lunes, 26 de octubre de 2015

Banda sonora: Victoria, de Sebastian Schipper, compuesta por Nils Frahm

Victoria es esa película alemana rodada en una sola toma en la que una chica española descubre el “auténtico Berlín” gracias a unos simpáticos germanos involucrados en un asunto bastante turbio. La cinta comienza en un tono de flirteo romántico casual para acabar desembocando en un tenso y violento thriller, en el que el director Sebastian Schipper saca el máximo partido posible de su concentración espacial y temporal. Resulta sorprendente, por tanto, que el director haya confiado la tarea de elaborar la banda sonora a un compositor como Nils Frahm, conocido por sus sonidos tranquilos y etéreos, en principio más apropiados para un drama intimista que para una cinta de suspense. Pero quizá se trata precisamente de eso: Schipper confía tanto en el poder de sus imágenes que no necesita percusiones desbocadas para subir las pulsaciones de la audiencia. 

Frahm, que debuta en el cine con este trabajo, es uno de esos jóvenes compositores que está ampliando los horizontes de la música clásico, un movimiento que comienza a ser conocido como “Indie Classical”. Frahm se dio a conocer principalmente con Solo, un disco de piano minimalista que exploraba la sonoridad del mayor piano jamás construido. El compositor alemán, que se apoya casi exclusivamente en ese instrumento para elaborar su música, ha ampliado la instrumentación en este caso, aunque no demasiado.  “La banda sonora se grabó en un lugar especial, las antiguas instalaciones de la emisora de televisión GDR, -Explica Frahm - que hoy día albergan el Studio P4. Simplemente pusimos una gran pantalla en el medio de la sala, la llenamos con micrófonos e instrumentos, pusimos la película en bucle y nos pusimos a improvisar unos encima de otros, mis buenos amigos y yo. Los músicos invitados comenzaron su sesión  de grabación tocando una toma cohesiva sobre la película al completo. Esa fue la parte más interesante del día,  dado que no habían visto la película antes.  Se convirtieron en espectadores y creadores al mismo tiempo, grabando de esa manera cientos de diferentes pequeños temas intuitivamente.”

El compositor ha adelantado dos piezas del disco en su cuenta de soundcloud: Our Own Roof, que aparece al principio de la película y es una pieza atmosférica,  incierta, en la que la tensión se va cocinando a fuego lento. 

La otra pieza, Them, es en apariencia una pieza más relajada, aunque algo oscuro parece acechar a lo largo de toda su duración. “Espero haber hecho justicia a Victoria y a vuestros oídos”, apunta el compositor. 

jueves, 22 de octubre de 2015

El club


DIR: PABLO LARRAÍN
INT: MARCELO ALONSO, ALFREDO CASTRO, ANTONIA ZEGERS
CHILE, 2015, 98'

El club es una casa cercana a una playa solitaria y fría, en una pequeña ciudad del sur de Chile no demasiado hermosa. Está habitada por unos cuantos ancianos reservados y taciturnos que prefieren no alejarse demasiado de su morada.  Al contrario: permanecen en su interior, bañados por una penumbra de cortinas corridas y persianas a medio bajar. Tienen buenas razones para ello: La casa es un lugar de retiro y de penitencia, y sus habitantes son sacerdotes que han sido apartados de su oficio. La mayoría de ellos abusaron de niños que estaban a su cargo, aunque también hay un padre que se dedicaba a la venta de recién nacidos. Claro que uno puede sospechar que las intenciones de la iglesia al destinarlos a este apartado establecimiento tienen que ver más bien con la intención de evitar escándalos que con cualquier concepción de la justicia, divina o humana. 

