sábado, 30 de mayo de 2015

Mad Max: Furia en la carretera

T.O: MAD MAX FURY ROAD
DIR: GEORGE MILLER
INT: TOM HARDY, CHARLIZE THERON, HUGH KEAYS BYRNE
EEUU-AUSTRALIA, 2015, 120' 






En América tienen la cultura de las armas, en Australia tenemos una cultura del automóvil donde el coche es prácticamente un arma”. Así explica el director George Miller el origen de su creación más exitosa. Miller conoció de primera mano la cultura automovilística de su país trabajando como médico de urgencias, enfrentándose a un constante fluir de cuerpos destrozados por los golpes y quemados por la gasolina, cuerpos cubiertos de polvo, sangre y aceite de motor. La experiencia sirvió de impulso para crear una épica motorizada que explora un mundo post-apocalíptico obsesionado por la carretera, que encapsulaba los temores desencadenados tras la crisis del petróleo. Un mundo en el que la gasolina es el bien más preciado, cuya posesión es capaz de establecer jerarquías y desencadenar la violencia. Mad Max, financiada con los ingresos de su trabajo como médico, contaba con un presupuesto tan reducido que todos los vehículos que ruedan por este futuro “no demasiado distante”  son en realidad taxis y coches de policía obsoletos en el momento del rodaje. Pertenecía a una corriente que ahora se conoce como Ozploitation, es decir, el equivalente australiano de las películas sensacionalistas y baratas que se producían por entonces en todas partes. El elemento más distintivos de muchos títulos de Ozploitation era el Outback, el enorme desierto australiano que se ofrecía como un paisaje apocalíptico completamente disponible para los cineastas: repleto de ruinas de la época colonial y pueblos industriales abandonados, el Outback presentaba en cada milla los restos de algunos futuros que pasaron de largo. Mad Max sacó todo el partido posible del Outback gracias a un sentido de la acción físico y visceral, que desafiaba abiertamente el juramento hipocrático. Su enorme éxito la convirtió en la película más rentable de la historia (hasta ser desbancada en 1999 por El proyecto de la bruja de Blair) y dio lugar a dos secuelas casi inmediatas.

    Las películas de Mad Max han dejado una huella evidente en el espectáculo de acción contemporáneo, desde la paleta de color azul y naranja (el desierto y el cielo; el metal y la piel) hasta la predilección por crear mundos complejos y envolventes, que se rigen por sus propias reglas y estructuras sociales; mundos cuya exploración adquiere a menudo más peso que las propias peripecias de los personajes. Por ello, no resulta nada extraño que la saga regrese a las pantallas más de treinta años después de la anterior entrega, esta vez convertida en un blockbuster de acción contemporáneo. Por el camino se ha quedado Mel Gibson, caído en desgracia en Hollywood y sustituido aquí por Tom Hardy, el actor al que recurre el cine norteamericano cuando necesite a alguien que aúne un físico de luchador con unas solventes capacidades dramáticas. Miller, al volante una vez más de extravagancia sobre ruedas, posee él mismo los derechos de la franquicia, lo que le permite tomarse todas las libertades que quiere con el material que él mismo originó. Su plan ha sido  coger los 150 millones de dólares de la Warner, irse al desierto de Namibia y rodar la persecución más frenética de la historia con vehículos reales y un ejército de especialistas, empleando los efectos digitales para eliminar los cables que protegen a los actores y envolver la acción en unos paisajes convenientemente desoladores. Los efectos mecánicos y las acrobacias de los especialistas confieren a la película un aspecto físico y terrenal, aportan una cualidad táctil a este mundo medieval motorizado dominado por señores de la guerra con predilección por la estética sadomaso /heavy metal. Pero sin duda la decisión más subversiva de Miller es la de desplazar al héroe hasta los márgenes del relato pera centrar la aventura en el personaje interpretado por Charlize Theron, una oficial renegada en busca de la redención que domina su bestia de 18 ruedas con una furia calmada. 


