus cuatro nominaciones a los premios Oscar y en el hecho de que los estudios pongan a su disposición presupuestos muchos más generosos de los que le corresponderían si se tomara únicamente en cuenta su rendimiento en taquilla. Además de eso, Mann es un artista con voz propia: “Stanley Kubrick, Eisenstein, Dziga Vertov y el cine ojo; esa es mi gran aspiración. Por eso el enfoque que doy a las películas es estructural, formal, abstracto y humanista” Ese estilo estructural, formal, abstracto y humanista necesita, para llevarse a cabo, una logística casi militar y las herramientas técnicas más avanzadas del momento, todo ello enmarcado en las prácticas de una industria fuertemente jerarquizada y con aversión al riesgo. Es evidente que la lucha por la autonomía, artística y profesional y la necesaria dependencia de la gran industria es una historia repleta de compromisos, frustraciones y atrevimientos. Este drama entre el anhelo de autonomía y la necesaria dependencia de una estructura institucional se ha reflejado en todo el cine de Mann, especialmente en la trilogía acerca de policías y ladrones, formada por Ladrón (1981), Heat (1995) y Enemigos públicos (2009). En ella, el director hace trascender los conflictos de sus personajes del entorno criminal o policial en el que se mueven para convertirlos en representantes de la condición contemporánea.

 Como el propio director, sus personajes son consumados profesionales: la mejor manera de acercarnos a sus vidas es verles practicar su oficio. Conocemos a Frank, el protagonista de Ladrón, mientras perfora las paredes de una caja fuerte con un pesado taladro industrial. . “Cuando acabé de rodar la película, - Dice James Caan, que interpreta el personaje- sabía forzar una cámara de seguridad. ¿Recuerdas la escena del principio? Me dieron un taladro magnético de 90 kilos para mí solo, cuando normalmente se maneja entre dos personas. Y allí estaban todos los ladrones que asesoraban la producción, y todos los cámaras preparados. Michael me dijo: “Adelante”, porque sabía que había practicado. Y empecé a perforar la puerta. En plena perforación, el taladro dio una sacudida y se soltó, pero lo sujeté y lo volví a colocar en su sitio. Cuando abrí las puertas de la cámara me encontré con otras dos puertas en el interior que no me esperaba.  Cogí un punzón y un martillo y rompí las cerraduras. Todos los ladrones se pusieron a aplaudir.” Es una secuencia de casi diez minutos, minuciosa y detallada: cada movimiento debe ser preciso, el tiempo está cronometrado. La identificación de Frank con su actividad de delincuente profesional tiene que ver también con su historia de aislamiento social. 

James Caan, demostrando sus habilidades como ladrón.




Frank  es un hombre criado por el estado, a través de casas de acogida, reformatorios, prisiones. En la cárcel aprendió la manera de sobrevivir: lograr que nada le importase, ni siquiera su propia supervivencia. Un compañero de celda, Okla (Willie Nelson) actuó como figura paterna y le transmitió su oficio. En libertad, ha conseguido prosperar gracias a sus meticulosos robos, pero no ha dejado de comportarse como un presidiario. Habla de manera lenta y deliberada, para asegurarse de ser entendido. Utiliza la intimidación y la violencia en situaciones cotidianas, como si no conociera otras maneras de tratar con la gente. Se ha convertido en un solitario y rechaza trabajar para otros. Aunque lleva una vida relativamente lujosa, anhela una existencia más completa. “Tengo lo mío – Le dice a Okla en una de sus visitas a la cárcel, refiriéndose a sus trabajos – pero ¿Y luego, qué?”. Al contrario que tantos otros criminales icónicos de la historia del cine, Frank se niega a convertir el trabajo que lleva a cabo en la razón de su existencia. Sus anhelos toman la forma de un collage elaborado en su celda con recortes de revistas: una casa, un coche, mujer, hijos, la figura de Okla presidiéndolo todo. “Frank tiene sueños burgueses, lo cual es perfectamente normal en un inadaptado que ha vivido en la cárcel desde los 15 a los 30 años. No conoce los rituales de cortejo; ni siquiera sabe cómo funciona una máquina de tabaco. (…) En la cárcel, los reclusos carecen de la mayoría de los instrumentos de autoexpresión. La privación es tal que los detalles más insignificantes de la vida, la forma de hablar,  de sentarse, de plancharse la raya de los pantalones, se convierten en iconos vitales, en expresiones de la identidad individual, de quien es y quién es cada cual.”

No hay demasiadas posibilidades de pasar desapercibido con unas habilidades como las suyas en el submundo criminal de Chicago. Aparece Leo (Robert Proski), un viejo mafioso de aspecto desconcertante, entre amenazador y benéfico. Leo quiere que Frank trabaje para él, pero éste no tiene intención de permitir que nadie controle su destino. Lo que realmente desea Frank es asentarse con Jessie (Tuesday Weld), una camarera que comparte un pasado oscuro. Frank pretende que Jessie encarne a la mujer que ha recortado de una revista para elaborar el collage de sus sueños, y quizá más tarde completarla con un par de niños y un perro. La relación funciona porque ella, que mantuvo una desagradable relación con un traficante de drogas, comprende lo que significa mirar la vida normal desde los márgenes. Una noche, en una cafetería nocturna, Frank abre toda su vida ante Jessie: cuenta sus años de cárcel, explica la mentalidad que le hizo sobrevivir a ellos y que le ha convertido en la persona que es ahora: “No te tiene que importar una mierda si vives o mueres. Tienes que llegar a alcanzar el nivel en el que nada significa nada. (…) Supe que iba a sobrevivir cuando logré alcanzar ese estado mental.”  Pero Jessie tiene un problema a la hora de encajar en el collage: no puede tener hijos. Los servicios de adopción oficiales no son muy receptivos a la solicitud de un ex convicto, así que Leo aprovecha la situación para ofrecerle a Frank un bebé a cambio de sus servicios.  De esta manera, Frank está ahora en manos de Leo, y lo que es peor para su filosofía, tiene algo que sí le importaría perder.