Por supuesto, estos hombres componen un grupo bastante sombrío. El padre Silva (Jaime Vadell) es un antiguo capellán del ejército que solía anotar las confesiones de los militares para utilizarlas en algún momento propicio, una estrategia que finalmente no le sirvió de nada. El padre Ramírez (Alejandro Sieveking) es un anciano reducido a la condición de momia balbuceante, que repite mecánicamente las cosas que escucha.  Los crímenes que le han traído a la casa han desaparecido hace mucho tiempo de su memoria y de la de quienes le rodean. El padre Vidal (Alfredo Castro, mostrando una vez más su facilidad para encarnar despojos humanos) trata de redimirse entrenando un galgo de carreras, y de vez en cuando exhibe unos desesperados intentos de justificación personal que resultan al mismo tiempo repulsivos y enternecedores. El padre Ortega (Alejandro Goic) cuyo crimen no tiene carácter sexual, permite que a menudo se le escape el desprecio que siente por sus compañeros. Presidiendo todo esta se encuentra la hermana Mónica (Antonia Zegers) cuyo optimismo bienintencionado resulta francamente inquietante, y cuyo candor es bastante sospechoso. Por supuesto, ella tiene también sus buenas razones para residir en la casa. 

Un inquietante grupo humano

Día tras día, los padres dedican su tiempo a intercambiar susurros recelosos, entonar sus cánticos y sus oraciones y, por supuesto, acudir a las competiciones de Rayo, el galgo en el que depositan sus escasa esperanzas. Como prefieren darle la espalda a la luz, como si temieran exponerse a la mirada de otros, los contemplamos casi siempre en contraluz, con sus facciones parcialmente ocultas entre las sombras. Nada de eso es casual. La oposición entre la luz y la oscuridad, entre lo oculto y lo desvelado, es el drama que nos desvela la película. Un drama que se desarrolla a varios niveles: en la conciencia individual de los protagonistas y también en la actitud de una institución como la iglesia católica, autoproclamada guardiana de la moral. 

Alfredo castro demuestra una vez más sus dotes para explorar los aspectos más oscuros de sus personajes

La irrupción de dos personajes ajenos a este mundo cerrado y oculto pondrá de manifiesto ese conflicto. El primero de ellos es el padre García (Marcelo Alonso), un joven sacerdote que acude a la casa para poner orden después de un horripilante incidente que amenaza con llamar la atención de las autoridades. Desde la perspectiva de los padres, la presencia misteriosa e inquietante del padre García se asemejará a la de un ángel justiciero o a la de un dios vengativo, alguien que lleva sus expedientes en un maletín de cuero como si fuera el interior de sus almas y que tiene el poder de deshacer el precario purgatorio que habitan. Pero el padre García también se debate entre la luz y las sombras, o por lo menos entre la transparencia y la ocultación.  Porque su desprecio por los curas criminales es manifiesto (“Si por mi fuera, les pondría en manos de la justicia”, llega a decir en una ocasión), pero deberá tener en cuenta otras consideraciones referentes a las necesidades de la iglesia. Por supuesto, la actitud de la institución católica con sus secretos planea sobre toda la película. El otro intruso es un misterioso vagabundo que se hace llamar Sandokan (Roberto Farías) y que pronto se nos revela como una antigua víctima de abusos infantiles, algo que ha dañado de manera irreversible su equilibrio mental y emocional. Su mera presencia sirve a los padres como un recordatorio de las consecuencias de sus actos, unas consecuencias que ellos, desde luego, preferirían olvidar. La aparición de Sandokán adquiere por tanto un carácter ambiguo, pues se presenta como una penitencia, pero termina revelándose también como una posibilidad de redención. 

Antonia Zegers, como la inquietante hermana Mónica, sostiene gran parte del peso dramático de la película.

Una vez más, podemos comprobar que el registro preferido del director chileno Pablo Larraín parece estar a medio camino entre la comedia negra y el realismo descarnado, con ciertos toques autóctonos de feísmo latinoamericano (la escena de sexo repulsiva es un elemento de rigor). La dosis de humor negro puede resultar desconcertante, al menos en teoría, pero surge de manera natural al contemplar los poco afortunados esfuerzos que hacen los personajes para mantener una apariencia de normalidad y un mínimo de dignidad. Cualquiera podría pensar que la atmosfera de esta situación sería asfixiante de todas formas, pero para que no se nos olvide, Larraín y el director de fotografía Sergio Armstrong se decantan por una paleta de color en la que predominan los tonos grises con matices de un azul húmedo. Además, el uso casi exclusivo del gran angular deforma aún más los rostros de los personajes y convierte la casa que habitan en una construcción cavernosa, un entorno inquietante en el que hasta el aire parece adquirir una cualidad densa, como si estuviera dotado de espesor.