    
Furiosa forma parte del ejército de Immortan Joe  (Hugh Keays-Byrne, a quien recordarás como Toecutter, el villano de la primera entrega), un caudillo que gobierna un enclave rocoso del desierto conocido como La Ciudadela. Su poder se basa en el racionamiento del agua, en la más violenta jerarquización social y en el adiestramiento de una casta de soldados caracterizados por su fidelidad ciega. Cuando nos encontramos con ella, Furiosa tiene la misión de conducir el camión de guerra en el que intercambiará unos miles de litros de leche materna (el manjar más preciado por las élites del desierto) por balas y gasolina. Pero en realidad sus planes son otros: liberar a las chicas del harem de Immortan Joe, muchachas cuidadosamente seleccionadas para engendrar a sus futuros lugartenientes. Cuando el caudillo se entera de su traición, se desencadena una persecución frenética en la que Joe tratará por todos los medios de recuperara a sus chicas y ajustar cuantas con su súbdita amotinada. Atrapado en medio de esta pelea está Max, que ha sido capturado en la primera escena por los esbirros de Joe y es empleado como “bolsa de sangre” por uno de sus soldados, Nux, que por alguna razón necesita una trasfusión continua mientras conduce su hot-rod de guerra. Max, por lo tanto, se ve obligado a tomar partido y la situación desembocará en un tenso desequilibrio de desconfianzas y pactos inestables que se desarrollará a más de cien kilómetros por hora.


    La intención de George Miller con todo esto es claramente crear la película de acción definitiva, al menos tal y cómo se entiende en 2015 (Cada una de las películas de la saga es plenamente representativa de su año de producción) Para el australiano, eso pasa por introducirnos de la manera más plena posible en este mundo a través de los personajes y sus acciones, renunciando a las secuencias expositivas y a las motivaciones psicológicas. Conocemos a los personajes por su manera de tratar a estas máquinas construidas artesanalmente y fetichizadas de manera casi religiosa, por su manera de empuñar sus armas: su carácter se revela a través de la velocidad y la violencia, de una manera puramente física. En este mundo, las palabras son escasas aunque plenamente significativas: el lenguaje también está reciclado, reconstruido de manera artesanal para adaptarse a las condiciones de esta sociedad feudal sobre ruedas. Max, en este caso, juega el papel del héroe reticente, una figura que desde el final de la primera cinta se ha convertido en una “carcasa de ser humano” y cuyo único impulso es tratar de sobrevivir. Durante su recorrido errante, se cruzará con personajes y circunstancias que le conducirá a ejercer de héroe, incluso a establecer algunos vínculos precarios. Por su parte, Furiosa se convierte en una heroína enérgica y tranquila, quizá porque, al contrario que Max, aún conserva la esperanza. 


    
Prácticamente todo ocurre en movimiento, y el intento de convertir la película en una continua persecución la asemeja a una versión extendida de la famosa escena final de Mad Max 2, en la que el asalto a un camión se convertía en una batalla a gran velocidad de la que dependía el destino de los protagonistas. En Mad Max: Furia en la carretera, la geografía es sencilla y precisa, y la puesta en escena nítida y perfectamente legible, al menos hasta que las cosas se aceleran tanto que comienzan a resultar algo confusas para quienes no estamos acostumbrados a vivir en vehículos de asalto que se mueven a gran velocidad. Miller pidió al director de fotografía John Seale (que abandonó su retiro exclusivamente para trabajar en esta película) que encuadrara al personaje principal de cada plano en el centro de la pantalla, de manera que el espectador pueda seguir sin dificultad la narración y  el director disponga de espacio para desplegar de manera frenética las explosiones y los malabarismos. El ritmo está dominado por la percusión electrónica de la banda sonora de Junkie XL, que llega a hacerse visible en la pantalla a través de un vehículo de acompañamiento marcial dotado de una enorme sección de percusión, un muro de amplificadores y una guitarra llameante. Elementos como éste ponen de manifiesto la escala de exceso con la que Miller ha diseñado su película, que a veces parece la versión cinematográfica más cercana al universo del comic-book. No es casualidad: Miller desarrolló la historia junto al guionista de comics Brendan McCarthy y dibujó un storyboard de más de 3.000 paneles antes de escribir la primera palabra del guión.

