lunes, 29 de junio de 2015

White God (Dios blanco)

T.O: FEHER ISTEN
DIR: KORNÉL MUNDRUCZÓ
INT: ZSÓFIA PSOTTA, SÁNDOR ZSÓTER, BODY, LUKE
HUNGRÍA, 2014, 119'
White God comienza en un Budapest desierto por el que una adolescente huye en su bicicleta de una jauría de perros que repentinamente han vuelto a su estado salvaje. Es una premisa terrorífica y apocalíptica que le sirve al director Kornél Mundruczó para plantear una fábula que toma como punto de partida la posibilidad de una revolución canina. Para el director húngaro, el levantamiento de los perros contra sus antiguos amos es una metáfora para hablar de otros conflictos inequívocamente humanos. “Quería que el perro simbolizara al eterno paria cuyo amo es su dios”, ha declarado. Pero toda fábula es lo suficientemente porosa como para permitir varias interpretaciones, y White God se vuelve más valiosa por las sugerencias que transmite no solamente acerca de la posible humanidad de estos perros indignados sino también acerca de la esencial animalidad del ser humano.

    El Espartaco canino es Hagen, un simpático animal con algo de labrador y algo de vete a saber. Hagen lleva una vida bastante feliz y plácida en compañía de Lili (Zsofia Psotta), una trompetista adolescente con los problemas propios de su edad. Todo eso cambia cuando Lili se muda a vivir una temporada en casa de su padre, Dániel (Sándor Zsótér), un inspector sanitario bastante amargado. Dániel vuelca en Hagen, que al fin y al cabo es el perro de su ex esposa, todo el resentimiento que alberga hacia ella. Finalmente, termina abandonándolo en la cuneta de una autopista durante un ataque de ira. Todo esto se desarrolla en una sociedad en la que los perros de razas mixtas son contemplados con patente desprecio  incluso por parte del gobierno y en la que la palabra chucho se usa con desprecio, como si fuese un epíteto racista. 

La armonía entre perros y seres humanos pronto se verá rota
 Comienza entonces la aventura canina. Mundruczó pone la cámara a la altura del hocico de Hagen y nos descubre sus intentos de sobrevivir en un Budapest que le resulta extraño y desconcertante. Las calles de seis carriles, las bocinas de los barcos que cruzan el Danubio, los olores del asfalto y la basura… todo eso son sensaciones nuevas para  el perro abandonado, que se ve obligado a adaptarse lo más pronto posible a su situación. Pronto descubrirá a otros animales que se encuentran en su misma situación. Sobreviven curioseando entre las basuras de las zonas más dilapidadas de Budapest y huyendo de los trabajadores de la perrera, que según esta película, se toman su trabajo con especial celo y eficacia, como si fueran alguna unidad policial de élite. Hagen está interpretado por Body y Luke, dos perros que se parecen como dos gotas de agua y que le equipo de producción encontró en un albergue de Arizona. Ambos aportan desparpajo y expresividad al protagonista, aparte de una singular fotogenia animal, tanto en las escenas en las que muestra su lado más doméstico como en su deriva salvaje.

    Como es de esperar, Hagen pasará por las manos de una serie de dueños poco escrupulosos y aún menos afectuosos. Finalmente, terminará en poder de un gitano que cambiará su nombre por Max y  tratará de convertirlo en un perro de pelea. A través de un violento entrenamiento, su nuevo dueño le hace perder por completo la confianza en los seres humanos para convertirlo en una fiera programada para la lucha. Tras escaparse de su entrenador-torturador y acabar en la perrera, Max (O quizá Hagen) emplea su potencial agresivo para capitanear una rebelión de perros abandonados y destinados al sacrificio que sembrará el terror en Budapest. Unidos en una temible jauría, los animales se dedican a eliminar uno por uno a todos los seres humanos que han conducido a esa situación. La jauría, compuesta por centenares de perros cruzados que los cineastas encontraron en diversos albergues, es una de las imágenes más poderosas y memorables de la película: se emplearon más de 250 perros para la filmación, el número mas alto jamás empleado en una película. 





