martes, 24 de abril de 2012

Alps

 T.O: ΑΛΠΕΙΣ
Dir: Giorgos Lanthimos
Int:  Aggeliki Papoulia, Ariane Labed, Aris Servetalis
Grecia, 2011, 96'

De un tiempo a esta parte, el duelo por la muerte de los seres queridos se ha convertido en uno de los motores principales de la dramaturgia cinematográfica. En “Los descendientes”, uno de los grandes éxitos de este año, por ejemplo, George Clooney cuida de su mujer, que se encuentra en un coma irreversible, a la vez que se da cuenta de que quizá no la conocía demasiado. Los viudos o viudas jóvenes son legión en las pantallas actuales, por no hablar de los padres que tratan de superar la muerte de un niño. Desde luego, no se trata de que la mortalidad infantil o juvenil haya aumentado en las regiones de occidente donde se ambientan esas películas, más bien al contrario. La experiencia del a muerte a edades tempranas se ha convertido en algo cada vez más raro.
De hecho, la muerte está cada vez más aislada de la experiencia cotidiana, lo que quizá ayude a amplificar su impacto dramático, como si fuera en realidad algo sobrenatural, de otro mundo. En el siglo diecinueve, un novelista podía despachar con un simple párrafo la muerte de un personaje del que había venido hablándonos durante cientos de páginas: se trataba simplemente de un suceso más. Durante el siglo veinte, la muerte de un personaje era más un aspecto de la estructura de la película que un acontecimiento con valor dramático en si mismo: muertes que servían para cerrar una historia, o para servir de detonante al enfrentamiento final.  En “Rebelde sin causa”, por ejemplo, resulta bastante desconcertante que el personaje de Natalie Wood se enamore de James Dean apenas unas horas después de la muerte de su novio, sin ningún proceso de duelo. Si, es una tragedia griega, con su unidad de tiempo y lugar que obliga a que todo se desarrolle en un solo día, pero aún así resulta confuso, como si la muerte del personaje secundario no tuviese ningún valor dramático más que despejar el terreno al protagonista.
Aris Servetalis
Hoy día, cuando la gente toma antidepresivos para mitigar el dolor de una pérdida, cuando lo realmente patológico sería no sentir ese dolor, el sentimiento de duelo se apodera de la narración cinematográfica. El perfil habitual es la pérdida de alguien joven, de manera inesperada: accidentes de tráfico y atentados terroristas son los culpables preferidos. Esto ocurre en dramas y comedias. En “Más allá de la vida”, de Clint Eastwood, los personajes buscan una especie de trascendencia new-age para soportar sus tragedias personales. En “El árbol de la vida” la muerte de su hermano se apodera de los pensamientos del personaje de Sean Penn varias décadas después y desencadena una oleada de recuerdos en torno a ese hecho. En el cine romántico  es el miedo a la pérdida lo que impide que los personajes se comprometan. En “Siempre el mismo día”, Anne Hathaway y Jim Sturges se pasan quince años dando vueltas el uno alrededor del otro para que, cuando decida que lo que quieren es pasar el resto de su vida juntos, zas. Y en “Amor y otras drogas”, la misma Anne Hathaway mantiene una saludable relación exclusivamente sexual con Jake Gyllenhaal hasta que descubre que ese insignificante temblorcillo de la mano resulta ser la primera etapa del Parkinson.
En “Alps”, el duelo no sólo supone un elemento dramático, sino también una oportunidad de negocio. Cuando la enfermera interpretada por Aggeliki Papoulia consuela a los padres de una adolescente fallecida en un accidente de tráfico, les dice que la muerte no tiene por que ser el fin sino el principio de algo mejor. No les está ofreciendo consuelo espiritual ni hablando del más allá, en realidad, les está anunciando los servicios de una especie de empresa secreta de la que forma parte junto a un conductor de ambulancias, una gimnasta y su entrenador. Los Alpes, como se hacen llamar, (“Nadie puede sustituir a los Alpes, pero los Alpes pueden sustituir a cualquier montaña”, dice su líder, Mont Blanc) suplantan a las personas fallecidas para que sus seres queridos puedan sobrellevar la situación. Un par de horas a la semana será suficiente, asegura la enfermera. No les faltan clientes: personas que han perdido amigos, maridos, amantes les contratarán para repetir sus rutinas, quizá para que sus días estén menos vacíos por ello.
Ariane Labed
“Alps” resultará familiar para quienes hayan visto la anterior película de Giorgos Lanthimos, “Canino”. El punto de partida es una situación absurda que condiciona todas las relaciones entre los personajes, redefiniendo situaciones aparentemente cotidianas. Sin embargo, también hay diferencias. “Alps” resulta más serena y contenida, renuncia al imparto que buscaba “Canino” para épater la bourgeoisie. También resulta más lograda cinematográficamente. Lathimos  dirige con mayor soltura, quizá esta vez ha dispuesto de más tiempo o más dinero, tras el éxito de su anterior película. Ambas comparten un control absoluto del tono dramático y una capacidad de explotar su idea principal más allá del impacto inicial, que dota al cine del director griego de una gran profundidad más allá de la originalidad de su propuesta.