    Bajo la carrocería vistosa y refulgente del espectáculo contemporáneo de Hollywood, Mad Max: Furia en la carretera esconde el motor y el chasis de una serie B de antaño: una trama propulsada por el carácter enérgico de unos personajes que se expresan a través de sus acciones, a menudo violentas. Es un mecanismo preciso y eficaz, en el que cada pieza es esencial. La estructura narrativa tiene la sencillez de un itinerario trazado en la arena: los dos puntos clave de la trama son, literalmente, dos cambios de dirección, cada uno de ellos con un importante significado narrativo y dramático. La relación entre Max y Furiosa pasa de la desconfianza violenta a la afinidad silenciosa a través de una serie precisa de gestos, silencios y miradas. El universo en el que viven es excesivo, veloz, intrincado, un mundo ajeno que tendremos que descubrir mientras seguimos a los protagonistas, tratando de entender su lenguaje. En ese sentido, la película es un curioso híbrido, la esencia del cine de acción de unas décadas atrás estilizada con los elementos modernos necesarios para defender su terreno en las multisalas. La manera en que lo logra es a la vez clásica e innovadora, y un patrón a tener en cuenta por parte de los creadores del próximo cine de acción. 


Bonus track: Si estabas pensando en hacer tú mismo una de estas películas de persecuciones, en este video making-of encontrarás algunos truquillos. 

   

lunes, 25 de mayo de 2015

Cortometraje: World of Glory (Härlig är jorden, 14’, 1991) de Roy Andersson

Es bastante frecuente que los directores de cine, incluso los más prestigiosos, rueden anuncios publicitarios entre un largometraje y otro. Pero no trates de reconocer la firma de tu autor favorito detrás de esa mágica demostración de eficacia en el lavado o aquella emocionante épica automovilística. Todos ellos se olvidan de su estética personal y aplican el Estilo Industrial Contemporáneo: la publicidad es el arte anónimo de nuestro tiempo, como lo fueron en su momento las catedrales o los poemas épicos, y, de la misma manera que esas grandes obras del pasado, sirve para establecer las jerarquías y los valores de nuestra época. Pero siempre hay alguna excepción. Existe un director que posee un estilo tan inconfundible que es casi imposible no reconocer su firma tras un anuncio para una compañía de seguros o en una desoladora exploración de la soledad existencial contemporánea. Se trata del sueco Roy Andersson.

    Andersson se hizo conocido en el cine internacional con su película Canciones del segundo piso, del año 2000. Mucho antes de eso, ya era célebre en Suecia gracias a sus personalísimos trabajos publicitarios, en uno de esos extraños casos en los que el arte publicitario resulta compatible con la firma del creador. Lo curioso es que Andersson emplea exactamente el mismo estilo en ambas disciplinas, si bien con implicaciones completamente diferentes. Es un estilo de planos amplios y estáticos, que a menudo se extienden durante el desarrollo completo de una escena. Los decorados son artesanales y estilizados, con profundas perspectivas y colores apagados: verdes y azules desvaídos que tienden inevitablemente hacia el gris. La iluminación es plana y uniforme, una luz nórdica blanquecina y gélida con la que parece que todos los decorados, incluso los bares, las oficinas y las habitaciones de matrimonio, están cubiertos por una densa capa de nubes que nunca dejarán ver el sol. Los personajes son figuras que parecen trazadas por un caricaturista, generalmente hombres corpulentos de mediana edad envueltos en abrigos raídos que se mueven torpemente y cuya comicidad se debe a sus intentos por mantener una apariencia digna. Si se trata de un anuncio de seguros, todo esto es una oportunidad para desplegar el lema de la compañía (Tarde o temprano necesitarás un seguro) sugiriendo que después de todo, estos personajes viven en un mundo que les proporciona los productos y servicios necesarios para su supervivencia, si no para su felicidad. Si nos encontramos, en cambio, en alguna de las escenas de la trilogía de películas  que ha cimentado su prestigio en los festivales de cine y las salas de versión original, sus criaturas se verán sobrecogidos por la angustia existencial, inciertos habitantes de un mundo que ya ha olvidado su razón de ser.