La noche en Chicago es una oscuridad punteada por destellos en Ladrón

Ladrón es una película situada en la transición entre dos épocas. Participa del realismo rugoso de los policiacos de los años setenta, que contrasta con la estilización de los reflejos del neón y la música electrónica que caracterizarían el cine de la década que comenzaba. Los sintetizadores de Tangerine Dream aportan a la película un sonido mecánico y frío, la imagen más representativa de la cinta es un Chicago nocturno en el que los carteles luminosos y la iluminación urbana se reflejan en la oscuridad del asfalto, creando el efecto de un túnel oscuro atravesado por destellos  de neón.  En ese laberinto, Frank descubrirá que su delicada paternidad y el resto del collage de sus sueños están en manos de Leo, que confía en dominarle gracias a ello. En esa situación, Frank tiene que volver al estado en el que “nada significa nada”. Quema su tienda de coches usados. Despierta a Jessie en la noche, le da dinero y la obliga a huir. Después, hace explotar su casa. Está preparado para el enfrentamiento final. Irrumpe en la casa de Leo y se deshace de él y de sus esbirros, que mueren entre cartones de leche derramados y la programación nocturna de televisión. Cuando termina, desaparece en la oscuridad de la pantalla, convertido en un hombre sin atributos. ¿Qué ocurre después? En el comentario del dvd, Mann y Cann no consiguen ponerse de acuerdo. El actor prefiere ser optimista respecto a la suerte de su personaje: un hombre con la determinación de Frank podría recuperar todo lo que perdió haciendo lo que fuese necesario. Sin embargo, el director es más pesimista: “¿Adónde va? A ninguna parte”

Frank es el personaje favorito de James Caan en toda su carrera.
 Es la historia de un hombre que busca un lugar en el mundo más allá de su eficacia profesional, pero que se ve obligado a renunciar a todos sus vínculos simplemente para sobrevivir. La atmósfera del rodaje debió ser realmente curiosa. Algunas noches, los policías y ladrones que asesoraban a la producción se reunían para tomar algunas copas: muchos de ellos habían crecido juntos, estudiado juntos, incluso venían de las mismas familias. “Es como en mi barrio- recuerda Caan- La gente no se da cuenta de que no es lo normal que un hermano se haga ladrón y el otro policía”. Los ladrones disfrutaban fanfarroneando ante los policías de los robos que habían cometido, dado que los delitos ya habían prescrito. Estaba John Santucci, entonces en libertad condicional, que  proporcionó las sofisticadas herramientas con las que Frank lleva a cabo sus golpes y enseñó a James Caan a manejarlas. Además, interpreta un pequeño papel en la película, el del sargento Urizzi, un policía violento y bocazas que persigue a Frank con muchos aspavientos y poca eficacia. Santucci disfrutó a partir de entonces de una breve carrera en el cine y la televisión que declinó a principios de los 90, lo que le hizo regresar a la vida criminal. Estaba Dennis Farina, en su primera aparición en el cine después de dieciocho años ejerciendo de policía en Chicago. Interpreta brevemente a uno de los matones a sueldo de Leo, más tarde se convertiría en uno de los rostros inconfundibles del cine norteamericano, normalmente en papeles secundarios de policía o delincuente. Otro de los policías era Chuck Adamson, que aparece brevemente en una escena,  y que más tarde se dedicó a escribir para el cine y la televisión (entre otras cosas, la serie Crime Story, producida por Michael Mann y protagonizada por Dennis Farina) y continuó ejerciendo como asesor de Mann. La manera más decisiva en la que Adamson influyó en la carrera de Mann fue contándole una vieja historia que le había ocurrido a principios de los años sesenta.

Trataba acerca de un ladrón llamado Neil McCauley, un delincuente introspectivo, hábil e inteligente que a sus cuarenta años había pasado más de la mitad de su vida adulta en prisión. A pesar de ello, no tenía ni la más mínima intención de cambiar de oficio. En 1963, McCauley y Adamson, que ya llevaba unos meses siguiéndole el rastro, se encontró inesperadamente con él mientras recogía la ropa de la lavandería. Su reacción fue invitarle a tomar un café. El ladrón aceptó. “-¿Por qué no te vas a otra parte a montar líos?”  Le preguntó Adamson “-Me gusta Chicago” Le respondió  McCauley “-Te das cuenta de que un día vas a estar dando un golpe y yo voy a estar allí. -Bueno, míralo por el otro lado. Puede que yo tenga que eliminarte. -Estoy seguro de que volveremos a vernos.” Un año después, ambos hombres volvían a verse. McCauley atracaba un supermercado sin saber que, en el exterior, los hombres de Adamson esperaban su salida. Durante la huida, McCauley fue abatido por Adamson en el jardín de una casa cercana. Esta historia obsesionó a Mann durante casi dos décadas. La introdujo en un capítulo de Crime Story, rodó con ella un telefilme de 1989 llamado L. A. Takedown. Finalmente, gracias al éxito de El último mohicano, Mann pudo rodar en 1995 la que se convertiría en su película más representativa: Heat. Robert de Niro sería McCauley y el policía, llamado ahora Vincent Hanna, lo interpretaría Al Pacino.

Robert de Niro como Neil McCauley

Hanna aparece en el escenario de un atraco llevado a cabo por la banda de McCauley. Un furgón blindado ha volado por los aires, los cuerpos de los guardas están tendidos sobre el asfalto, acribillados. A unos centenares de metros se encuentra la ambulancia en la que los ladrones han huido, quemada. Las ropas, las máscaras que llevaban, también aparecen quemadas. Se han llevado 1’6 millones en bonos al portador, la calderilla ni la han tocado. “Porque no han tenido tiempo – Reflexiona Hanna en voz alta- Iban cronometrados. O sea que sabía cuánto nos lleva responder a un 211. Nos tenían controlados, nos han inmovilizado: han entrado y han escapado en menos de tres minutos. Este es un buen sitio, hay buenas vías de escape, dos autopistas en medio kilómetro.” Hanna se comienza a animar en su recorrido por los restos del crimen, estimulado al reconocer las huellas de una mente organizadora. Alguien le pregunta si reconoce el modus operandi. “¿Su modus operandi? Es que son buenos. Una vez cometido el asesinato, después de matar a dos guardas, no han dudado, se han cargado al tercero. Porque ¿Qué diferencia hay?”