La revolución llegará a cuatro patas. 

    Durante toda la peripecia canina, Mundruczó no se olvida de Lili, su dueña. Su recorrido le sirve para proponer un contrapunto a las aventuras de Hagen y reflexionar sobre la animalidad de los seres humanos, al mismo tiempo que nos invita a considerar la humanidad de los perros. Lily recibe también un férreo adiestramiento, en este caso en una orquesta de conservatorio y bajo la mano firme de un profesor de música que se esfuerza en reprimir todos sus impulsos juveniles. Ella también deberá enfrentarse a un territorio desconocido y desconcertante, en este caso la adolescencia y el despertar sexual, con sus rituales y sus ceremonias. Zsofia Psotta es una presencia afortunada que transmite toda la confusión y el desconcierto del paso de la infancia a la adolescencia al mismo tiempo que transmite la firmeza de carácter del personaje. La película alterna entre el protagonismo humano y el canino de manera frecuente, y el contraste entre las peripecias de los dos protagonistas provoca las sugerencias más valiosas de esta curiosa fábula.

    White God es una película que resulta continuamente sorprendente porque Mundruczó cambia de género con una naturalidad pasmosa. La cinta comienza como exploración realista del tránsito entre la infancia y la adolescencia, hasta que deviene, en rápida sucesión, una aventura canina inspirada por las narraciones de Jack London, una cinta de terror con animales asesinos y una película de acción post apocalíptica en la que la civilización se ve amenazada por una amenaza animal que solamente el ejército puede contener. Estilísticamente, el director emplea con el mismo desparpajo planteamientos de puesta en escena en teoría antagónicos: la solemnidad distante de los movimientos de grúa se combina con la inmediatez realista de la cámara en mano agitada. Por momentos, parece como si Mundruczó quisiera hacer unas cuantas películas al mismo tiempo, pasando de una a otra a conveniencia. El resultado no es, desde luego, equilibrado, pero las continuas sorpresas no dejan lugar para el aburrimiento.

    Los cineastas no quisieron correr el mismo riesgo que sus protagonistas y se propusieron hacer todo lo posible para evitar una rebelión canina durante el rodaje. Los títulos de crédito son bastante generosos en cuanto a la acreditación de los perros y además especifican que se emplearon las directrices más estrictas con respecto al trato correcto de los animales en un rodaje  Más aun, Mundruczó asegura que todos los perros, recogidos en albergues, han encontrado familias de acogida al finalizar la filmación. Aún así, es una película que no resulta fácil de recomendar a los amantes de los animales, sobre todo a los que no disfrutan de las escenas de violencia y mucho menos de las peleas de perros, aunque sean de ficción. Pero quien se arriesgue encontrará un carismático protagonista interpretado por dos buenos actores caninos (Uno de ellos acudió a la presentación del film en Cannes, con pajarita y todo) y una curiosa jauría mestiza dispuesta a llevarse por delante todo Budapest para recuperar su dignidad animal.

jueves, 25 de junio de 2015

Mitomanía: Bar Luce, el café de Wes Anderson.

 
Es posible que en algún momento hayas soñado con habitar un mundo parecido al de las películas de Wes Anderson. Ya sabes, colores suaves con tendencia al pastel, artefactos vintage por todas partes, música ye-ye. Si es así, no puedes dejar de visitar el Bar Luce (toma nota: Calle Largo Isarco 2, Milán, Italia). Esta colorida cafetería supone el debut como diseñador de interiores del director de El gran hotel Budapest. Es un local que forma parte de la Fondazione Prada, el complejo que acoge la colección de arte reunida por la famosa diseñadora italiana Miuccia Prada. En él, Anderson ha buscado recrear la esencia de los cafés milaneses tradicionales. Lo ha hecho, por supuesto, a su peculiar manera. 