    Como si fuera un ensayo para su prestigiosa trilogía, Andersson rodó en 1991 el cortometraje World of Glory, que se ha convertido por derecho propio en un pequeño clásico del cine europeo. El hombrecillo de mediana edad que protagoniza esta película es un típico representante de la clase media de la segunda mitad del siglo XX, un hombre que disfruta de un trabajo razonablemente importante (Es agente inmobiliario. Tienen derecho a existir, ¿no?), un matrimonio estable y fructífero, una vivienda amplia y elegante, un buen coche alemán. Es la clase de persona cuya vida asentada y libre de sobresaltos le conduce hacia la sospecha de que toda su existencia está trazada de antemano, incluso sus pasiones y sus preferencias. Eso desencadenará, de manera inevitable, la angustia. La película comienza con un guiño a uno de los métodos más repugnantemente sofisticados de asesinato masivo desarrollados por los nazis, quizá para sugerir que bajo ese conformismo de clase media en el que vive el protagonista se agazapaba en realidad una forma de fascismo.


    Resulta curioso ver un cortometraje como World of Glory en pleno 2015, cuando las clases medias, con su vida predecible y su conformismo, han sido barridas por el huracán de la historia y todo el mundo tiene que tratar de salir adelante día tras día, sin ni siquiera permitirse soñar con algo parecido a la seguridad o la estabilidad. Andersson ha sido consciente de ese giro dela historia, y en sus siguientes largometrajes, los personajes deambulan perplejos ante un mundo cuyos pilares parecen haberse desmoronado, un mundo que se ha vuelto demasiado grande y demasiado rápido para unas criaturas conscientes de su insignificancia. Resulta tranquilizador, por tanto, saber que existe un mundo no demasiado alejado de ese, un mundo en el que estos mismos personajes se hallan redimidos por el capitalismo, y que antes de que la angustia les invada por completo, se cruzarán con una compañía de seguros, una crema antiarrugas o una ración de comida precocinada que restablecerá el necesario equilibrio del universo.

   

miércoles, 20 de mayo de 2015

La canción del mar

T.O: SONG OF THE SEA
DIR: TOMM MOORE
ANIMACIÓN, IRLANDA, 2014, 93'
















El director irlandés Tomm Moore se ha especializado en explorar mediante la animación el rico folclore de su país: en su debut El secreto del libro de Kells combinaba la historia con las leyendas populares para recuperar la estética de las miniaturas medievales, aquellos libros ilustrados delicadamente a mano en los monasterios antes de la aparición de la imprenta. En La canción del mar continúa en la misma línea, aunque en esta ocasión su trabajo se dirige hacia los más pequeños. Se trata de una película con la que podrá disfrutar cualquier adulto con la necesaria predisposición hacia la fantasía, pero que en todo caso se disfrutará mucho más en compañía de un pequeño. Inspirado por las cintas más infantiles del estudio Ghibli (esta película recuerda especialmente a Ponyo en el acantilado, con la que comparte una ambientación marina) es una de esas películas que adoptan la mirada de un niño, con toda su capacidad de asombro y fascinación.