Hay enormes diferencias entre estos dos personajes. McCauley dispone de las vidas ajenas en función de un cálculo entre los beneficios y los riesgos, Hanna contempla a menudo las consecuencias de esa clase de violencia , lo que le deja una huella profunda. McCauley es silencioso y taciturno, prefiere confundirse en el anonimato de la multitud. Vive en una lujosa mansión sobre una colina desde la que le gusta contemplar el tapiz luminoso que es la ciudad de Los Ángeles por la noche. Las paredes de la casa están desnudas, y no hay mueves en las habitaciones. No hay nada, en realidad, que McCauley no pueda llevarse consigo si tiene que huir inmediatamente. Su código se basa en una máxima que repite a menudo: “No te ates a nada que no puedas abandonar en treinta segundos si la pasma está a la vuelta de la esquina”. Hanna habla y se mueve rápido, agita las manos de manera expresiva. Está pasando por una crisis en su tercer matrimonio, una relación a la que dedica tan poco espacio en su vida que el único objeto personal que tiene en la casa que comparte con su mujer y la hija adolescente de ésta es un viejo televisor. Son muy diferentes, pero comparten una misma condición: la del profesional moderno, al que las exigencias de flexibilidad y movilidad que le impone su actividad le suponen unas presiones insoportables en su vida privada. “Los dos se conocen bien. Ninguno se engaña. Hanna sabe perfectamente quien es: conoce sus errores y es consciente del dolor que causa a su familia. McCauley tiene un enfoque de la vida rígido y casi marxista, cree que es libre de todo lo que heredó por nacimiento, que las circunstancias pueden modificarse. Ese pensamiento tiene una trágica consecuencia: su lema “no te ates a nada”. Pero dentro de su disciplina McCauley es tan plenamente consciente como Hanna.”



Cada atraco de la banda de Mccauley es una coreografía compleja y violenta
El escenario es la ciudad de Los Ángeles, un lugar de atmósfera azulada lleno de reflejos metálicos. Desde una cierta altura, la ciudad se convierte en un conjunto abstracto: un tapiz de luces cuando McCauley la contempla desde su balcón o una cuadrícula de bloques de hormigón y acero cuando Hanna la recorre en el helicóptero de la policía. Es un punto de vista propicio para planificar los movimientos, establecer los tiempos, diseñar las rutas, también  para controlar a sus rivales. Pero con los pies en el asfalto, el entorno se convierte en algo vivo y agresivo, repleto de fuerzas y superficies que ejercen una resistencia. Un lugar en el que los planes pueden resultar comprometidos por un nuevo miembro del grupo demasiado aficionado a la violencia, o en el que una intervención sorpresa puede convertirse en una batalla en plena calle de resultado incierto y de control imposible. Durante la película, ambos personajes cambiaran sus posiciones, alternarán la condición de observador y observado.

Mann tiene su propio modus operandi. Una de las escenas más  recordadas de Heat ocurre cuando McCauley atraca un banco y Hanna, que ha recibido una información al respecto, le espera en la salida. Su encuentro convierte el centro de Los Ángeles en un campo de batalla. “Esa escena surgió a partir de la coreografía, y no fue diferente a coreografiar una danza. Ensayamos en tres campos de tiro que pertenecían al departamento del Sheriff del condado de Los Ángeles. Construimos una maqueta a escala real de la localización en la que íbamos a rodar, con bultos para marcar los coches aparcados que iba a haber, los buzones de correos, cada punto en el que De Niro, Val Kilmer o Tom Sizemore iban a buscar refugio mientras se movían de un lugar a otro. Cada actor recibió entrenamiento con las armas a la manera que lo recibiría alguien en el ejército, durante muchos días, con normas de seguridad muy rígidas, hasta el punto que el manejo seguro y hábil de esas armas se volvía reflexivo. Entonces, como culminación, compusimos la acción para la cámara con los actores disparando munición real hacia objetivos fijados mientras se movían en esos ensayos. La confianza que surgió en esas preparaciones extensas – todas partiendo de un punto dramático básico – significaron que cuando estábamos finalmente rodando en 5th Street, disparando balas de fogueo, cada hombre tenía la habilidad exacta y precisa del personaje que representaba.”


A esas alturas de sus existencias, tanto Hanna como MCauley han vivido suficientes experiencias como para saber que la pregunta que atormentaba a Frank (Tengo lo mío… Pero ¿Y luego, qué?) no tiene demasiado sentido. “Yo hago lo que mejor sé hacer, robar –dice McCauley – Y tú haces lo mejor que sabes hacer: tratar de detener a tipos como yo.”  Se dedican a sus oficios con un celo que roza lo existencial, como si sus actividades profesionales fueran lo único capaz de definirles como seres humanos. Aún así, Hanna no deja de ocuparse de la hija adolescente de su mujer, incluso sabiendo que sus atenciones serán insuficientes.  McCauley vulnera sus propias reglas cuando comienza una relación con Eady, una diseñadora gráfica que trabaja en una librería. Y la propia determinación férrea de los protagonistas acabará resultando reveladora de sus debilidades. Cuando McCauley abandona a Eady, sin una palabra, cuando se siente perseguido, lo hace en función de su disciplina autoimpuesta, pero también para evitar involucrarla en las dificultades de su vida criminal: es un acto de amor, que le resulta un sacrificio doloroso. Y cuando Hanna persigue a McCauley  por los alrededores de las pistas del aeropuerto, emplea todas sus capacidades no solamente porque desee resolver el caso, sino porque el respeto que siente hacia un adversario tan poderoso como McCauley le obliga a emplear sus mejores capacidades. No es extraño, por tanto, que después de dispararle, Hanna se acerque al agonizante McCauley para compartir con él un último gesto, un último momento, como si ambos supieran que la condición que les ha unido es el vínculo más serio que han tenido con otro ser humano en todo ese tiempo. 