Todos estos recursos podrán resultar excesivos, pero una vez más Larraín se muestra como un maestro del tono. Su puesta en escena es un ejercicio de equilibrismo capaz de conjurar una tensión que recorre toda la película de principio a fin, una tensión que emana de la misteriosa emotividad de sus protagonistas, así como de nuestra conflictiva reacción ante ellos, que oscilará desde la empatía ante el sufrimiento humano hasta la repulsa que estos hombres nos provocan. Si El club es una película católica no es tanto por la abundante simbología religiosa que aparece en sus imágenes y por sus continuas referencias al ceremonial, sino porque se plantea la posibilidad de una redención para unos personajes cuyos actos podrían situarles fuera del alcance de toda compasión humana. 

sábado, 17 de octubre de 2015

Cortometraje: Pitch Black Heist (Atraco a oscuras, John Maclean, 2011, 12’)


Este puede ser el año de Michael Fassbender. El actor le hinca el diente a uno de esos proyectos con los que sueña todo el mundo en Hollywood: una biografía de Steve Jobs salida de la pluma de Aaron Sorkin. Pero antes de saber si el Jobs de Danny Boyle está a la altura de las expectativas, podemos disfrutar de este cortometraje rodado en 2011. Porque para un actor como Fassbender no hay proyectos menores, como demuestra una filmografía que alterna las grandes producciones de Hollywood (Prometheus, la saga X-men) con películas de autor o independientes (Frank, 12 años de esclavitud, Un método peligroso)

    Pitch Black Heist está dirigido por John Maclean. Antes de probar fortuna en el cine, Maclean formó parte de la banda escocesa The Beta Band, un grupo que alcanzó un cierto estatus de culto durante su trayectoria, un estatus que no fue acompañado precisamente por grandes ventas. “Comencé haciendo los videos de The Beta Band con una cámara que grababa en DVD, que me había facilitado la compañía discográfica. Intentaba que pareciesen más cortometrajes que videoclips” Después de la separación del grupo, Maclean, que ejercía de teclista y Dj, enfocó su talento creativo hacia el cine. “Hace años,  vi una gran película de género negro llamada Rififí. Hay un atraco a un banco de media hora durante el que cualquier sonido dispara la alarma, así que la película se vuelve muda. Pensé en intentarlo con una alarma activada por la luz. Además, la completa oscuridad iba a ser muy barata de rodar.”

    Este atraco a oscuras lo perpetrarán dos delincuentes prácticamente antagónicos. Liam (Liam Cunningham, Davos Seaworth en Juego de tronos) es un veterano locuaz, mientras que Michael (Fassbender) es reservado y taciturno. Su relación durante los ensayos y la preparación del robo dará lugar a una divertida muestra de costumbrismo noir aderezado con impenetrables acentos irlandeses. Por supuesto, hay unos cuantos secretos que serán desvelados a medida que avance la relación de estos personajes. La soberbia fotografía en blanco y negro es cortesía de Robbie Ryan, el veterano cámara de guerra que triunfa en su segunda carrera como director de fotografía en películas como 12 años de esclavitud o Fish Tank.

    Pitch Black Heist ganó el premio Bafta al mejor cortometraje el año 2012. La colaboración entre Fassbender y Maclean (que ya habían hecho otro cortometraje juntos, Man on a motorcycle) no terminó aquí. En el festival de Sundance de este año se estrenó el primer largometraje de Maclean, protagonizado por Fassbender. Se trata de Slow West, un western reposado y contemplativo que recibió una buena acogida por parte del público y de la crítica. Slow West se estrenará próximamente en nuestras pantallas.


lunes, 12 de octubre de 2015

Lejos de los hombres

T.O: LOIN DES HOMMES
DIR: DAVID OELHOFFEN
INT: VIGGO MORTENSEN, REDA KATEB
FRANCIA, 2014, 101'