    
El punto de partida es la leyenda de las selkies, esas curiosas criaturas de la mitología irlandesa y escocesa capaces de vivir como focas o como seres humanos. Las selkies simbolizan el vínculo entre los habitantes de la tierra firme y las criaturas de los océanos, y el cine nos ha proporcionado historias modernas sobre ellas, como El secreto de la isla de las focas, de John Sayles, o Ondine, de Neil Jordan. Para Tomm Moore, las leyendas folclóricas tienen un significado profundo que conecta con la necesaria armonía con la naturaleza. La historia de La canción del mar gira acerca de Saorsie, la última niña selkie, quien a sus cinco años de edad aún no ha pronunciado ni una palabra. Su madre Bronach se adentró en el mar el mismo día de su nacimiento sintiendo la llamada inevitable de su naturaleza. Desde entonces, Saorsie vive con su padre y su hermano mayor Ben en el viejo faro de una isla cercana a la costa de Irlanda. En un viejo cofre cerrado con llave se encuentra su piel de foca, que su padre oculta ante el temor de que la pequeña la descubra y abandone su vida humana. Pero el equilibrio natural entre los seres humanos y las criaturas legendarias está en peligro, y quizá la pequeña Saorsie sea la única que pueda hacer algo antes de que sea demasiado tarde. En el aspecto más terrenal de las cosas, Moore no se olvida de los necesarios toques de comedia, en este caso a través de la relación entre Saorsie y su hermano Ben, llena de situaciones con las que podrá sentirse identificado todo el mundo que se haya pasado de listo alguna vez con una hermana pequeña.

    Moore continúa con su fidelidad a las técnicas de animación tradicional, con figuras de trazo sencillo y perfiles cercanos a la caricatura. Las manchas planas de color con las que da forma a los personajes se combinan con unos paisajes en los que se puede percibir el trazo de la acuarela,  una estética muy apropiada para una película de ambientación marina en la que todo parece estar a un paso de disolverse en el agua. Como es de esperar, hay motivos celtas en las figuras y los objetos, algo especialmente visible en el mundo submarino en el que encuentran su refugio las criaturas mitológicas que protagonizan 
la película. En resumen, es una película de trazo ligero y humor suave, envuelta por una música de bellas melodías celtas y en la que se detectan ciertas corrientes nostálgicas que añaden una nota de emotividad al conjunto. 

lunes, 11 de mayo de 2015

Mandarinas

T.O: MANDARIINID
DIR: ZAZA URUSHADZE
INT: LEMBIT ULFSAK, GIORGI NAKASHIDZE, ELMO NÜGANEN, MISHA MESKHI.
GEORGIA-ESTONIA, 2013, 87'






La caída de la Unión Soviética desencadenó una gran cantidad de conflictos territoriales mediante los que diferentes etnias, nacionalidades o estados recién constituidos trataban de repartirse los escombros del antiguo territorio soviético. Casi hacía falta ser un experto en las relaciones internacionales de la región para entender con claridad que ocurría en cada momento. La guerra de Abjasia, que se desarrolló entre 1992 y 1993, fue uno de esos conflictos, y sus heridas aún no se han cerrado del todo. En Mandarinas, esa guerra es una escaramuza sucia y confusa en un recodo de un camino embarrado y frío, en la que el intercambio de disparos puede desencadenar consecuencias no previstas para ninguno de los combatientes.

Ivo (Lemvik Ulsaf) es un anciano estonio que se niega a abandonar el viejo asentamiento en Abjasia donde  el que ha vivido toda su vida, a pesar de que todos sus vecinos e incluso su familia hayan regresado a su tierra al comenzar la guerra. Se acerca la primavera e Ivo, que hace todo lo que puede por mantenerse alejado del conflicto, solamente piensa en ayudar a su amigo Margus (Elmo Nüganen) en la cosecha de las mandarinas. Un intercambio de disparos hará que termine acogiendo en su casa a dos heridos, un joven soldado georgiano llamado Mika (Misha Meskhi) y su enemigo, un mercenario checheno llamado Ahmed (Giorgi Nakashidze). La situación es tensa, pero Ivo se las arregla para establecer unas pequeñas Naciones Unidas bajo su techo, al menos durante la duración de la convalecencia. Ivo, cuyo rostro tallado por los años transmite su convicción en un humanismo sereno, forjado probablemente a partir de experiencias dolorosas, se convierte en juez y a la vez en testigo de una situación en la que los enemigos, al compartir un espacio próximos, descubrirá que quizá no estaban tan alejados como parecía. Despojados momentáneamente  de toda la parafernalia del nacionalismo, la religión y demás propaganda, Mika y Ahmed deberán recurrir a los más básicos mecanismos humanos de la empatía.