Otra versión de este conflicto, más romántica y estilizada, se desarrolla en Enemigos Públicos (2009). El héroe es John Dillinger (Johnny Depp), famoso durante los años de la depresión gracias a sus espectaculares atracos. Como profesional, sus herramientas preferidas son los potentes motores V8 de los vehículos que salían de las factorías de Detroit, cada vez más rápidos: Dillinger es por encima de todo, un profesional de la huida. Mann nos lo presenta in media res, ayudando a salir de  prisión a sus compañeros de banda. Es una de las fugas carcelarias que le hicieron tan legendario como sus atracos. La herramienta preferida de Mann en este caso es una nítida cinematografía digital con la que pretende evitar la lejanía temporal de toda reconstrucción de época y sumergir al espectador en el presente de los años treinta, el vértigo de la velocidad provocando las emociones de lo completamente nuevo. “Nuestra era digital es más vieja para nosotros de lo que era para Dillinger el viaje a alta velocidad. Podía llevar a cabo grandes atracos en un periodo de diez días, empezando en Minnesota,  saltando a Indiana, después corriendo a Tucson para tomar un descanso. Su capacidad de hacer eso no tenía más de cinco años” 

Hay, sin embargo, un aspecto que diferencia a Dillinger de los anteriores protagonistas de Michael Mann. Dillinger cultiva una personalidad carismática, y aprovecha al máximo  su aspecto y maneras de estrella. El momento era propicio. En el clima social de la depresión, el atracador contemplado como una especie de héroe popular, un proscrito solitario y romántico que desafiaba a las autoridades y se vengaba de esas instituciones a las que muchos veían como responsables de su miseria: los bancos. A pesar de buscar principalmente su propio beneficio, Dillinger y algunos de sus contemporáneos se convirtieron en modernos Robin Hood, personajes de baladas folclóricas. Dillinger cultiva activamente esa imagen, desplegando su carisma en sus propios atracos (“Guárdeselo. No queremos su dinero, sólo el del banco”, le dice a un hombre que le acerca un billete y unas pocas monedas de su bolsillo), bromeando y fanfarroneando con la prensa que se acerca a recibirle en algún ingreso en prisión (“-¿Cuánto tarda en atracar un banco?  –Un minuto cuarenta segundos. Exactos.” ), prestando atención a la mitología de la delincuencia que por entonces estaba creando Hollywood. Es una forma de vanidad, por supuesto, pero también una herramienta profesional. Le permite contar con la benevolencia popular  para facilitar sus huidas, le permite encontrar fácilmente un refugio para él y para su banda. Normalmente gracias a la ayuda de mujeres, alguna granjera viuda que le pide que le lleve con ellos, o algún burdel donde la banda pueda recibir la atención de sus pupilas. Cuando otro delincuente le propone participar en un secuestro, Dillinger se niega, porque esa clase de crimen dañaría su imagen heroica. ¿A quien le importa lo que piense la gente?, le preguntan. “A mi me importa lo que piense la gente. Me escondo entre ellos.”

Eventualmente, sus fortalezas se convirtieron en debilidades. Su facilidad para huir de un estado a otro dejó en evidencia a las fuerzas estatales de policía, propiciando la creación de una organización federal: el FBI. La popularidad de Dillinger hace que se convierta en una prioridad para su director, el maquiavélico J. Edgar Hoover, deseoso de afianzar su poder. Hoover, como Dillinger, está obsesionado por su imagen y la de su organización. No se separa de su publicista  y tiene cierta facilidad para regalar titulares grandilocuentes a la prensa, declarando “la primera guerra de  Estados Unidos contra el crimen” o calificando a Dillinger como “el enemigo público número uno”. La tarea de terminar con él se le encarga a Melvin Purvis (Christian Bale), otro concienzudo profesional que se dispondrá a emplear una combinación inestable de metodología científica y violencia despiadada. La tenue frontera entre una y otra se irá convirtiendo en algo perturbador para el agente de la ley. 


Dillinger es un bandido romántico.

--> La fama también le ocasionará problemas con una organización poderosa y técnicamente avanzada, aunque esta vez en el otro lado de la ley. Dillinger se ha vuelto demasiado famoso para que sus contactos del crimen organizado se arriesguen a ayudarle. Uno de ellos le hace pasar a una centralita donde varias filas de telefonistas atienden llamada tras llamada: la mafia ha centralizado el control de las apuestas de todo el país. “Cada uno de esos teléfonos gana en un día lo que sacas del mayor de tus atracos”. Por supuesto, se han hecho arreglo con la policía, arreglos que la presencia del “enemigo público número uno” podría poner en peligro. “Así que el sindicato tiene una nueva política. A los tipos como usted, no les vamos a blanquear el dinero ni los bonos nunca más.  No volverán a esconderse en nuestros burdeles nunca más. Ni armeros, ni médicos, ni refugio ¿Entendido?”

La sugerencia de que los bandidos románticos pertenecen al pasado no deja mucha huella en los pensamientos de Dillinger. De todas formas, nunca se había preocupado demasiado por hacer planes de futuro. Algo así se ve claramente en su relación con  Billie Frechette (Marion Cotillard).  Frank y McCauley no dudaron en deshacerse de sus parejas en un solo instante cuando las cosas se ponían feas, en escenas que eran demostraciones de la preponderancia de su mentalidad individualistas a la vez que actos de amor: una renuncia dolorosa para evitar arrastrar en su caída a la persona a la que aman. Dillinger, siempre tan romántico, se une a BIllie sin reservas, sin ningún código autoimpuesto. Sus encuentro y sus llamadas telefónicas tendrán un papel importante en el seguimiento que le hace el FBI, pero eso a él parece no importarle. Llegado ese momento, los movimientos de Dillinguer parecen adquirir un aspecto nihilista: el de una pura energía sin propósito definido cuyo único fin parece ser continuar en movimiento, aunque en el fondo sepa que está condenado a extinguirse. “Una ironía que me atrajo era que, aquí está un tipo que hacía una planificación formal, que tenía un planteamiento muy metódico de cada uno de sus golpes, pero que se había embarcado en un viaje hacia ninguna parte específica. No tenía un objetivo fijado. No había plan en su vida, en el sentido que lo tenían Butch y Sundance, que habían dicho ‘Una vez que consigamos X cantidad de dinero, o esto se vuelva demasiado peligroso, nos vamos a Sudamerica’ No creo que la película logre transmitir esto. Ese punto se me escapó. Si estuviera haciendo la película de nuevo, quizá escribiría un guión completamente diferente.”