En sus horas de trabajo, los Alpes escenifican escenas frecuentemente monótonas de la vida cotidiana, para unos seres queridos que interactúan con ellos con la misma intrascendencia  con la que debieron vivir esas escenas en su momento. Hay algún momento de pasión, algún escándalo, pero en general parece como si la presencia de esas personas sirviese únicamente para llenar el tiempo, continuar unas rutinas que se vieron inesperadamente interrumpidas. La información que necesitan para construir su simulacro es igualmente escasa y superficial. ¿Cuál era su actor favorito? ¿Qué tipo de música le gustaba bailar? ¿Cuál era su comida favorita? Con dos o tres de esas preferencias y alguna manía especialmente característica construyen la ilusión.


La enfermera  intenta hacerse amiga la tenista adolescente para suplantarla mejor cuando muera. Una muestra del absurdo de la película
Los Alpes son medianamente profesionales en su tarea, pero la enfermera lleva su dedicación un paso más allá. Se encapricha con la joven tenista que fallece al principio de la película, hasta el punto de suplantarla sin comentarlo al resto del grupo. Transgrede otra de las reglas al mantener relaciones íntimas con un cliente que llora la muerte de su amante. Encuentra una especie de realización personal en el hecho de repetir de manera casi mecánica frases pronunciadas por muertos, en utilizar objetos cotidianos como fetiches: una muñequera de la suerte parece ser el objeto mágico que la convierte en la tenista adolescente. Quizá porque su vida cotidiana es tan mecánica y banal, tan poco auténtica incluso. Lanthimos y la actriz Aggeliki Papoulia llevan la situación de este personaje a una resolución coherente con el absurdo de su planteamiento.
Si la película juega con el público, desconcertándole, creando falsas expectativas y tratando de sorprenderle en cada nueva escena es porque sus responsables proceden del teatro, concretamente de ese tipo de teatro que a menudo amenaza con traspasar la cuarta pared.  Es un cine de guión, en el que el trabajo de Efthymis Filippou como co-guionista junto a Lanthimos resulta fundamental. En “Canino”, se redefinía el lenguaje para revelarlo como una construcción convencional (un zombie era una pequeña flor amarilla), ahora las situaciones más cotidianas son reconstruidas hasta convertirse en algo extraño y absurdo. Al contrario que muchas películas que basan su atractivo en partir de un planteamiento original o extraño, en “Alps” Lanthimos y Filippou no se quedan con el planteamiento y lo desarrollan hasta el final, lo que es uno de sus principales méritos.

sábado, 14 de abril de 2012

Take Shelter


 T.O: Take Shelter
Dir: Jeff Nichols
Int: Michael Shannon, Jessica Chastain
EEUU, 2011, 118'


Take Shelter es un drama realista sobre la clase obrera norteamericana azotada por la crisis; una cinta de terror subjetivo sobre el lento descenso de un hombre hacia la locura; una exploración de la incomunicación dentro de un matrimonio y una cinta sobre el poder de la naturaleza con huellas del cine de Terence Malick. El prometedor Jeff Nichols, en su segunda película, no tiene miedo de utilizar elementos de géneros tan dispares y consigue hacerlo con notable coherencia.
Curtis (Michael Shannon) es un trabajador de la construcción que vive en un pueblo de Ohio con su mujer Samantha (Jessica Chastain) y su hija de seis años, que padece sordera. Su vida se ve alterada por una serie de pesadillas relacionadas con la llegada de una tormenta apocalíptica. Las pesadillas se hacen cada vez más recurrentes y Curtis comienza a preocuparse por su salud mental, pero al mismo tiempo no puede dejar de pensar que suponen alguna clase de aviso, y que debe buscar la manera de poner a su familia a refugio frente al desastre que se acerca. Pero ¿Debería compartir su obsesión con su mujer?
La película está claramente enraizada en el entorno de la crisis económica: asuntos como el seguro médico, los precios de los medicamentos o  las dificultades de lograr un préstamo en la situación actual son parte importante de las preocupaciones de los personajes. La tormenta que amenaza en el horizonte es una manifestación abstracta de un peligro más concreto: la red de seguridad que desaparece bajo los pies de tantas personas en una época de caos económico. 
Jessica Chastain es uno de los descubrimirntos de la temporada