Mandarinas está rodada por Zaza Urushadze con un estilo clásico y sereno, detallista y elegante. La mirada del director se identifica claramente con la de su protagonista, el estoico y sabio Ivo, a través de un drama emotivo que nunca cae en el sentimentalismo. Es una película cuyo humanismo apunta más allá del conflicto concreto en que se desarrolla para convertirse en un estudio de la condición humana: retrata de manera efectiva y emocionante la manera en que los hombres se identifican entre ellos en la cercanía y las barreras que interponen entre ellos (lenguajes, banderas, religiones) en la distancia. Hay desde luego, esperanza y confianza en la humanidad a pesar de todo, pero no es un optimismo ingenuo, sino que surge, como la serena mirada de su protagonista, de la consideración de las experiencias dolorosas y de la constatación de los efectos absurdos de la violencia. 


jueves, 7 de mayo de 2015

Banda sonora: Song of the sea, de Tomm Moore, compuesta por Bruno Coulais y Kila.

Durante una pausa del trabajo en su anterior película, El secreto de Kells, el director Tomm Moore se tomó un descanso para irse de vacaciones con su familia a la costa de Irlanda. Allí, durante un paseo por la playa, su hijo se tropezó con una visión perturbadora: el cadáver de una foca mecido por las olas. Un lugareño le explicó que era algo habitual: los pescadores mataban a las focas porque las consideraban responsables de la reciente escasez de pesca. Por supuesto, esto era absurdo. Eran las técnicas industriales con las que se captura actualmente el pescado las que habían acabado con los bancos de peces. Antaño, los pescadores respetaban la vida de las focas porque entre ellas podían encontrarse selkies, esas criaturas mitológicas capaces de abandonar el mar y adoptar una figura humana de excepcional belleza. Según la leyenda, las selkies se originaban de manera sobrenatural fusionando el cuerpo de una foca con el alma de un ahogado. Para Moore, esas viejas leyendas no solo expresaban de manera simbólica la unión con la naturaleza, sino que para propósitos realmente prácticos: regular la conservación de la vida y del entorno. Así nació Song of the Sea, un intento por recuperar la leyenda de las selkies y su significado ancestral.

    Para la banda sonora, Moore volvió a confiar en el francés Bruno Coulais, quien ya se había encargado de la música de El secreto de Kells. Coulais colabora con el grupo de folk Kila, con el objetivo de lograr la combinación adecuada de folclore irlandés y clasicismo. La música fue muy importante en este proyecto desde el principio. “Tuvimos sesiones con Bruno y Kila desde el primer momento. Ellos nos aportaban ideas mientras elaborábamos los storyboards. Así, la música, las imágenes y la escritura comenzaron a jugar entre ellas desde el principio. Bruno grabó a varios músicos por separado y luego los unió, algo parecido al proceso que hacemos con los fondos. Siempre me sorprendían sus composiciones definitivas, esas mezclas complejas llenas de capas de música una encima de otra. No podría haber anticipado nunca cómo iba a resultar. Una cosa genial que hizo fue utilizar la vos de Lisa Hannigan por toda la banda sonora, no solo en las canciones. Grabó su voz como cualquier otro instrumento y la utilizó como una capa más. Dio una presencia al personaje de la madre durante toda la película que yo no podría haber anticipado. Aportó verdadera riqueza a la película.”

    Quizá ningún tema de la banda sonora refleja de la manera más completa esa fusión de elementos como el que se llama precisamente The Song. La niña Lucy O’Connell, que pone la voz al personaje principal, susurra el tema compuesto por Lisa Hannigan sobre la música de Coulais y Kila, cuyas capas de melodía y timbre suben y bajan como un mar capaz de pasar de la calma a la agitación. Song of the Sea se estrena hoy mismo en nuestras pantallas.


lunes, 4 de mayo de 2015

Lost River

DIR: RYAN GOSLING
INT: CHRISTINA HENDRICKS, SAORSIE RONAN, IAIN DE CAESTECKER
EEUU, 2014, 95' 

