A partir de entonces, la película emprende una huida sin destino. Los acontecimientos, a pesar de resultar enormemente vívidos y precisos, se producen como una sucesión de momentos sin una conexión definida. Las luces y los sonidos adquieren protagonismo por encima de los personajes y de sus palabras. En ese momento de su carrera, Mann estaba considerado  un estilista de la imagen digital, un director más preocupado por la superficie y los destellos de sus imágenes que por los personajes y sus acciones. Algo que no es exactamente adecuado tratándose de alguien que dedica tantos esfuerzos a la documentación, a la investigación, a la creación de la ambientación correcta. Es posible que Mann sintiese la necesidad de enfrentarse con un enfoque manierista a una historia que ya había rodado dos veces.

En cualquier caso, Enemigos públicos cierra una trilogía informal (más de una década separa cada una de estas películas) en las que se examina el conflicto entre el individuo y el colectivo, entre el profesional moderno y el mundo para el que trabaja. Un conflicto que forma parte de la vida moderna, y que el propio director, sin duda, ha experimentado a través de su posición en un medio tan jerarquizado y tecnológico como el cine de Hollywood. Para afrontar ese conflicto, se necesita asumir responsabilidades y afrontar riesgos. La necesidad de dedicarse de manera monacal a un oficio, haciendo difícil o imposible cualquier clase de relación personal. La obsesión por dominar la tecnología o la metodología de manera que acaban por convertirse en un fin en sí mismas, perdiéndose de vista los fines para los que se emplean. La ilusión del control. Las dificultades de escapar del poder de un sistema mucho más poderoso que uno mismo, por muy fuerte que se sea. La tentación de aceptar el trabajo equivocado para las personas equivocadas. O, por el contrario, la continua amenaza de verse relegado a los márgenes, a la oscuridad, a la insignificancia. La posibilidad del nihilismo, del movimiento continuo, sin propósito, sin destino.

domingo, 25 de enero de 2015

Whiplash

DIR: DAMIAN CHAZELLE 
INT: MILLES TELLER, J.K. SIMMONS
EEUU, 2014, 107'




“Abundan las películas que tratan de la alegría en la música. No obstante, como joven baterista en una orquesta de jazz de un instituto que era más bien del estilo de un conservatorio de música, el sentimiento que experimenté más a menudo era otro diferente: el miedo” Damian Chazelle presenta de esta manera su primer largometraje, con el que ganó el festival de Sundance de 2014. Whiplash es una película sobre el agotamiento de las largas horas de ensayos, sobre las baquetas rotas y la sangre en los nudillos. Su protagonista es Andrew (Milles Teller), un joven de 19 años que sueña con ser uno de los grandes del jazz: su modelo es el espectacular baterista Buddy Rich. Andrew estudia en el mejor conservatorio del país, y tiene vagos anhelos románticos acerca de perseguir la grandeza y huir de la mediocridad. Una mediocridad que asocia con la vida de su padre, un hombre que dejó atrás sus ambiciones literarias para convertirse en profesor de instituto. Un día, Terence Fletcher (J. K. Simmons) el legendario director de la prestigiosa banda del conservatorio, le elige para formar parte de ella. Durante un par de días, Andrew flota en una nube. Se atreve a pedirle una cita a esa chica a la que hasta entonces solamente había contemplado desde una distancia. Entonces, comienza los ensayos.

    Fletcher, invariablemente ataviado con una ceñida camiseta negra y una americana del mismo color, se presenta como una especie de villano sobrenatural, alguien que anuncia su presencia con estruendo y concentra sobre sí mismo toda la atención posible. Chazelle le dijo a Simmons que lo que quería era “un animal, una gárgola, nada humano”; el actor emplea para ello toda la expresividad de las gruesas arrugas de su rostro, cuyos pliegues adquieren una expresividad irónica y burlona. Fletcher se comporta como una combinación de sargento de instrucción y cómico de insultos, su metodología docente consiste en humillar y atemorizar a sus músicos, algo que hace con ritmo verbal afilado y preciso: la banda es suya y cada nota fuera de lugar le parece un intento deliberado de sabotear su trabajo. No hay límites para Fletcher, que prodiga insultos raciales y agresiones físicas con aterradora constancia. Su conjunto favorece los temas rápidos y las percusiones espectaculares: parece concebir la música como si fuese un despliegue de actividades técnicas más que de cualquier clase de sensibilidad, algo desde luego bastante acorde con sus métodos cuasi-militares.



    Al otro lado de los platos, Milles Teller modula a la perfección cada uno de los estados de ánimo de Andrew, permitiéndonos leer en su rostro y en sus movimientos las más mínimas oscilaciones de su ego. Fletcher emplea con él una variante particularmente sádica de la técnica del palo y la zanahoria, ablandándole el ánimo en privado, humillándole en público poco después. Gracias a Teller, Andrew es un personaje transparente, que deja ver desde el primer momento cada una de sus vulnerabilidades, sus esfuerzos por dejarlas atrás. Sonríe en busca de complicidad hacia Fletcher, se queda inmóvil de estupor cuando la agresividad de éste se hace evidente, deja que los pedazos de su autoestima se hagan visibles en si mirada al suelo y en la torpeza de los movimientos, se esfuerza en adquirir la dureza necesaria, aislándose en la sala de ensayos durante horas como si se hubiese convertido en una máquina de aporrear platos. Durante todo ese proceso, su aislamiento de cualquier cosa que no tenga que ver con la batería se va intensificando: cuando Andrew corta con su novia porque la considera “una distracción en su camino para alcanzar la grandeza”, Chazelle rueda la escena con la distancia suficiente para hacernos ver que el comportamiento de Andrew comienza a adentrarse en lo lunático.