Nichols maneja bien la introducción de elementos inquietantes en un entorno cotidiano, y el manejo sutil y nunca demasiado exhibicionista de los efectos especiales ayuda a crear esa atmósfera de familiaridad e inquietud. Pero Take Shelter se resiente de un guión demasiado rígido, que evoluciona de manera algo predecible y en el que las imágenes de pesadilla son a menudo demasiado fáciles de interpretar para el espectador, perdiendo su misterio. Shannon y Chastain conservan su estatus de actores en alza de los últimos años, pero Nichols los dirige en ocasiones aisladas más allá de los límites del sentimentalismo, en una película que por otra parte se aleja en la mayor parte del metraje del melodrama.
El fin del mundo es un tema explorado recientemente no solo por los técnicos de efectos especiales, como venía siendo habitual, sino por algunos de los cineastas más prestigiosos: Bela Tarr, Lars Von Trier, Abel Ferrara, etc han incluido perspectivas apocalípticas en sus últimas películas, como si la perspectiva del fin de los tiempos fuese un tema de actualidad. En este caso, Nichols juega la carta de la ambigüedad a la hora de mostrar las imágenes de la destrucción: siempre presentan una ambivalencia entre la realidad y la alucinación. Como metáfora de la crisis económica, algo que resulta evidente a pesar de los intentos del director de resultar sutil, resulta bastante inquietante: un malestar social que solo se puede expresar de manera subjetiva, un miedo que sólo puede articularse  a la manera de una grotesca alucinación.

viernes, 6 de abril de 2012

Cumbres Borrascosas

T.O: Wuthering Heights
Dir: Andrea arnold 
Int: Kaya Scodelario, James Howson, Solomon Glave, Shannon Beer, Lee Shaw
Reino Unido, 2011, 129'

La inglesa Andrea Arnold se reveló con “Fish Tank” (2009) como uno de los mejores cineastas que han salido recientemente de las islas británicas, actualizando la venerable tradición del drama realista y dándole relevancia contemporánea. Con su nueva película, sigue otro de los caminos más transitados por el cine del Reino Unido, el de la adaptación literaria de prestigio, aunque para ello ha empleado algunos de los recursos de sus anteriores trabajos.
“Cumbres Borrascosas” es una historia de amor imposible y oscuros odios y venganzas de clase ambientada en los inhóspitos páramos de Yorkshire a mediados del siglo XIX, y fue publicada por Emily Brontë en 1947, un año antes de morir a los treinta. Es uno de esos clásicos cuya perdurabilidad se debe más al interés continuo de generaciones de lectores que a críticos, académicos o estudiosos. Junto con “Jane Eyre”, de su hermana Charlotte, es probablemente la novela que más veces se ha adaptado al cine, más o menos cada cinco años algún productor desempolva su viejo tomo para ponerles a los protagonistas los rostros de las estrellas del momento. Normalmente esas películas se suelen convertir en desfiles de actores vestidos de época bellamente fotografiados en parajes pintorescos, la única excepción quizá sea la versión muy excéntrica que Luis Buñuel rodó en México en 1954 con el título de “Abismos de Pasión”.
Pero Andrea Arnold decidió desviarse de ese patrón. La primera diferencia sobre los enfoques tradicionales es el recurso a actores no profesionales, en consonancia con su bagaje dentro del realismo social. Para buscar a Heathcliff, el director de casting se recorrió durante un año las principales ciudades de Yorkshire buscando a adolescentes mestizos, hasta que encontró a James Howson en Leeds. Su elección motivó una polémica estúpida: quienes se quejaban de una supuesta falta de respeto a la novela original no la habían leído demasiado atentamente. De él, Brontë dice que tiene “aspecto de gitano con la piel oscura” y la otredad racial del personaje es un aspecto esencial a la hora de entender su marginación y la imposibilidad de su relación con Catherine. Quienes se rasgaron las vestiduras ante un Heathcliff negro probablemente tuviesen más en mente la poco probable versión del mismo que interpretó Laurence Olivier en la mediocre versión de William Wyler de 1939 que la figura creada por Emily Brontë.
Solomon Glave es el jóven Heathcliff
Pero la polémica, por lo menos ha revelado que la elección le da fuerza dramática a la película. Las líneas raciales no se han borrado aún, las diferencias continúan separando, y el romance imposible no es un recursos del melodrama, sino el resultado de profundas divisiones sociales. En ese sentido, la película tiene una tensión que es difícil de conseguir cuando hablamos de una historia que se ha narrado ya tantas veces. Heathcliff, en la versión de Arnold, es el extraño que se adentra en un mundo ajeno, y que permite a los espectadores introducirse en un mundo que nos resultará tan desconocido como a él. La visión de la cineasta es casi antropológica: Catherine Earnshaw no es una de las grandes heroínas de la literatura romántica, sino la hija de un granjero, con barro hasta las rodillas y las manos sucias. Y “Cumbres Borrascosas” es un lugar donde hay mierda de caballo por todas partes. 
Si el enfoque es más realista que en versiones anteriores, eso no implica que Arnold renuncia a la sensualidad, y no sólo con respecto a la pasión amorosa. “Cumbres Borrascosas” 2011 es una película en que el clima (la persistente lluvia, el viento gélido, los huidizos rayos de sol) tiene un protagonismo como no había tenido hasta ahora. Heathcliff y Catherine experimentan la vida de manera física, y la directora intenta transmitir todo lo que captan sus sentidos. La cámara los filma a menudo pegada a sus cuerpos, a veces velada por una capa de lluvia o una nube de niebla. Los detalles de superficies húmedas o rugosas, hierba o cortezas de árbol, o del barro que pisan nos sugiere un mundo eminentemente táctil. Y en cuanto a los sentimientos eróticos, hay por lo menos dos escenas enormemente poderosas: en una de ellas, los dos preadolescentes comparten un caballo, y ante la proximidad de sus cuerpos Heathcliff roza con su mano el pelaje del animal quizá para sublimar el deseo de contacto físico. En la otra, Catherine y Heathcliff ruedan por el barro en una de esas peleas juveniles que no son más que una forma inconsciente de acercar sus cuerpos. Una manera de exteriorizar un anhelo que nunca podrá ser realizado.
Todo esto funciona perfectamente durante la primera mitad de la película, cuando los personajes están saliendo de la infancia, interpretados por Solomon Glave y Shannon Beer. Entonces, el melodrama se difumina, la película casi no tiene argumento, se trata simplemente de la recolección de las sensaciones de unos jóvenes descubriendo la naturaleza y a si mismos, con las diferencias sociales apenas haciendo sombra sobre un mundo puramente físico.  Pero Andrea Arnold tiene más dificultades con la segunda parte de la película. Cathy se casa con su vecino, el acomodado Edgar Linton y Heathcliff huye, para volver tres años después, misteriosamente enriquecido y lleno de sentimientos dolorosos y oscuros. Ahí es donde el melodrama toma la delantera, y las convenciones sociales marcan las acciones de los personajes más que sus emociones físicas. 
Shannon Beer