Un lugar ideal para niños prodigio o viejos artistas excéntricos.
Por supuesto, todos los artefactos son vintage
No es la primera vez que Anderson colabora con Prada: en 2012 ya había dirigido un cortometraje promocional para la firma, Castello Cavalcanti.  Este nuevo proyecto se enmarca dentro de la restauración de una antigua destilería ubicada en un barrio industrial de Milán, un lugar escogido por Prada y su marido Patrizio Bertelli como sede de su Fundazione. Para ambientar el bar Luce, Anderson se ha inspirado en la cultura popular italiana de los años cincuenta y sesenta,  algo que se refleja en los muebles de formica y en la gama cromática del local. El local conserva elementos de la estructura original, como el techo abovedado, una réplica en miniatura del techo vidriado de la galería Vittorio Emanuele. Todos los detalles, desde los menús hasta los sobres de azúcar, responden al peculiar estilo del director, además podemos encontrar detalles que nos remiten a sus películas, como una máquina de pinball que homenajea a la figura de Steve Zissou, el oceanógrafo que interpretaba Bill Murray en The Life Aquatic With Steve Zissou.También aparecen citadas dos películas de ambientación milanesa: Milagro en Milán, de Vittorio de Sica y Rocco y sus hermanos, de Luchino Visconti.

No faltan un par de máquinas de pinball para pasar la tarde
Cada detalle lleva el inconfundible toque Anderson

¿Y la simetría? ¿Será necesario que los clientes y los visitantes de esta cafetería se muevan por el local formando las estrictas composiciones geométricas que caracterizan a las películas de Anderson? En absoluto. “No hay un ángulo ideal para este espacio. Es para la vida real, y debería tener numerosos sitios ideales para comer, beber, hablar, leer, etc. Creo que sería un escenario ideal para una película, pero que sería un lugar aún mejor para escribir una película. Intenté hacer un bar en el querría pasar mis tardes no ficticias” El Bar Luce abre todos los días, de 9 de la mañana a 10 de la noche. 
 
¿Y el servicio? Abajo, bajando las escaleras...

lunes, 15 de junio de 2015

Phoenix

DIR: CHRISTIAN PETZOLD
INT: NINA HOSS, RONALD ZEHRFELD, NINA KUNZENDORF
ALEMANIA, 2014,  98'





       Durante todo el metraje de Phoenix, el mayor drama se desarrolla en el rostro de Nina Hoss. Hoss es Nelly, una cantante judía que regresa de Auschwitz con el rostro desfigurado y un disparo que por poco no alcanzó su destino en su cuerpo. Vuelve a una Alemania de ruinas y escombros donde todos la dan por muerta. Es el año cero y la población se esfuerza por empezar de nuevo, olvidar  los años de guerra. Aunque algunos tratan de recuperar el pasado, volver a vivir la vida tal y como era años atrás, como si los nazis y los campos nunca hubieran existido. El rostro de Nelly, reconstruido por la cirugía, resulta extraño y ajeno para quienes la conocen, incluso para ella misma. Por momentos, adquiere para ella la cualidad de una máscara, como si fuera un elemento extraño cuya capacidad expresiva fuese incapaz de controlar. Nina Hoss oscila durante toda la película entre la rigidez facial, y la incierta emergencia de la expresividad, señalada por la aparición en sus facciones de emociones que se debaten entre la posibilidad de volver a ser la persona que fue antaño o comenzar la nueva vida que se abre ante ella como una página en blanco. Ese rostro, a menudo opaco, misterioso como un enigma, otras veces sorprendentemente revelador, es el centro de gravedad de Phoenix, el terreno en el que se desarrolla el conflicto de la nueva película de Christian Petzold.