    
Chazelle interpreta el enfrentamiento entre el músico y su mentor/némesis en clave de comedia, algo que se puede ver a través de la exagerada caracterización de Fletcher y también en la pendiente hacia el exceso por la que circula a menudo la película. Gran parte de la eficacia de Whiplash a la hora de crear tensión a la vez que posibilidades de comedia se debe a la ambigüedad de su tono, una ambigüedad que no llegará a resolverse. ¿Es una cinta sobre la relación entre un mentor y un discípulo en la que la dureza del aprendizaje se revelará necesaria para el triunfo final, como Karate Kid? ¿Es un descenso a los infiernos en el que la perfección artística  se va convirtiendo primero en obsesión y después, en locura, como Cisne negro? ¿O es la historia de un líder explotador que terminará provocando una reacción violenta y vengativa, como La chaqueta metálica? Todas estas posibilidades están presentes en cada uno de los giros de la trama, en cada uno de los tensos silencios de Fletcher que anticipan el siguiente estallido de violencia verbal o física. Chazelle imprime a la película un ritmo sincopado, en el que las imágenes se suceden gracias a un montaje que replica la cadencia de los golpes de batería de Andrew, o de la agresividad verbal contundentemente rítmica de Fletcher.

J.K. Simmons es el terror del conservatorio
   Narrativamente, sin embargo, la película sigue una línea más definida: poco a poco se va configurando como una película de deportes, una sucesión de competiciones y de agotadoras secuencias de prácticas en las que los aspectos físicos de la interpretación musical están destacados por la agresividad del montaje. Un instrumento como la batería es ideal para esta clase de enfoque: requiere fuerza y habilidad física, y algunas valoraciones acerca del ritmo pueden someter a unas consideraciones objetivas. Aún así, resulta tremendamente desconcertante este enfoque atlético-circense de la interpretación musical, en el que la preparación del artista consiste en aislamiento y agotadoras sesiones de ensayos, y cada actuación ante el público es una competición. Por mucho que a los personajes les guste hablar de grandeza, existe mediocridad en su planteamiento: desconcertados ante los aspectos más emocionales y subjetivos de la música, se concentran en lo único que pueden examinar con objetividad, es decir, el puro dominio de la técnica.

Es la clase de mentalidad que acaba conduciendo a la amargura a tantos virtuosos de conservatorio que luego se lamentan de que la gente prefiera escuchar alguna melodía sencilla y agradable. Fletcher parece creer que, a pesar de su execrable comportamiento, el método de Fletcher puede hacer surgir a algún nuevo Charlie Parker. Pero Parker era un músico, no un artista de circo, y es poco probable que hubiese podido revolucionar la música si hubiera tenido que someter cada nota que tocaba a las precisas indicaciones de un instructor militar. A pesar de ello, la concisión narrativa (toda la dramaturgia está centrada en la relación entre los dos personajes) y la divertida distancia dramática convierten a Whiplash en una película enormemente disfrutable. Su énfasis en el sufrimiento y en los aspectos puramente físicos del arte ofrece un punto de vista  original y su desarrollo, a pesar de los excesos, está tan bien medido que termina por lograr algo casi imposible: que un solo de batería de nueve minutos acabe por tener no solo justificación narrativa, sino resonancia dramática.

sábado, 17 de enero de 2015

Leviatán

T.O: Левиафан
DIR: ANDREY ZVYAGINTSEV
INT: ALEKSEI SEREBRYAKOV,
ELENA LYADOVA
RUSIA, 2014, 141'










Es una pequeña ciudad en el noroeste de Rusia, a las orillas del ártico. Kolya (Aleksei Serebryakov), un mecánico local, vive en una hermosa casa de madera desde la que se domina el gélido y pétreo paisaje bañado por el mar de Barents. Heredó la propiedad de su familia, que la había construido algunas generaciones atrás, cuando el lugar era un pueblo de pescadores. El corrupto alcalde de la ciudad está impresionado por el terreno y el paisaje, y quiere demoler la casa de Kolya para construirse una mansión, o un centro de comunicaciones, o cualquier otra cosa. Es un tipo oscuro y amenazante, se dice que tiene sangre en las manos, y no duda en emplear métodos fuera de lo legal. Normalmente, sin embargo, le basta con aplicar la más estricta legalidad, porque cuenta con un rígido sistema de autoritarismo vertical a su disposición para ejecutar cualquiera de sus deseos. Así que Kolya tiene poco que decir acerca del destino de lo que considera su casa. Vladimir Putin hace un cameo a través del retrato oficial que preside el despacho del alcalde, y si bien la película es una airada acusación contra el régimen autoritario que actualmente ocupa el poder en Rusia, Zvyagintsev apunta más alto en su denuncia acerca de la arbitrariedad del poder y de la ausencia de justica: hacia la misma naturaleza humana, o hacia cualquier cosa que esté por encima de ella, sea un rígido determinismo material o simplemente el azar más ciego e irreducible.