La novela de Emily Brontë es también un delirio romántico, una narración de la locura de un personaje, Heathcliff, que acaba viviendo rodeado de visiones de espíritus y arrebatos de dolor. Al plantear su película en clave realista, a Andrea Arnold le cuesta dar el paso hacia un terreno que roza lo fantástico, sobre todo porque el Heathcliff que nos presenta es observado de manera casi conductista durante toda la película, sin que tengamos acceso real a sus emociones, sobre todo a las emociones que no tiene expresión física. Es por eso que el delirio puramente subjetivo que acaba experimentando el personaje parece fuera de lugar en esta versión, ajeno al desarrollo del personaje que nos ha presentado la autora.
Algo así se explica por las diferentes maneras de ver el mundo en que se desenvuelven cada una de las dos autoras. Brontë escribía en pleno romanticismo, en un mundo en que la distinción entre el individuo y la naturaleza aun no se había creado. Las emociones formaban parte del mundo, de modo que cuando uno sentía amor, o tristeza, simplemente participaba de algo exterior a él, de algo que formaba parte de la naturaleza. Por ello, expresar los sentimientos a través del viento, la lluvia o las tormentas era algo perfectamente natural y Cathy podía enfermar tras el regreso de su amado, como si quedar atrapada entre su pasión y la imposibilidad de realizarla fuese la causa de una enfermedad mortal, como si las emociones pudiesen gobernar de tal manera al cuerpo.
Andrea Arnold rueda en 2011, cuando el hombre y la naturaleza, el cuerpo y las emociones se han separado irremediablemente, los vestigios de su antigua unión son vistos como clichés melodramáticos sin demasiado sentido. La concepción del realismo consiste en registrar lo externo, las convenciones sociales, las acciones físicas. El interior de los personajes es incogsnocible, más aún, ellos no tienen forma de relacionar el interior con el exterior, sus emociones con el mundo. Por ello, los atisbos de espíritus, los arrebatos de locura que se sugieren brevemente en el último tramo de la película se ven como huellas de un mundo ajeno, como si fueran parte de otra película.