    Nelly sobrevivió al infierno de Auschwitz principalmente gracias al recuerdo de Johnny, su marido y pareja artística. Por ello, no nada resulta extraño que, en cuanto las fuerzas se lo permitan, la cantante se arriesgue a salir en su busca por el peligroso Berlín ocupado. Su amiga Lena, que pertenece a la agencia judía y que se ocupa de ella durante la convalecencia, sugiere que fue el propio Johnny quien la traicionó, entregándola a los nazis por cobardía, mezquindad o debilidad. Lena tiene sus propios planes para las dos: dejar todo aquello atrás, mudarse a Palestina. Está buscando un lugar donde vivir en Haifa, o quizá en Tel Aviv. Pero Nelly encuentra a su marido. El pianista sobrevive ahora en un cabaret llamado Phoenix, repleto de soldados americanos. Johnny se ha convertido en una figura desastrada y brutal que se dedica a recoger vasos sucios y expulsar de malos modos a las prostitutas: Nelly se reencuentra con él cuando éste abusa de una de ellas. Johnny, por supuesto, no la reconoce, aunque algo en su nuevo rostro le trae viejos recuerdos. Pronto le propone a esa desconocida uno de aquellos sucios negocios de posguerra: hacerse pasar por su esposa fallecida y repartirse su herencia. Nelly se debatirá entre el anhelo de recuperar el pasado, la persona que un día fue, y la necesidad de comenzar una nueva vida como alguien completamente diferente. Por supuesto, la mascarada que comparte con Johnny hace aflorar la memoria de su juventud, pero la amnesia de él no deja de ser desconcertante. Quizá, después de todo, sea una de esas amnesias culpables tan comunes en aquel momento, una pérdida de memoria parecida a la de otros alemanes que evitaban pensar en ciertos momentos y ciertos lugares de su pasado reciente. 



Nina Hoss, entre las ruinas

    Cambios de identidad, sospechosas pérdidas de memoria, un Berlín en ruinas ocupado por soldadnos americanos que abarrotan los cabarets… todos los elementos de Phoenix son la materia prima del melodrama más puro, quizá con algún toque noir. Pero como en toda su anterior filmografía, Petzold elige un tratamiento preciso y espartano, en el que los sentimientos se expresan con sordina. Cineasta sutil y silenciosos, Petzold se ha convertido en un director que exige la máxima atención de sus espectadores porque cada detalle contiene una precisa significación narrativa o emocional. En esta película de paredes desconchadas y calles llenas de escombros, un viejo vestido vaporoso (rojo y ligero, de un color intenso imposible de ignorar, el vestido de una cantante de cabaret) puede ser el elemento que nos revele de manera inesperada la diferencia entre la persona que lo llevaba antes de la guerra y la que vuelve a ponérselo años después. Es la huella del recientemente fallecido Harum Farocki, colaborador en todos los guiones de Petzold, y un maestro a la hora de detectar los significados culturales presentes en los aspectos más insignificantes de la vida cotidiana. Phoenix es una película más cerebral que emocional, que disecciona a través de su simbología la complejidad social de la inmediata posguerra alemana. La contrapartida de esa precisión y ese férreo control de los detalles es que Petzold no deja que el melodrama suba de temperatura (al menos hasta la extraordinaria escena final) y sobre todo la relación entre Johnny y Nelly, la pasada y la presente, es una pasión que debemos entender en términos principalmente teóricos. 



Escenificando el regreso de los campos para aliviar la culpa.

    Como todas las películas del cineasta alemán, Phoenix lleva en sus imágenes huellas del cine anterior. Por supuesto, está la referencia a Vértigo, una película con la que comparte el estupor ante la reaparición de la amada fallecida. Pero la huella más poderos que presenta la cinta de Petzold es la del  Trümmerfilm, o película de escombros: un conjunto de largometrajes  producidos en Alemania los años inmediatamente posteriores a la guerra  y en los que los personajes deambulaban por escenarios asolados por los bombardeos. Las tramas exploraban el sufrimiento del pueblo alemán durante y después de la contienda, y en ellas se apreciaba un sentimiento de culpa difuso, que habitualemnte se sublimaba mediante el melodrama. Poniendo bajo la lupa los mecanismos de ese melodrana, Petzold y Farocki exploran las maneras en las que los alemanes vivieron el trauma de la guerra, los refugios simbólicos a los que recurrieron para con vivir con la culpa y el dolor. Algo que en este caso significa escenificar el regreso de una víctima de los campos con un deslumbrante vestido rojo, zapatos de París y el maquillaje en su sitio.