Lejos de los hombres se presenta como un western ambientado durante la guerra de independencia de Argelia, a mediados de los años cincuenta. El espíritu del western se muestra principalmente a través de dos elementos. El primero es el protagonismo del paisaje, en este caso la cordillera del Atlas, que determina el destino y el carácter de los personajes. El mundo que habitan es una sucesión inhóspita de valles, llanuras elevadas y colinas pedregosas que se extienden hasta donde alcanza la vista. “Así era aquello: rocas desnudas que cubrían las tres cuartas partes de la región. – leemos en el relato de Albert Camus en el que se basa la película - Las aldeas surgían, florecían, después desaparecían. Los hombres se amaban o luchaban amargamente entre ellos, después morían”  En uno de esos valles rocosos se alza un pequeño edificio rectangular pintado de blanco, una vieja construcción que parece anacrónica en ese entono, como si fuera un objeto que alguien se hubiera mucho tiempo atrás.

Ese solitario edificio es la escuela de Daru (Viggo Mortensen), el estoico maestro que se ocupa de enseñar a leer y escribir a los niños de los alrededores. Cuando no está dando clase, Daru permanece perfectamente aislado del resto de la humanidad, aunque incluso allí se perciben las huellas de la guerra de Argelia, que comienza a sumir a todo el país en un torbellino de violencia: en sus ocasionales excursiones de caza, el maestro encuentra algún rastro de sangre, los restos de una hoguera. Un día, el gendarme de la zona, Balducci aparece montado a caballo con un prisionero árabe caminando tras él, con las manos atadas. Se trata de Mohammed (Reda Kateb), un hombre que ha asesinado a su primo por alguna oscura razón relacionada con disputas familiares. Mohammed no es un rebelde, o quizá si, quien sabe.

Un western trasladado a las montañas de Argelia durante la guerra de independencia

El otro elemento que convierte a Lejos de los hombres en un western, al menos en espíritu, es que su núcleo dramático gira en torno a la condición heroica de sus personajes. Balducci encarga a Daru la entrega de Mohammed a las autoridades francesas en Tinguit, una ciudad que se halla a un día de viaje desde la escuela. El maestro comprende que esa entrega equivale a conducirle a la muerte, y que sea, cual sea el crimen que haya cometido, no le corresponde a él juzgarlo. Daru se resiste a su misión, pero el gendarme no lo da ninguna opción: el resto de hombres de la zona están ocupados tratando de sofocar el levantamiento árabe. Así que Daru se pone en marcha con su prisionero, algo que le colocará en una situación en la que mantener su estoica y solitaria rectitud moral se volverá muy difícil.

Cuando los personajes comienzan su viaje por las montañas hacia la ciudad de Tinguit, la película deja atrás el relato original de Albert Camus para profundizar en el retrato de los personajes y en la dinámica de su relación. En la breve narración de Camus (once páginas divididas en pequeños capítulos, de apenas un párrafo), ambos hombres son dos extraños cuyas razones nos resultan opacas, al igual que los son para ellos. La aspiración a la condición moral de un solitario como Daru y la violencia homicida de un ser tan insignificante como el árabe son totalmente inexplicables en un breve relato que termina por convertirse en una reflexión acerca de la imposibilidad de conocer realmente las motivaciones humanas. En Lejos de los hombres, el viaje es más largo y el héroe estoico encarnado por Viggo Mortensen tendrá ocasión de desvelar las raíces de su carácter, mientras que Reda Kateb podrá aportar a Mohammed una vacilante y debilitada humanidad. El guión de David Oelhoffen sitúa a los dos personajes en la encrucijada de un enfrentamiento que no comprenden, con la difícil tarea de mantener a salvo su humanidad en el centro de una masacre.


Un héroe a su pesar: Viggo Mortensen es Daru

Para el maestro humanista y solitario, sus acciones deben estar regidas por la concordancia con un código de comportamiento universal, aun cuando sus reglas no sean fáciles de discernir. No es extraño, por tanto,  que a Daru le resulte difícil encontrar la manera de obrar según sus convicciones cuando a su alrededor el único valor reconocido es  la pertenencia a uno o a otro bando, una ética reducida a las consideraciones puramente territoriales. Durante el viaje a Tinguit, Daru y Mohammed son perseguidos por los habitantes del pueblo de éste, que buscan ejecutar una justicia vengativa y ciega. Más tarde quedarán atrapados entre los rebeldes árabes y las tropas coloniales francesas que tratan de sofocar el levantamiento independentista. Estos encuentros, en los que la violencia se volverá inevitable, sacarán a la luz aspectos del pasado que explican el comportamiento y la actitud del maestro: su experiencia como comandante del ejército francés en la guerra, el deseo de dejar atrás la lucha y dedicarse a algo tan sencillo como enseñar a unos niños. Que Daru se encuentre a algunos de sus antiguos soldados en ambos bandos resalta aún más su posición incierta en ese territorio disputado. Tratar de resolver con cierta justicia un crimen aislado e incompresible en esas circunstancias se convierte entonces en algo parecido a una quimera. 

