miércoles, 10 de febrero de 2016

Los odiosos ocho

T.O: THE HATEFUL 8
DIr: QUENTIN TARANTINO
INT: SAMUEL L. JACKSON, KURT RUSSELL, JENNIFER JASON LEIGH
EEUU, 2015, 168' (Versión digital) 183' (Versión 70mm, con obertura e intermedio)

Quentin Tarantino ha recorrido un largo camino desde que irrumpió en el festival de Sundance de 1991 con aquella miniatura violenta titulada Reservoir Dogs. Con su segunda película, Pulp Fiction (1994),  ya jugó en la liga de los mayores: ganó la Palma de Oro en Cannes y el Oscar al mejor guión original, al tiempo que el director se situó, sin pedir permiso, como uno de los nombres de referencia del cine norteamericano contemporáneo. El impacto de sus dos primeras películas es difícil de exagerar: Tarantino se convirtió inmediatamente en el director más imitado por los aspirantes a cineastas de todo el mundo y las pantallas grandes y pequeñas se vieron invadidas por asesinos chistosos, violencia de tebeo y referencias a subproductos olvidados de la cultura popular. 

Aunque Tarantino fue celebrado desde el primer momento por la habilidad con la que empleaba retales de viejos policiacos de los años setenta y de películas de acción hongkonesas, lo cierto es que Reservoir Dogs y Pulp Fiction tenían una distintiva cualidad táctil y su textura era vívida y palpable. Sus personajes eran matones de repertorio con cierta facilidad para la verborrea ingeniosa, pero las casa en las que vivían, los coches que conducían y las calles que recorrían mostraban el aspecto desgastado y carente de glamour de la vida cotidiana. El director dedicaba además una generosa cantidad de metraje a explorar sus rutinas: los asesinos desayunan, intercambiaban charla banal, recorrían la ciudad en coche de camino a un trabajo. Puede que fuese sencillamente la confluencia entre los modos de producción del indie americano de los noventa, con sus localizaciones naturales y sus guiones basados en el diálogo, y una imaginación alimentada en las estanterías de género y serie b de demasiados videoclubs. Pero lo cierto es que la combinación resultó fascinante: las imágenes de esas películas sugerían una realidad  paralela habitada por delincuentes de poca monta educados por la mala televisión y las cintas de video. 

El éxito de esas películas le proporcionó a Tarantino presupuestos más holgados y mayor libertad creativa. Como consecuencia de ello, el mundo en que vivían sus personajes se volvió más hermético, más cerrado. La artificialidad se convirtió en algo evidente. El díptico Kill Bill, con sus más de cuatro horas de duración, estiraba sus referentes (las viejas películas de artes marciales producidas por los Shaw Brothers) hasta convertirlos en algo completamente épico, casi monumental. El cine de Tarantino se ha movido en esos parámetros a lo largo de esta última década: sus películas son aparatosas recreaciones de géneros denostados en los que el diálogo coloquial se ha vuelto barroco y teatral, en la que la caracterización de los personajes cada vez resulta más exagerada, en las que el tono varía caprichosamente entre una escena y otra al ritmo de las sorprendentes selecciones musicales del director.

Samuel L. Jackson

Es necesario considerar esa trayectoria para comprender un artefacto como Los odiosos ocho. Se trata de un espagueti western de tres horas de duración rodado en 70 milímetros y en Ultra-Panavision, un formato de pantalla extraordinariamente ancho (una relación de aspecto de 2,76:1) que se empleó a mediados del siglo pasado en superproducciones épicas como Ben-Hur, La caída del imperio romano o El mundo está loco, loco, loco). De un plumazo, Tarantino hibrida dos géneros aparentemente irreconciliables: el western europeo de programa doble y los hipertrofiados espectáculo hollywoodienses con obertura e intermedio, películas producidas en un momento en el que el mayor reclamo de una superproducción era una enorme multitud de figurantes y unos decorados gigantescos de cartón piedra. No hay figuración en Los odiosos ocho, ni mucha ni poca, porque a pesar de sus espectaculares paisajes nevados, la película transcurre casi por completo en interiores, los de la diligencia que transporta a los protagonistas y los de la posada en la que se ven obligados a refugiarse, perseguidos por una tormenta de nieve. En eso se asemeja más bien a uno de aquellos westerns televisivos en blanco y negro que abundaban en la parrilla en los años cincuenta y sesenta. 