    En el centro mismo de toda esta dramatrgia catárquica, Nelly posee una identidad aún más escindida. Su condición judía le vino impuesta por los nazis, una identidad ajena para una cantante de cabaret con debilidad por las canciones de Kurt Weill. La parte alemana de su personalidad siente las mismas ansias de olvidar el pasado reciente y volver a la vida anterior a la guerra que el resto de sus compatriotas. Pero no son solamente los edificios lo que se ha derrumbado en esa Alemania de posguerra. La antigua Nelly ha desaparecido, dejando un vació en su lugar, un vació que debe ser ocupado en algún momento. El rostro de Nina Hoss articula de manera magistral esa condición incierta, incluso en los momentos en los que sus facciones se mantiene inmóviles. Hoss es una colaboradora perfecta para Petzold: una de esas actrices capaces de sostener una escena con su mera presencia. En Phoenix, todos los caminos dramáticos se cruzan en su rostro, un rostro en el  que la recomposición quirúrgica sitúa de manera completamente física al personaje entre el estupor de una nueva identidad y el anhelo por recuperar a la persona que una vez fué.

martes, 9 de junio de 2015

Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia

T.O: EN DUVA SATT PÅ EN GREN OCH FUNDERADE PÅ TILLVARON
DIR: ROY ANDERSSON
INT: NILS WESTBLOM,  HOLGER ANDERSSON
SUECIA, 2014, 101' 


Algunos  personajes de la nueva película de Roy Andersson usan teléfonos móviles. Normalmente, contestan alguna llamada diciendo algo así como “Me alegro de que te vaya bien”. En una escena, vemos un ordenador portátil abierto sobre una mesa. Detalles como estos nos indican que los personajes viven en un momento más o menos cercano al año 2015. Por lo demás, todo parece de otra época. Hay viejos bares de maderas oscuras que llevan abiertos durante décadas y en cuyas paredes resuenan aún las canciones que corearon los soldados antes de marchar a la segunda guerra mundial. Hay pisos de paredes grises con muebles viejos y electrodomésticos que soportan de manera estoica el desgaste de los años, y en los que todo parece funcionar de manera analógica, mediante mecanismos puramente físicos. Este mundo está habitado por seres pálidos y cansados, a menudo hombres de mediana edad que visten trajes raídos y arrastran maletines. Es fácil reconocer este decorado: es el mundo de la clase media, del estado del bienestar, de la ideología del conformismo. Europa era así unas décadas atrás, o al menos le gustaba imaginarse de esa manera, como un mundo plácido y sin sobresaltos, quizá algo aburrido y con cierta tendencia a la angustia existencial. El capitalismo desencadenado y las autopistas de la información han terminado con todo eso, y ese mundo, tan fácil de odiar en su tiempo, vuelve a nosotros como un fantasma a través de la nostalgia. Pero todo parece indicar que las intenciones de Roy Andersson no van en la dirección de la reconstrucción nostálgica, sino que pretende ofrecernos su particular visión de la eterna condición humana.

    Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia
es la tercera entrega en la trilogía de la vida de Roy Andersson. Cineasta meticuloso, Andersson ha necesitado siete años para elaborar cada una de las entregas de la trilogía. La primera, Canciones desde el segundo piso, se estrenó en el año 2000 y venía impregnada de ansiedades milenaristas. La segunda entrega se llamó Vosotros, los vivos, y se presentó en 2007. En estas películas, Andersson recupera el estilo de sus trabajos publicitarios y lo aplica a una serie de viñetas cómicas y existenciales. Cada una de las películas está formada por una serie de episodios breves y autónomos (39 en concreto en esta ocasión), rodados generalmente en un único plano fijo, en los que se presenta una situación cuya comicidad y sentido del absurdo surge de la escasa capacidad humana para reconocer las propias limitaciones. Hay escenas que se limitan a plantear un leve apunte cómico, otras desarrollan una situación, y unas pocas parecen esbozos  cuyo significado solamente conocerá el propio director. Los vínculos entre una escena y otra son escasos, aunque algunos personajes y motivos reaparecen de manera sorprendente a lo largo del metraje. El resultado, con su tendencia hacia la caricatura y la comicidad apagada, se parece a una sucesión de tiras cómicas con toques expresionistas: el director reconoce la influencia de caricaturistas ferozmente críticos como Otto Dix  y Georg Scholz.