Gran parte de la eficacia dramática de la película se debe a la sobria facilidad con la que el actor Viggo Mortensen compone héroes ambiguos. En la clásica tradición de héroes masculinos de la que el western quizá es el máximo exponente, Daru se nos muestra inicialmente a través de sus acciones: su certero manejo del rifle, su facilidad para desenvolverse por las montañas, su capacidad para expresarse con la menor cantidad de palabras posible. Como corresponde a un héroe de acción, su nítida condición ética no responde a una búsqueda intelectual sino que surge de sus propios actos, es la respuesta de su cuerpo ante las huellas de la violencia que ha vivido o de la que ha sido testigo. La mayor revelación al respecto consiste en la propia posición de Daru, un hombre que resulta ser ajeno en esencia a ambos bandos en lucha: ni francés ni árabe, ni colono ni colonizado. Y sin embargo, Daru no conoce otra tierra que no sea aquella. Es esa singularidad la que le permite contemplar el conflicto con cierta distancia, pero al mismo tiempo amenaza con convertir sus acciones en algo inútil. A su lado, Oelhoffen permite que Mohammed deja de ser la figura impenetrable del relato de Camus y se revele como alguien capaz de compartir cierta afinidad con Daru. El árabe resultará ser también una persona atrapada en un violento dilema moral de difícil solución.


Hombres en el paisaje
Y después de todo, queda el paisaje. Lejos de los hombres comparte con el western la capacidad de reducir su caligrafía dramática al movimiento de unas figuras sobre un extenso e inabarcable paisaje, unas figuras que lucharan entre ellas por su dominio sobre el territorio. De cuando en cuando, alguien trata de encontrar algún código de conducta que no reduzca todas las acciones a una cuestión de supremacía territorial, algo para lo que necesitará la estatura y la fortaleza de un héroe. En la Argelia de Lejos de los hombres no hay ninguna oportunidad para esa clase de heroísmo, y la mayor esperanza de los protagonistas vendrá representada por los habitantes nómadas del desierto, ajenos por completo a la guerra. Hay un cierto humanismo pesimista en la película, que si bien encuentra esperanza en la humanidad a través del vínculo entre Daru y Mohammed, parece resignada a la idea de que no existe forma de vivir una existencia ética más que en el aislamiento más absoluto, una existencia como la del casi ermitaño Daru al principio de la película. Al fin y al cabo, después de toda la violencia, el paisaje permanecerá impasible e indiferente, volviendo insignificante toda la furia humana con su solmene majestuosidad. 

lunes, 5 de octubre de 2015

Eden

DIR: MIA HANSEN-LØVE 
INT: FÉLIX DE GIVRY, PAULINE ETIENNE, VINCENT MACAIGNE 
FRANCIA, 2014, 131'









Una broma recurrente a lo lardo de Edén, el cuarto largometraje de la directora francesa Mia Hansen-Løve, consiste en la aparición de dos jóvenes, Thomas y Guy-Man, que insisten infructuosamente al portero de algún club para que les busque en la lista de invitados. La última de sus apariciones resulta especialmente sangrante, porque Thomas y Guy-Man, también conocidos como Daft Punk, son los responsables de la canción más popular del momento. Imagina que Beyoncé, Rihanna o Justin Timberlake pasaran desapercibidos en cualquier calle. Ese anonimato casual de dos estrellas de la música refleja la extraña condición de la música electrónica, a veces tan impersonal e inhumana que parece surgir de la propia tecnología (también es cierto que Daft Punk se caracterizan por hacer todas sus apariciones públicas disfrazados de robots). Daft Punk tienen una presencia episódica y periférica en Edén, pero aportan uno de los caminos narrativos más interesantes de la película: muestran una posible vida alternativa para su protagonista, un joven DJ llamado Paul que se mueve en la atmósfera efervescente de la música electrónica parisina de mediados de los años noventa  (el llamado French Touch o French House), una muestra de lo que podría ser su vida si su música hubiera alcanzado la popularidad en vez da la de sus ahora famosos amigos.