La película hace uso de uno de los arquetipos más perversos del western made in Italy: el cazador de recompensas. Esta figura de dudosa heroicidad era uno de los elementos más característicos de un subgénero que ponía en cuestión los ideales románticos de la frontera, el mito de la justicia violenta con la que se había la nación más próspera. Los cazadores de recompensas cometía actos de violencia sobre los que no podía construirse ninguna sociedad, y si sus acciones coincidía en algún  momento con la causa de la justicia o el progreso, no era algo de lo que ninguna nación pudieran enorgullecerse. En Los odiosos ocho no hay uno, sino dos ejemplares de cazador de recompensas. John “el verdugo” Ruth (Kurt Russell) y el mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson) Para rizar el rizo, el mayor Warren tiene un precio puesto a su cabeza, algo que le resulta bastante divertido. Ambos viajan en una diligencia hacia el pueblo de Red Rock. Ruth transporta a su prisionera Daisy Domergue (Jennifer Jason Leigh) para intercambiarla por 10.000$ y contemplar su ejecución, Warren transporta los cadáveres congelados de tres hombres por valor de unos 8000$. Pronto se les une Chris Mannix (Walton Goggins), un renegado sureño que asegura ser el próximo sheriff de Red Rock y que se comporta como si su bando no hubiese firmado una rendición incondicional. La presentación de todos estos personajes se alarga considerablemente, debido a la costumbre de Tarantino de demorarse en los prolegómenos y también a la etiqueta de la época y el lugar, que prescribe un elaborado ritual de miradas torvas, armas desenfundadas, pasos que avanzan lentamente, rostros tensos y amenazantes.

Kurt Russell y Jennifer Jason Leigh como el cazarecompensas John Ruth y su prisionera Daisy Domergue

Es obvio que la situación en la diligencia resulta complicada, pero las cosas empeoran aún más. La tormenta que les persigue les obliga a detenerse en la Mercería de Minnie, una posada a mitad de camino de la que Minnie ha desaparecido misteriosamente y dónde se encuentran cuatro personajes bastante sospechosos, entre ellos un verdugo ambulante inglés que responde al sonoro nombre de Oswaldo Mobray (Tim Roth) y un viejo militar confederado, el General Sandy Smithers (Bruce Dern) especialmente famoso por su odio cruel hacia las personas de color. Está claro que todos esos personajes se encuentran allí por algún motivo, y cuando las cabezas de algunos de los presentes valen miles de dólares, hay razones para que más de uno se muestre suspicaz. Lo que sigue a continuación es un despliegue de sospechas y amenazas veladas, alianzas frágiles y duplicidades desveladas. 


En Los odiosos ocho, Tarantino extiende y refina algunos de los procedimientos que ha practicado a lo largo de toda su filmografía. Los alambicados diálogos se extienden de manera interminable para culminar en fugaces estallidos de violencia grotesca. Las caracterizaciones y las declamaciones son impostadas y teatrales, algo aún más notorio en una película en la que nadie es exactamente quien dice ser y las alianzas entre los personajes se rompen y se construyen a medida que avanza la acción. Algunos tarantinismos resultan excesivos: el personaje de Daisy Domergue inclina más de lo deseable la balanza del histrionismo y una secuencia en la que el mayor Warren provoca al general sureño se termina convirtiendo en uno de esos momentos en los que las películas del cineasta de Tennessee se convierten en su propia parodia. Pero el tono general es más uniforme, más coherente y sobre todo más sombrío que el de las anteriores películas de Tarantino

No es ningún misterio que al final las cosas se resolverán de manera violenta 

La culpa de ello quizá la tenga la extraordinaria música de Ennio Morricone (esta es la primera película de Tarantino que cuenta con una composición original, en contra de la costumbre habitual del director de salpicar el metraje con temas extraídos de su colección de discos), una banda sonora que crea una atmósfera oscura y llena de presagios, anticipando en cada momento el destino violento que espera a los personajes. Puede que sea la sintonía entre los intérpretes y el texto: casi todos son viejos conocidos que mastican y escupen el diálogo del director con verdadera delectación. En cualquier caso, no nos encontramos ante una celebración de los placeres de la venganza como ocurría con Malditos bastardos o Django desencadenado. Ésta es una película más ambigua y compleja, en la que la tensión entre los cazadores de recompensas y sus presas se mezcla con la situación del país en la época de la reconstrucción, ese confuso periodo que siguió a la Guerra Civil. Entonces, el fin de la esclavitud supuso el principio de la segregación mientras gran parte de la sociedad (blanca) trataba de aparentar que todos los problemas se habían solucionado. Los pasos en falso que esa situación creó aún resuenan hoy día, y por ello las risas resultan esta vez incómodas, y la violencia, aunque bufonesca, resulta innegablemente desagradable. 

Nada refleja mejor la ambivalencia de la película que el protagonismo de un personaje como el mayor Warren, al que Samuel L. Jackson aporta su diabólico carisma y su facilidad para el lenguaje tarantiniano. Su apariencia es un ejercicio de puesta en escena, desde el uniforme de la unión hasta la misiva presidencial que utiliza como salvoconducto entre la sociedad blanca. Warren se define como una persona pragmática, su manifiesta duplicidad y su extraordinaria capacidad para formar alianzas son mecanismos de supervivencia en un entorno hostil. Lo cierto es que se le da tan bien la supervivencia (“El único en el que la gente negra está segura es cuando los blancos están desarmados”) que uno podría sospechar que ha aprendido a disfrutar con la violencia que se ve obligado a emplear contra los blancos. Este héroe ambiguo es el producto de una sociedad profundamente dividida, que aun mantiene frescas las heridas de la guerra pero que no encuentra una respuesta a sus tensiones que no sea violenta.