El rey Carlos XII de Suecia se detiene en un bar de camino a la invasión de Rusia para tomar algo y ligar un poco. 

La novedad de esta tercera entrega es la presencia de dos personajes recurrentes que casi llegan a convertirse en protagonistas, aunque sus peripecias terminen siendo tan episódicas  e inconclusivas como las del resto de habitantes de este universo. Se trata de Sam (Nils Westblom) y Jonathan (Holger Andersson), dos comerciales de artículos de broma de rostros cetrinos cuyo aspecto es exactamente lo contrario de la diversión. Día tras día, Sam y Jonathan pasean sus muestras de dientes de vampiro, bolsas de la risa y máscaras de goma del tío del diente hasta el punto de que ellos mismos comienzan a creerse sus propios argumentos de venta: “Queremos ayudar a la gente a pasarlo bien”. La comicidad de Sam y Jonathan surge de su evidente falta de capacidad para la tarea que desempeñan. Aún así, ellos salen a la calle un día tras otro, haciendo su camino con su muestrario ridículo y sus expresiones funerarias, a pesar de que probablemente ya sospechen que están condenados al fracaso. Sam y Jonathan, a través de sus peripecias desoladoramente cómicas, ilustran la visión que tiene Andersson de la condición humana: sublime en su propia ridiculez, trascendente en su monótona insignificancia. 




   Estos profesionales del espectáculo, como ellos se definen, se acercan a la condición humana contemporánea: son seres que se levantan cada mañana para buscar su valor en el mercado, sin ninguna seguridad acerca del resultado, o más bien, con la sospecha cada vez más acuciante de que no resultan nada idóneos  para sobrevivir en condiciones como esas. Aún así, no les queda más remedio que ponerse en marcha una y otra vez. Junto a ellos, nos encontramos a profesoras de ballet que desearían tomarse más familiaridades de las apropiadas con sus alumnos, capitanes de barco que sufren de mareos cada vez que se adentran en el mar, ancianas que se aferran con todas sus fuerzas a sus joyas incluso en su lecho de muerte. Son personas a las que sus insuficiencias y sus leves mezquindades les definen como seres humanos, y cuyos intentos por mantener una cierta apariencia de dignidad nos resultan levemente conmovedores. Todos ellos comparten cierto aire mortuorio, incluso los escasos jóvenes que aparecen de vez en cuando, como si estuvieran marcados por la certeza de la finitud de la vida y la insignificancia de la experiencia humana. La contemplación que hace Andersson de todo esto es sin duda distante, pero no deja de tener un punto de compasión con sus desventuradas criaturas.

    Esta visión de la humanidad está anclada en el imaginario de la clase obrera que ascendió hasta alcanzar la clase media en las décadas posteriores a la segunda guerra mundial. “En cierto modo, mi cine trata de la humillación. Procedo de la clase obrera, y he visto a familiares humillarse ante sus superiores o sentir un respeto exagerado hacia la autoridad, lo que les impide hablar y defenderse, y acaban sintiéndose culpables. Lo he visto toda  mi vida, y he decidido luchar contra eso”  Incluso cuando  los personajes se enfrenten a conflictos y situaciones característicos de este comienzo de milenio, el tiempo parece detenido en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, una época que Andersson trata como si fuese el estadio humano por defecto, a través del cual se pudiera explorar toda la diversidad de las situaciones y dramas de la humanidad. Quizá porque cuando la cotidianidad y el conformismo se convierten en monotonía, los personajes no pueden dejar de percibir el ruido de fondo de la vida, y es posible que decidan detenerse unos segundos en su recorrido cotidiano para reflexionar sobre la existencia.