Lost River, el debut en la dirección de Ryan Gosling, fue sonoramente ridiculizado tras su presentación en el pasado festival de Cannes. Esa experiencia no era nueva para el actor, quien había vivido algo parecido el año anterior tras presentar Only God Forgives, la cinta de acción dirigida por  su amigo Nicolas Winding Refn. Gosling es alguien que lleva delante de las cámaras desde los doce años, cuando era un habitual del Disney Channel, y que alcanzó la fama en 2004 gracias al drama romántico El diario de Noa, una película que le convirtió en un favorito a la hora  forrar carpetas en gran parte de los centros educativos de occidente. Desde entonces, rechazó seguir interpretando papeles de galán romántico para forjarse una imagen de intérprete hierático, especializado en presencias misteriosas, a través de películas cada vez más extrañas que han puesto en riesgo sus posibilidades como estrella. El nadir de su trayectoria lo alcanzó precisamente con Only God Forgives, una cinta cuya única razón de ser parecía consistir en someter a uno de los hombres más atractivos del mundo a las situaciones más humillantes posibles para su masculinidad.

No te preocupes por Gosling, estará bien. Acaba de anunciarse que protagonizará una nueva versión de Blade Runner, que nos llegará con la fanfarria correspondiente cuando toque. Pero Lost River ha sido criticada de manera tan unánime que ha terminado convertida en un chiste, y eso nos hace pensar en el castigo que reciben los caprichos de las estrellas, especialmente aquellas que pretenden que la admiración que reciben por su buen aspecto se traslade a sus talentos puramente creativos. Buenas noticias para los futuros buscadores de joyas perdidas: la ópera prima de Gosling es una obra que posee una destacada personalidad y está rodada con un aplomo y convicción notables. Se trata de un melodrama de terror que se desarrolla en las ruinas del capitalismo, contado en un ingenuo estilo expresionista que remite al cine primitivo. Digan lo que digan, no vas a encontrar nada parecido ahora mismo en ninguna clase de pantalla.


Christina Hendricks
 El origen de Lost River está en el imaginario de las ruinas de Detroit. Has visto ese paisaje apocalíptico en montones de películas, como Solo los amantes sobrevien o Transformers 4, porque tras el hundimiento de la industria del automóvil, los responsables municipales se propusieron atraer rodajes a la ciudad con el fin de aliviar su maltrecha economía. Gracias a ello, todos hemos visto los palacios de la ópera derruidos, los rascacielos art decó abandonados, las calles fantasma que vuelven a ser reclamadas por la naturaleza. Desde hace unos años, esas imágenes nos fascinan de la misma manera que a principios de los años noventa lo hicieron los restos de los viejos estadios modernistas o las centrales nucleares en ruinas de la Unión Soviética. Simbolizan el derrumbe de una idea de futuro que en algún momento fue lo suficientemente poderosa como para poner en pie los emblemas de una civilización. Gosling sintió la misma fascinación, y a lo largo de varios años, acudió a Detroit para filmar ese paisaje de progreso industrial dilapidado con su cámara Red. En su imaginación comenzó a verlo como un bosque o una selva ancestral, un entorno entre lo real y lo fantástico ideal para situar en él a los personajes de un cuento de hadas vagamente siniestro. 

Las ruinas de la ciudad se convierten en un lugar salvaje
Es la historia de Billy (Christina Hendricks), una madre que se encuentra en un embrollo hipotecario que amenaza con hacerle perder la vieja casa que heredó de su abuela y en la que vive con sus dos hijos. Necesita rápidamente un trabajo,  solo que por allí no hay ningún trabajo disponible, excepto el de hacer realidad las fantasías de los poderosos. Por indicaciones de su banquero, que le recomienda sacar partido a su belleza, acude a un misterioso club especializado en espectáculos de Grand Guignol. Allí las bailarinas ejecutan números durante los que son asesinadas, desmembradas o descuartizadas de manera bastante gráfica. Mientras tanto, su hijo adolescente Bones (Iain de Caestecker) se dedica a explorar los alrededores en busca de tuberías de cobre y otras piezas de maquinaria para venderlas a los chatarreros locales. Sus actividades le llevarán a un enfrentamiento con un matón del lugar que reclama su dominio sobre el territorio de manera casi feudal. Al mismo tiempo, se embarca en un contenido romance con su vecina Rat (Saorsie Ronan) que vive con una rata y una abuela permanentemente recluida en el recuerdo de la gran ciudad y la prometedora civilización en las que vivió su juventud. Estas historias avanzan de manera fragmentada, como si fueran las figuras incompletas de las avenidas que se hunden bajo las aguas de un lago o de los poderosos edificios que se entrevén a través de la maleza. Los personajes son más bien figuras que se expresan a través de una determinada presencia (una postura, un tono de voz, una particular calma melancólica en el rostro) antes que entidades dramáticas.  