    La película está rodada con una gran precisión visual pero con una notable dispersión dramática. Leviatán mantiene un tono solemne y distante a través de unos encuadres calculados para mostrar la abrumadora escala de la naturaleza: una escala inabarcable en lo espacial, con la superficie del mar extendiéndose hasta donde no llega la vista; e inabarcable en lo temporal, con el blanco esqueleto de alguna bestia marina brillando en la playa como el vestigio de una era lejana. Sobre estas coordenadas, la película desarrolla unos desconcertantes cambios de tono, adoptando sucesivamente la forma de un proceso judicial kafkiano, una sátira política, un retrato costumbrista regado por el vodka (En un picnic familiar que combina prácticas de tiro y alcohol, los viejos retratos oficiales de los líderes soviéticos acaban siendo usados de diana. ¿No tienes alguno más actual?, pregunta Kolya), un denso drama matrimonial y finalmente una desoladora tragedia existencial para la que el calificativo de pesimista se queda corto. En realidad, Leviatán no trata acerca de un enfrentamiento entre el mecánico y el alcalde: el balance del poder entre ambos está demasiado desequilibrado como para que se pueda hablar de un enfrentamiento. Lo que realmente narra la película es la posibilidad de la aceptación de la injusticia, la injusticia de un gobierno corrupto o la de una naturaleza indiferente cualquier consideración moral.

domingo, 11 de enero de 2015

Mr. Turner

DIR: MIKE LEIGH
INT: TIMOTHY SPALL, DOROTHY ATKINSON
U.K, 2014, 150'

  Joseph Mallord William Turner (1775-1851), probablemente el más famoso pintor inglés de cualquier época, fue “un hombre muy poco interesante sobre el que escribir” – según A.J. Finberg, su biógrafo de comienzos del siglo pasado – “sus virtudes y defectos son muy grises. Todo lo que hay de interesante en él está en su obra.” Mike Leigh, por el contrario, ha encontrado material dramático precisamente en las contradicciones entre la personalidad tosca y la apariencia vulgar del hombre y la sensibilidad con la que el pintor contemplaba el mundo. Además, la vida de Turner le sirve a Leigh como un pasadizo por el que acceder al Londres de la primera mitad del siglo XIX, una época y un lugar reconstruidos, como es habitual en el director inglés, con un notable grado de detallismo.
 
    Mr. Turner (Timothy Spall) es una presencia contradictoria, una figura corpulenta cuyas energías parecen empujarle en direcciones opuestas. Recorre los campos, las playas y los acantilados como un peregrino silencioso, examinando cada efecto de la luz, cada impresión de la niebla o del oleaje. En sus relaciones humanas se comporta de manera tosca, ruda, a veces insensible: es un hombre que utiliza a su sirvienta para desahogarse sexualmente y que se niega a reconocer la existencia de sus hijas. Su presencia física, voluminosa y excéntrica, está desprovista de cualquier clase de equilibrio o armonía. Su rostro parece esconderse tras una acumulación de pliegues bulbosos que no siempre se coordinan para formar algo parecido a una expresión. Su manera preferida de comunicarse parece consistir en el empleo de sonoros carraspeos, empleados con tanta frecuencia que llegan a convertirse en un rasgo de carácter. 

Timothy Spall

Mike Leigh es un director realista, lo que en su concepción del término significa la exploración detallada de las circunstancias sociales, económicas y laborales que dan forma al carácter de los personajes.  En este caso, esa exploración se lleva a cabo a través de una sucesión de secuencias cotidianas cuya relevancia narrativa y dramática parece tenue hasta que, al tomarlas en su conjunto, revelan un retrato preciso y matizado del artista. La película comienza cuando su protagonista ya es un hombre de mediana edad enfrentándose al último tercio de su vida. Rondando la cincuentena, Turner está asentado: posee una buena casa y una galería para exhibir sus obras, expone regularmente en la academia y goza de un prestigio considerable. Su padre (la persona con quien mantiene una relación más estrecha en su vida y cuya muerte le sumió en una profunda depresión) fue un barbero londinense. Su madre, enferma mental, acabó sus días internada.

La pintura le proporcionó éxito y fama desde muy joven: antiguo niño prodigio, el pintor ya formaba parte de la academia a los veintiún años. Sin embargo, Turner nunca oculta las huellas de sus orígenes humildes: su falta de refinamiento lo hace  tan célebre como su sensibilidad pictórica. Cuando unas damas a quienes retrata se asombran de la suciedad que el pintor tiene bajo sus uñas, Turner escupe sobre el lienzo ruidosamente, convirtiendo su propia zafiedad en un espectáculo. Parece sentir cierta resistencia a adoptar las costumbres sociales de las personas con quienes se relaciona gracias a su éxito y a su fortuna.  Parte de su excentricidad proviene de su condición de desclasado: en realidad, Turner se siente más cómodo cuando se rodea de personas menos sofisticadas, como la señora Booth, la posadera de Margate que se convertirá en su última amante y con quien le veremos compartir unas reticentes muestras de afecto.

Un artista de la naturaleza.

Como es lógico, la película dedica una parte considerable del metraje al oficio del protagonista. Turner aparece por primera vez ante nosotros como una silueta en un paisaje, absorto en la contemplación de la naturaleza mientras esboza en su cuaderno con un carboncillo. (La propensión  contemplativa de Turner permite a Dick Pope, el director de fotografía habitual de Leigh, crear una gran variedad de  efectos atmosféricos, lo que da a esta película una enorme capacidad de asombro visual, lejos por tanto de la habitual sobriedad realista del director) Este inveterado observador llega a amarrarse al mástil de un barco a fin de contemplar detalladamente los efectos de la tormenta. Después de la observación, el pintor se refugia en su estudio y se esfuerza por reproducir en el lienzo los estados del aire, del agua, de la luz, de la tierra: su pintura es material, con pinceladas visibles y voluminosas. A veces incorpora sustancias extrañas a sus cuadros: no solamente escupiendo, también arrojando harina de cocinar a la pintura, algo que convierte en un numerito durante una de sus exhibiciones en la academia. A medida que avanza la película y Turner envejece, sus obras presentan unas formas cada vez menos definidas, figuras que se asemejan a grandes manchas sin contornos precisos. La independencia económica le permitía seguir sus propios caminos creativos, a menudo a espaldas de los gustos de su época.
Dorothy Atkinson es Hannah Danby, el ama de llaves de Turner.
Todos los detalles de la época, exhaustivamente recogidos (hay una persona acreditada en los títulos principales en la tarea de investigación) se conjugan sutilmente para proporcionar una experiencia de inmersión en la Inglaterra del siglo XIX. La sonriente cabeza del cerdo asado sobre la mesa, la cotidianeidad con la que se menciona la mortalidad infantil o el asombro que producen las primeras apariciones del vapor o del ferrocarril son detalles capaces de transportarnos a la época. El uso del lenguaje es también una delicia de arcaísmos y viejos acentos locales, elaborado gracias a las lecturas de Dickens, de los periódicos de la época  y de un viejo diccionario de “lengua vulgar” publicado en 1811 que Leigh encontró en una tienda de Charing Cross Road.