Cuando el DJ se convirtió en estrella
Hansen-Løve se basa en las experiencias de su hermano Sven para construir su nueva película. Al igual que Paul, Sven fue un DJ que vivió de cerca el momento en el que la electrónica francesa se abría paso en el panorama del pop internacional, sin que su música alcanzase el éxito necesario para poder salir de un mundillo relativamente cerrado, compuesto por clubs dedicados al género y por emisoras de radio especializadas. Paul (Félix de Givry) es un joven de carácter tranquilo y con gran capacidad para el ensimismamiento. Lo conocemos, recién salido de la adolescencia, vagando por un bosque nocturno y brumoso mientras en la lejanía se oye el retumbar grave del techno. Paul acaba de asistir a una rave y se detiene bajo un árbol, algo aturdido, para descansar. Mirando al cielo que comienza a iluminarse, comienza a escuchar el canto de los pájaros  y se imagina un ave de colores caprichosos que sobrevuela, animada, la escena. Pronto quedará claro que el techno no es el estilo musical que más inspira a Paul. Su inspiración le lanza en busca de un sonido “que navegue entre la euforia y la melancolía”, algo parecido a  ese amanecer medio soñado en el bosque, que se traduce en una música  más evocadora y amable que la que suena habitualmente en las discotecas, pero sin dejar de lado el pulso nocturno y el ritmo de las luces parpadeantes.  Paul se inspira en pioneros del house de los ochenta como Larry Levan o Frankie Knuckles, unas afinidades que le permiten rodearse de un grupo de espíritus afines, pero que también anclan su música en un estilo que no resultará suficientemente flexible como para adentrarse en los dominios del pop. Pero la música no es del todo ingrata con Paul. El joven DJ forma un grupo llamado Cheers con un compañero del instituto, y juntos logran cierto reconocimiento dentro de la escena. Tienen su propio programa de radio, incluso llevan a cabo una exitosa sesión en el Moma neoyorquino. Y, por supuesto, hay fiestas, muchas fiestas.
 
Paul vive en un presente continuo hasta que el mundo de su juventud desaparece ante sus ojos
     Hansen-Løve dirige todo esto como si pasara por allí, como si alguien la hubiese invitado a una fiesta en la que no conociese demasiado a los invitados (quizá amigos de su hermano). No llegaremos a conocer demasiado bien a ninguna de las personas que rodea a Paul, ni profundizaremos en la que mantiene con su compañero de grupo. Ni con ninguna de sus sucesivas experiencias amorosas. Una de sus parejas más recurrentes, Louise, nos recuerda el paso del tiempo a través de sus cambios de peinado, mientras el aspecto de Paul se mantiene invariable a lo largo de toda la película, como si el tiempo no le afectara. Es un estilo de naturalismo casual que parece no profundizar absolutamente en nada, registrando cada momento como algo desprovisto de relevancia o de dramatismo. En lugar de eso, la directora se concentra en las maneras en que los personajes entran y salen de habitaciones, se distribuyen en la pista de algún club, manipulan giradiscos y mesas de mezclas, acuden a conciertos, consumen cocaína o mantienen relaciones sexuales, asisten a funerales o visitan su oficina bancaria. Esta cotidianeidad distanciada parece conformarse con ser el reflejo de las costumbres de unas determinadas personas en un lugar concreto, pero pronto aparecen, como corrientes subterráneas, sensaciones poderosas e inesperadas. Como la devastadora irrupción del paso del tiempo en una vida que hasta entonces parecía consistir únicamente en un perpetuo presente. O la revelación de haberse visto arrastrado por la pasión de la música (Lost in music es el subtítulo de la película) hasta el punto de encontrarse aislado de lo que para la mayoría de las personas que le rodean  constituye la vida real.