Amor entre las ruinas: Iain De Caestecker y Saorsie Ronan

No hay ninguna sutileza en cuanto a las implicaciones políticas de Lost River. Dave, el banquero rijoso que recomienda a Billy para su macabro espectáculo, le dice algo asó como “Los lobos se acercan, pronto los tendrás a tu puerta”. Mientras tanto, no podemos dejar de contemplar su aspecto lobuno y sus ansias escasamente contenidas de abalanzarse sobre ella. Más tarde, un viejo taxista de origen norteafricano reflexiona así: “En mi país, en mi barrio, cuando hablas de los Estados Unidos, todos te dicen ‘Hay mucho dinero allí, vas a tener un coche enorme, una casa enorme, con piscina. Vas a ir cogiendo dinero del suelo.’ Y luego, te das cuenta, cuando llegas aquí, que es diferente”  Todo esto es patentemente obvio, pero ¿Qué sutileza hay en unas ruinas? Lost River utiliza los elementos de crítica social como pilares de una mitología, los banqueros y las madres solteras en paro de la gran recesión como figuras arquetípicas de un cuento de hadas en el que los límites entre la realidad y la fantasía se encuentran difuminados. Gosling creó la atmósfera enrarecida de su película escogiendo localizaciones reales por su capacidad de sugerencia y haciendo aparecer en papeles menores a los habitantes de la zona, incluso a personas que simplemente curioseaban por allí durante el rodaje. Esa búsqueda de autenticidad contrasta con el carácter fantasmagórico del argumento, pero proporciona  a la película una textura única y sugerente, capaz de transmitir la sensación de hiperrealidad de tantas experiencias oníricas. Algo que está reforzado por la peculiar sintaxis visual de Gosling, que resulta fragmentaria y discontinua, como si el tiempo avanzara a saltos. Alguien podría pensar que se trata simplemente de una muestra  de incompetencia a la hora de planificar más o menos arreglada en el  montaje, pero en todo caso esta extraña elección de estilo es coherente y efectiva a la hora de mantener la atmósfera incierta de la película. 

Eva Mendes en uno de sus espectáculos sangrientos
Uno de los aspectos más singulares de la película, y quizá la principal causa del desconcierto con el que ha sido recibida es la visible presencia de los restos de un genuino melodrama sentimental por debajo de sus fragmentarias líneas argumentales. Los personajes anhelan reconstruir una desaparecida idea de felicidad familiar, de prosperidad, de amor inocente. Algo así puede resultar chocante en un entorno donde se producen espectáculos de mutilación y donde campan a sus anchas matones sádicos con delirios de grandeza, pero hay una inocencia ancestral que se filtra en las imágenes como el recuerdo de una promesa perdida, y que añade una resonancia aún mayor a la atmósfera y al escenario. Con su simbología evidente, sus personajes reducidos a figuras recortándose sobre el paisaje, unos actores que se expresan principalmente a través de su presencia, y la poderosa atmósfera presidida por la fotografía pictórica de Benôit Debie, Lost River explora de manera sumergida y fragmentaria las técnicas del viejo melodrama expresionista de tragedias siempre sublimadas. Una película sobre ciudades sumergidas y ruinas de un futuro que ha quedado detenido se ha convertido, ella misma, en un melodrama sutilmente fragmentado e incompleto que secretamente anhela ser algo que ya nunca podrá existir.