La familiaridad con el lenguaje es particularmente destacable debido al proceso de improvisación que desarrolla Leigh: el director acostumbra a crear sus películas por completo a partir de unos extensos ensayos que lleva a cabo con los actores. Un proceso que tuvo aquí limitaciones obvias, al tratarse de un personaje histórico, pero que contribuyó a dar vida a las escenas privadas. “Hay que ser inventivos, creativos. –Explica el director -Por ejemplo, no hay ninguna duda acerca de que Hanna Danby fue su ama de llaves durante 40 años, pero sus relaciones sexuales surgieron orgánicamente del trabajo que estábamos haciendo con los personajes. Y si de alguna manera hubiera parecido incorrecto con respecto al personaje de él o de ella, no lo habríamos hecho.” Hanna Danby, interpretada por Dorothy Atkinson, una mujer coja, débil y tartamuda que rodea al arisco pintor de una cálida familiaridad que él no hace ningún esfuerzo por agradecer, es una figura dramática creada para expresar la insensibilidad personal de Turner. Su amor no solicitado es una tragedia silenciosa que dramatiza la brutal indiferencia que el pintor mostraba a veces hacia las personas que le rodeaban.


Turner discute con su contemporáneo Constable en la academia.
Por supuesto, quien sufrió en mayor medida las consecuencias de la meticulosidad del director fue el actor Timothy Spall, que  interpreta a Turner extrayendo un gran partido expresivo de su generosa corpulencia. Spall tuvo que seguir un curso de pintura de casi tres años, desde el dibujo hasta la pintura al óleo, con el fin de interpretar correctamente al pintor enfrentándose al lienzo. Al final, llegó a alcanzar el dominio de la pintura que Turner tenía a los nueve años, lo que según él mismo reconoce, no está nada mal. Sin embargo, toda esa preparación tiene sus compensaciones: este es un raro papel protagonista para este veterano del cine de Leigh. Spall destacó en películas como Secretos y mentiras (1996) o Todo o nada (2002) haciendo complejos e interesantes esa clase de personajes secundarios en principio poco destacables: un fotógrafo de barrio que ha prosperado y que se esfuerza por afrontar la vida con optimismo, un taxista que vuelve a descubrir de manera inesperada el amor en un matrimonio que parecía agotado. Gracias al éxito de estas películas, Spall se convirtió en un secundario habitual del cine de Hollywood, dónde su presencia física le ha relegado habitualmente a la condición de secundario. Ahora, su voluminosa fisonomía resulta perfecta para dar vida a Turner: “Cuando me miro al espejo, veo una gárgola” le dice el pintor a su amada, la señora Booth. Spall convierte su contundente cuerpo de gárgola en una herramienta de aspecto tosco con la que consigue expresar finos matices, como esos sutiles temblores en las manos al recibir la visita de las muchachas que según él no son sus hijas.

Turner era un paisajista romántico que buscaba su inspiración en la naturaleza, Leigh es un realista urbano que examina el comportamiento de sus personajes a través de sus circunstancias sociales. La película sitúa las pinturas de Turner en un contexto muy preciso: un Londres decimonónico increíblemente vívido; al mismo tiempo, sugiere que la cualidad excepcional de su pintura tiene sus raíces en el temprano éxito que permite la independencia creativa y en la resistencia instintiva a acomodarse en las convenciones que se corresponden con su nueva posición. Pero Leigh también permite que la visión del pintor tenga su lugar en la película, dejando que la naturaleza adquiera una resonancia emocional que llega a apoderarse de la película por completo.

martes, 6 de enero de 2015

Cortometraje: Videojuego (2008, 6’) de Dominga Sotomayor.

León tiene unos siete años, juega al tenis con la Wii. Parece estar en otro mundo, tan ensimismado por los movimientos de la pelota que no puede prestar ninguna atención a lo que ocurre a su alrededor. Quizá prefiere que sea así, quizá el tenis virtual le proporciona una realidad alternativa en la que refugiarse. Porque lo que ocurre alrededor suyo es deprimente. Se llenan cajas, se amontonan enseres, los adultos intercambian frases incómodas, prosiguen con su arreglo inaplazable. Al día siguiente, todo esto habrá terminado, y sus padres dejarán definitivamente de estar juntos. Por ello, no tiene nada de raro que León prefiera refugiarse en un lugar en el que las cosas están bajo su control, alargar lo inevitable aunque sean un poquito más, un set más.

    Rodada en único plano, haciendo un magnífico uso expresivo de la relación entre el primer término y el fondo, Videojuego parece anticipar el primer largometraje de la directora chilena Dominga Sotomayor, De jueves a domingo. En ella, la separación de una pareja era observada por la mirada de los hijos durante el último viaje familiar. “Yo creo que Videojuego fue una primera aproximación de De Jueves a Domingo, era una exploración de esa vivencia familiar desde los niños. En el caso de Videojuego es una especie de virtualidad en la que se mete el niño para evadir lo que esta pasando atrás de el. Tengo la sensación que, mirando un poco atrás mis cortometrajes, todos cuentan la misma historia. Quizá, inconscientemente, fui reconstruyendo fragmentos de esa misma línea de tiempo. Me interesaba en general, en todos estos proyectos, describir una situación más bien naturalista de familia pero también con una visión bien formal y por otro lado agarrar un punto de vista radical y que esto genere cierta incomodidad. La reflexión va más bien en la puesta en escena que en la historia misma.”

    A pesar de su juventud, Sotomayor es ya mismo una de las miradas más interesantes del cine latinoamericano. A juzgar por estas primeras obras, podemos aventurar que está interesada en contemplar el mundo desde una perspectiva infantil y también en explorar las posibilidades formales del cine decantándose por elecciones de puesta en escena sorprendentes.